En el escenario se reanuda la acción. Melanie mueve la escoba con gestos bruscos. Un bang, un chispazo, gritos de alarma.
– No ha sido culpa mía -se queja Melanie-. Mygats! ¡Dios mío! ¿Por qué ha de ser todo culpa mía, y siempre igual?
Sin hacer ruido, se levanta y sigue los pasos del bedel hacia la oscuridad que reina en el exterior.
Al día siguiente, a las cuatro en punto de la tarde, se presenta en su piso. Ella le abre la puerta; viste una camiseta arrugada, culottes de ciclista y unas zapatillas con forma de ardillas de dibujos animados que a él le resultan ridículas, carentes del elemental buen gusto.
No le ha dado aviso previo; está demasiado sorprendida para resistirse al intruso que se abalanza sobre ella. La toma en sus brazos; los miembros de ella quedan inertes, como los de una marioneta. Pronuncia palabras pesadas como garrotes, se las susurra en la delicada concha de su oreja.
– ¡No, ahora no! -dice ella debatiéndose-. ¡Mi prima está a punto de volver!
Pero no hay nada que pueda pararlo. Se la lleva al dormitorio, le arranca las absurdas zapatillas, le besa los pies, se queda asombrado ante el sentimiento que ella evoca en su seno. Tiene alguna relación con su aparición en escena: la peluca, su forma de menear el trasero, la tosquedad y la crudeza al hablar. ¡Extraño es el amor! Pero proviene del estremecimiento de Afrodita, diosa de las olas espumeantes; de eso no cabe duda.
Ella no se le resiste. Lo único que hace es rehuirlo: aparta los labios, aparta los ojos. Deja que la tienda sobre la cama y la desnude: incluso le ayuda, pues levanta los brazos, arquea las caderas. Le sobrevienen pequeños escalofríos; en cuanto está desnuda, se cuela bajo el edredón como un topo que se abriese camino horadando la tierra, y le da la espalda.
No es una violación, no del todo, pero es algo no obstante carente de deseo, no deseado de principio a fin. Es como si hubiera decidido distenderse, morirse mientras dure, como un conejo cuando las fauces del zorro se cierran en torno a su cuello. Como si todo lo que se le haga, por así decirlo, se le hiciese lejos de sí.
– Pauline volverá en cualquier momento -dice cuando ha terminado-. Por favor, debes marcharte.
Él la obedece, pero cuando llega a su coche le invade tal abatimiento, un desánimo tan lúgubre, que permanece sentado, con los brazos cruzados sobre el volante y la cabeza apoyada en ellos, incapaz de moverse.
Un error, un error tremendo. En ese instante, y no tiene ninguna duda, ella, Melanie, está tratando de limpiarse de lo ocurrido, limpiarse de él. La ve abriendo el grifo de la bañera, la ve meterse en el agua con los ojos cerrados como los de una sonámbula. A él también le gustaría darse un baño.
Una mujer más bien paticorta con un traje de dos piezas serio pasa por delante de él y entra en el edificio. ¿Será la prima Pauline, la compañera de piso, la persona de cuya desaprobación tanto miedo tiene Melanie? Recupera el control de sí mismo, arranca el coche y se va.
Al día siguiente ella no se presenta en clase. Una falta de asistencia desafortunada, porque es el día del examen parcial. Después, cuando cumplimenta la hoja de asistencia, anota que ha estado presente y le pone una calificación de setenta. A pie de página añade una nota a lápiz: «Provisional». Setenta: la puntuación de un alumno irregular, ni buena ni mala.
Toda la semana siguiente ella sigue sin aparecer. Tampoco parece estar en su piso; la llama una vez tras otra, siempre sin respuesta. El domingo a medianoche suena el timbre de su casa. Es Melanie, vestida de negro de los pies a la cabeza, incluido un gorro de lana. Se le nota la tensión en la cara; se apresta para recibir su enojo, para aguantar una escena.
La escena no se produce. A decir verdad, es ella la que está avergonzada.
– ¿Puedo dormir aquí esta noche? -le pregunta con un hilillo de voz y sin mirarle a los ojos.
– Pues claro, claro que sí. -Su corazón desborda alivio.
Hace un gesto de acogida, la abraza y la estrecha contra sí; la nota rígida y fría-. Vamos, te prepararé una taza de té.
– No, no quiero té, no quiero nada. Estoy agotada, solo necesito dormir.
Le prepara una cama en la antigua habitación de su hija, le da un beso de buenas noches, la deja a solas. Media hora más tarde, cuando regresa, la encuentra profundamente dormida, todavía vestida por completo. Le quita los zapatos y la tapa con la sábana.
A las siete de la mañana, cuando los primeros pájaros empiezan a gorjear, llama a su puerta. Está despierta, tendida en la cama, con la sábana hasta la barbilla. Parece demacrada.
– ¿Cómo te encuentras? -le pregunta.
Ella se encoge de hombros.
– ¿Te pasa algo? ¿Quieres hablar?
Ella niega con la cabeza sin decir palabra.
Se sienta al borde de la cama, la atrae hacia sí. En sus brazos, ella comienza a sollozar. A pesar de su desdicha, él siente el cosquilleo del deseo.
– Ya, ya -le susurra tratando de consolarla-. Vamos, dime qué sucede. -Poco le falta para decir: «Dile a papaíto qué sucede».
Ella hace de tripas corazón y trata de hablar, pero está congestionada por el llanto. Él le acerca un pañuelo de papel.
– ¿Puedo quedarme un rato? -le pregunta.
– ¿Aquí? ¿Quedarte un rato? -repite él pensativamente. Ella ha dejado de llorar, pero todavía la atraviesan prolongados estremecimientos de pena-. ¿Te parece buena idea?
Ella no llega a decir si le parece o no una buena idea. En cambio, se aprieta más contra él, apoya su cara cálida contra su abdomen. La sábana cae a un lado, solo lleva una camiseta de tirantes y una braguita.
¿Sabe ella en qué está metiéndose en ese instante?
Cuando él dio el primer paso al encontrársela por los jardines de la universidad, tan solo pensó que sería un asuntillo rápido: un rápido principio, un final rápido. Ahora la tiene en su casa, y está claro que arrastra complicaciones a su paso. ¿A qué estará jugando? Debería obrar con cautela, de eso no hay duda alguna. Pero tal vez debería haber sido cauto desde el principio.
Se estira en la cama, a su lado. Lo último que necesita en esta vida es que Melanie Isaacs decida quedarse a vivir con él. Sin embargo, en ese instante esa misma idea le resulta embriagadora. Estará ahí todas las noches; todas las noches podrá él colarse en su cama de ese modo, colarse en su interior. La gente terminará por enterarse, siempre pasa igual; murmurarán a sus espaldas, incluso podría desatarse un escándalo. En cualquier caso, ¿qué importará? Un último aumento de la llama de la vela de los sentidos, justo antes de apagarse. Pliega la ropa de cama, la hace a un lado, se inclina hacia ella, le acaricia los pechos, las nalgas.
– Pues claro que puedes quedarte -murmura-. Claro que sí.
En su habitación, dos puertas más allá, suena la alarma del despertador. Ella se aleja de él, se cubre los hombros con la manta.
– Ahora he de marcharme -dice él-. Debo dar un par de clases. Procura dormir un poco más. Volveré a mediodía, podremos hablar entonces.
Le acaricia el cabello, le besa la frente. ¿Amante? ¿Hija? En lo más profundo de su corazón, ¿qué es lo que ella trata de ser? ¿Qué está ofreciéndole?
Cuando regresa a mediodía, ella se ha levantado y lo espera sentada a la mesa de la cocina, comiendo unas tostadas con miel y tomando un té. Parece completamente a sus anchas, como si de hecho estuviera en su casa.
– Bueno -dice él-. Tienes mucho mejor aspecto.
– Dormí después de que te fueras.
– ¿Vas a contarme ahora qué está pasando?
Ella rehuye su mirada.
– No, ahora no -dice-. Tengo que marcharme, llego tarde. Te lo explicaré cuando nos veamos la próxima vez.