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– ¿Y cuándo será la próxima vez?

– Esta noche, después del ensayo. ¿Te va bien?

– Sí.

Se levanta, deja la taza y el plato en el fregadero (pero no los enjuaga siquiera), se vuelve hacia él. -¿Estás seguro de que no te importa?

– No, no me importa. Está bien.

– Quería decirte que ya sé que me he saltado un montón de clases, pero es que los ensayos me quitan muchísimo tiempo.

– Lo entiendo. Quieres decirme que la obra teatral tiene total prioridad. Habría estado bien que me lo explicaras antes. ¿Irás mañana a clase?

– Sí, te lo prometo.

Se lo promete, pero es una promesa que no se puede hacer cumplir. Se siente vejado, irritado. Ella se conduce de mala manera, está saliéndose con la suya, es demasiado; está aprendiendo a explotarlo, y probablemente aún lo explotará mucho más. Pero si ella se ha salido con la suya, él se ha salido con mucho más; si ella se conduce de mala manera, él se ha portado mucho peor. Mientras estén juntos, si es que lo están, él es quien lleva la voz cantante, ella es quien lo sigue. Más vale que no se olvide de eso.

4

Hace el amor con ella una vez más, en la cama, en el antiguo dormitorio de su hija. Es estupendo, tanto como la primera vez. Él empieza a conocer la manera que tiene ella de moverse. Es rápida, y está ávida de experiencias. Si no percibe en ella un apetito sexual pleno es solamente porque todavía es joven. Hay un momento que sobresale en el recuerdo, el momento en que ella lo engancha con la pierna por detrás de las nalgas para atraerlo más cerca de sí: cuando el tendón interno de su muslo se tensa contra él, siente el ímpetu del deseo y el alborozo. Quién sabe, piensa: tal vez a pesar de todo haya un futuro.

– ¿Esto sueles hacerlo a menudo? -pregunta ella después.

– ¿Esto? ¿El qué?

– Acostarte con tus alumnas. ¿Te has acostado con Amanda?

Él no responde. Amanda es otra alumna de su clase, una rubia más bien delgaducha. No tiene ningún interés por Amanda.

– ¿Por qué te divorciaste?- -le pregunta.

– Me he divorciado dos veces. Me he casado dos veces y me he divorciado otras dos.

– ¿Qué fue de tu primera esposa?

– Es una larga historia. Te la contaré otro día.

– ¿Tienes fotos?

– No colecciono fotos. No colecciono mujeres.

– ¿A mí no me coleccionas?

– No, claro que no.

Ella se pone en pie y se pasea por la habitación recogiendo sus prendas con tan poco recato como si estuviera a solas. Él está acostumbrado a mujeres bastante más cohibidas en su manera de vestirse y desnudarse. Claro que las mujeres a las que está acostumbrado no son tan jóvenes, ni están tan bien formadas.

Esa misma tarde alguien llama a la puerta de su despacho. Entra un joven al que no ha visto nunca. Sin esperar su invitación toma asiento, echa un vistazo en derredor, hace un gesto de aquiescencia al fijarse en los anaqueles llenos de libros.

Es alto y fornido; lleva una perilla afilada y un pendiente en la oreja; viste una chupa de cuero negro y pantalones de cuero negro. Parece más viejo que la mayoría de los alumnos; parece que anda con ganas de pendencia.

– Así que tú eres el profesor -dice-. El profesor David. Melanie me ha hablado de ti.

– Entiendo. ¿Y qué te ha contado?

– Que te la estás tirando.

Se hace un largo silencio. Caramba, piensa: las golondrinas vuelven al nido para aparearse. Tendría que haberlo previsto: una chica como esa no podía aparecer en su vida sin traer complicaciones.

– ¿Tú quién eres? -le dice.

El visitante no hace caso de su pregunta.

– Te creerás muy listo -sigue diciendo-. Un mujeriego de tomo y lomo. ¿Te parece que seguirás siendo igual de listo cuando tu mujer se entere de lo que te traes entre manos?

– Ya basta. ¿Tú quién eres?

– No me digas que ya basta. -Las palabras salen de sus labios más deprisa, con el temblor de una amenaza-. Y no te vayas a creer que puedes meterte en la vida de los demás y largarte cuando te venga en gana. -Una luz baila en sus ojos negros. Se inclina sin llegar a levantarse y con ambas manos barre los papeles que tiene encima de la mesa. Los papeles salen volando.

Se pone en pie.

– ¡Ya basta, he dicho! ¡Es hora de que salgas de aquí!

– ¡Es hora de que salgas de aquí! -repite el muchacho burlándose de él-. Muy bien. -Se pone en pie y va hacia la puerta-. ¡Adiós, profesor Chips! Pero no te creas que hemos terminado. Tú espera y verás.

Y se larga.

Un bravucón, piensa. ¡Está liada con un bravucón, y ahora el que se ha metido en un buen lío con él soy yo! Se le revuelve el estómago.

Aunque se queda despierto hasta muy tarde, esperándola, Melanie no se presenta en su casa. En cambio, su coche, aparcado en la calle, es objeto de un acto de vandalismo. Le han deshinchado los neumáticos, le han inyectado pegamento en las cerraduras, le han empastado hojas de periódico en el parabrisas y le han rayado la pintura. Tendrá que cambiar las cerraduras. La factura asciende a seiscientos rands.

– ¿No tiene idea de quién se lo ha hecho? -le pregunta el mecánico.

– No, ni la menor idea -contesta de modo cortante.

Tras este golpe de efecto, Melanie se mantiene distante. A él no le extraña: si él ha pasado vergüenza, ella también se siente así. Sin embargo, el lunes se presenta en clase. A su lado, medio recostado en la silla, con las manos en los bolsillos y un aire de cachazuda tranquilidad, está el chico de negro, el novio.

Por lo general suele haber un murmullo de charlas entre los alumnos cuando él entra en clase. Hoy están callados. Aunque no consigue creer que sepan lo que está en juego, está claro que todos esperan a ver qué hace con el intruso.

¿Y qué es lo que va a hacer? Lo que le pasó con el coche no es suficiente, salta a la vista. Es evidente que aún faltan cuotas por pagar. ¿Qué puede hacer? Pues tendrá que apretar los dientes y pagar, ¿qué, si no?

– Sigamos con Byron -dice a la vez que se lanza a consultar sus apuntes-. Tal como vimos la semana pasada, la notoriedad y el escándalo no solo afectaron la vida privada de Byron, sino el modo en que sus poemas fueron recibidos por el público lector. Byron, el hombre, se vio refundido en sus propias creaciones poéticas: Harold, Manfred e incluso don Juan.

El escándalo. Qué lástima que ese haya de ser el tema de su clase. Pero no está en las mejores condiciones para improvisar.

Mira de reojo a Melanie. Por lo general, es de las que toman nota sin parar. Hoy se la ve pálida, exhausta; permanece sentada muy quieta, absorta en su libro. Muy a su pesar, a él se le desboca el corazón y se apiada de ella. Pobrecilla, piensa, ¡y yo, que la he tenido acurrucada contra mi pecho!

Les ha indicado que lean «Lara». Sus notas tratan sobre «Lara». No hay forma humana de que rehuya ese poema. Lee en voz alta:

Y fue un forastero en este mundo palpitante, un espíritu errante, arrojado de algún otro; fue un bulto de oscuras imaginaciones, que porque quiso dieron forma a los peligros que él evitó por azar.

– ¿Hay alguien que quiera glosar estos versos? ¿Quién es ese «espíritu errante»? ¿Por qué se hace llamar «un bulto»? ¿De qué otro mundo proviene?

Hace ya tiempo que dejó de sorprenderse ante el grado de ignorancia de sus alumnos. Poscristianos, posthistóricos, postalfabetizados, lo mismo daría si ayer mismo hubieran roto el cascarón. Por eso no cuenta con que ninguno sepa nada sobre los ángeles caídos, ni sobre las fuentes en las que Byron pudo inspirarse. Lo que sí espera es una ronda de disparos a ciegas, de suposiciones hechas con buena intención, que, con suerte, él podrá guiar hasta que acierten en la diana. Hoy sin embargo se topa con el silencio, un silencio terco, que se organiza de manera palpable en torno al desconocido que sigue sentado entre todos ellos. No van a decir nada, no van a jugar de acuerdo con sus reglas del juego, al menos mientras haya un desconocido que los oiga y los juzgue y los vilipendie.