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– Lucifer -dice-. El ángel arrojado del paraíso. Poca cosa sabemos sobre el modo en que viven los ángeles, pero podemos dar por hecho que no necesitan oxígeno, que no palpitan. Allá en el paraíso, el ángel de las tinieblas, Lucifer, no tenía que respirar, no palpitaba. De repente, sin previo aviso, se encuentra expulsado en este extraño «mundo palpitante» en el que vivimos. «Errante»: dícese del individuo

que e ge su propio camino, que vive peligrosamente, que

incluso ronda adrede el peligro. Sigamos leyendo.

El chico no ha mirado el texto ni una sola vez. Por el contrario, con una sonrisilla en la boca, una sonrisilla en la que se nota, aunque sea de refilón, un aire de desconcierto, está pendiente de sus palabras.

– Así pues, ¿qué clase de ser es el tal Lucifer?

A esas alturas, los alumnos con toda seguridad deben de percibir la corriente que pasa entre ellos, entre él y el muchacho. Solamente a él, a ese chico, ha sido formulada esa pregunta; como si estuviera dormido y acabara de ser convocado, el muchacho responde.

– Hace lo que le viene en gana. Le da lo mismo que sea bueno o malo. Si le apetece, lo hace.

– Exacto. Sea bueno o malo, si le apetece lo hace. No actúa por principios, sino por impulsos. Y la fuente de sus impulsos es algo que, para él, permanece en la oscuridad. Leamos unos cuantos versos más adelante: «No era de la cabeza su locura, sino del corazón». Un loco del corazón. ¿Y qué significa estar loco del corazón?

Empieza a preguntar más de la cuenta. Al muchacho le gustaría seguir algo más allá su intuición, de eso él se da perfecta cuenta. Le apetece demostrar que no solo entiende de motos y de ropas llamativas. Y es posible que sea cierto, pero allí, en el aula, ante tantos desconocidos, las palabras no acuden a sus labios. Menea la cabeza.

– No importa. Fijaos en que no se nos pide que condenemos a este ser que está loco del corazón, este ser en el que parece haber algo connaturalmente contrahecho. Muy al contrario, se nos invita a comprenderlo, e incluso a tomarle simpatía. Pero la simpatía tiene un límite. Aunque viva entre nosotros, no es uno de nosotros. Es exactamente lo que él mismo se ha llamado: un bulto, esto es, un monstruo. A la sazón, según sugiere Byron, no será posible amarlo, o no al menos en el sentido más profundo y más humano del término. Está condenado a la soledad.

Con las cabezas gachas, todos toman nota de sus palabras. Byron, Lucifer, Caín: para ellos, todo viene a ser lo mismo.

Terminan el poema. Da por concluida la clase antes de la hora; les encarga los primeros cantos de Don Juan para la próxima clase. Cuando están todos aún presentes, la llama:

– Melanie, ¿puedo hablar contigo un momento?

Con la cara contraída, agotada, se presenta ante él. De nuevo nota que se le desboca el corazón por ella. Si estuvieran a solas la abrazaría, trataría de darle ánimos. Palomita mía, la llamaría.

– ¿Vamos a mi despacho? -dice en cambio.

Pudo en ocasiones renunciar a su bien por el bien ajeno, pero no por compasión, ni porque debiera, sino porque alguna extraña perversión del pensamiento lo llevó a seguir adelante con secreto orgullo y hacer lo que pocos o ninguno hubieran osado; ese mismo impulso, en el momento de la tentación, así también engañaría su espíritu arrimándolo al crimen.

Con el novio pisándoles los talones, la lleva por la escalera que conduce a su despacho.

– Espera ahí -dice al chico, y cierra la puerta.

Melanie se sienta delante de él, con la cabeza gacha.

– Querida mía -le dice-, estoy seguro de que lo estás pasando mal, lo sé, y no quisiera por nada del mundo ponerte las cosas más difíciles. Pero ahora debo hablarte como profesor. Tengo obligaciones con mis alumnos, con todos ellos. Lo que haga o deje de hacer tu amigo fuera del campus universitario es asunto suyo, pero yo no puedo permitir que venga a perjudicar mis clases. Haz el favor de decírselo de mi parte.

»En cuanto a ti, vas a tener que dedicar más tiempo a tus trabajos de clase. Vas a tener que asistir a clase con más frecuencia. Y vas a tener que hacer el examen al que no viniste.

Ella lo mira desconcertada, alarmada incluso. Tú me has cortado el contacto con todos, parece deseosa de decir. Tú me has obligado a soportar tu secreto. Yo ya no soy solamente una alumna. ¿Cómo puedes hablarme de este modo?

Cuando consigue hablar, lo hace con una voz tan sumisa que él apenas acierta a oírla.

– No puedo examinarme. No he terminado las lecturas.

Lo que él desea decir no se puede decir, no se puede decir con decencia. Todo lo que puede hacer es darle una señal, y confiar en que ella lo entienda.

– Tú haz el examen, Melanie. Hazlo como todos los demás. Lo de menos es que no estés preparada; lo que importa es que lo dejes hecho. A ver, fijemos una fecha. ¿Qué te parece el lunes que viene a la hora del almuerzo? Así tendrás todo un fin de semana para terminar las lecturas.

Ella alza el mentón y lo mira a los ojos desafiante. O no ha entendido, o es que rechaza su oferta.

– El lunes, aquí mismo. En mi despacho -repite.

Ella se pone en pie y se echa el bolso al hombro.

– Melanie, tengo mis responsabilidades. Al menos cumple con las formalidades, no hagas que se complique la situación más de lo necesario.

Responsabilidades: ella no dignifica esa palabra con una respuesta.

Esa misma noche, cuando vuelve a casa después de asistir a un concierto, para el coche ante un semáforo en rojo. Pasa a su lado una motocicleta al ralentí, una Ducati plateada sobre la que viajan dos figuras de negro. Van con casco, pero pese a todo los reconoce. Melanie va sentada detrás con las rodillas muy separadas y la pelvis arqueada. Nota un repentino aguijonazo de lujuria. ¡Yo he estado ahí!, piensa. De pronto, la motocicleta arranca con un rugido y se los lleva.

5

No se presenta al examen convocado para el lunes. En cambio, él encuentra en su casillero un impreso oficial de renuncia: «La alumna 7710101 SAM, la señorita. M. Isaacs, ha renunciado a su matrícula de COM 312 con efecto inmediato».

Apenas transcurre una hora cuando desde centralita le pasan una llamada telefónica a su despacho.

– ¿Profesor Lurie? ¿Tiene unos minutos, por favor? Me llamo Isaacs, le llamo desde George. Mi hija es alumna suya, no sé si se acuerda de Melanie.

– Sí.

– Profesor, quisiera saber si no podría usted ayudarnos. Melanie ha sido muy buena estudiante, y ahora dice que va a dejar los estudios. Para nosotros esto ha supuesto un golpe terrible.

– No estoy seguro de entenderle…

– Dice que quiere abandonar sus estudios y encontrar un trabajo. Me parece que es echarlo todo por la borda después de haber estudiado tan duro durante tres años en la universidad y haber obtenido tan buenas calificaciones, justo cuando le faltaba tan poco para terminar. Me pregunto si puedo pedirle, profesor, que tenga una conversación con ella, que trate de hacerle ver las cosas con claridad, que entre en razón.

– ¿No ha hablado usted con Melanie? ¿Sabe usted qué motivo puede haber tras esta decisión?

– Hemos pasado todo el fin de semana hablando por teléfono con ella, pero no hemos conseguido sacar nada en claro. Debe de estar muy involucrada en una obra de teatro en la que actúa, así que puede ser que sufra, no sé, un exceso de trabajo, o algo de estrés. Siempre se toma las cosas muy en serio, profesor. Ella es así, se implica a fondo en todo lo que hace. Pero creo que si usted quisiera hablar con ella, a lo mejor podría convencerla de que se lo replantease. Ella le tiene muchísimo respeto. No queremos que eche a perder todos estos años que lleva estudiando a cambio de nada.