– ¡Lo conseguimos! -jadeó Meredith mientras sus pies retumbaban sobre la madera.
– ¡No os detengáis! ¡Llegad al otro lado!
El puente crujió cuando lo cruzaron en una carrera tambaleante, las pisadas resonando sobre el agua. En cuanto saltó sobre la tierra apisonada de la otra orilla, Elena soltó por fin la manga de Bonnie y dejó que sus piernas se detuvieran con un traspié.
Meredith tenía el cuerpo doblado, con las manos sobre los muslos, y respiraba fatigosamente. Bonnie lloraba.
– ¿Qué era? ¿Qué era? -inquirió-. ¿Todavía viene?
– Pensaba que tú eras la experta -dijo Meredith con voz insegura-. Por el amor de Dios, Elena, vamonos de aquí.
– No, ahora ya pasó -susurró Elena.
Tenía lágrimas en los ojos y temblaba de pies a cabeza, pero el aliento caliente sobre su cogote había desaparecido. El río se extendía entre ella y aquello; las aguas eran un tumulto oscuro.
– No puede seguirnos aquí -siguió.
Meredith la miró fijamente, luego miró la otra orilla con sus robles apiñados, a continuación miró a Bonnie. Se humedeció los labios y lanzó una breve carcajada.
– Seguro. No puede seguirnos. Pero vayamos a casa de todos modos, ¿vale? A menos que tengáis ganas de pasar la noche aquí fuera.
Una especie de sensación indescriptible recorrió a Elena con un estremecimiento.
– No, gracias -contestó, y rodeó con un brazo a Bonnie, que seguía gimoteando-. Ya pasó, Bonnie. Estamos a salvo ahora. Vamos.
Meredith volvió a mirar al otro lado del río.
– ¿Sabes?, no veo nada ahí atrás -dijo con la voz más tranquila-. A lo mejor no había nada detrás de nosotras, al fin y al cabo; a lo mejor, sencillamente nos entró el pánico y nos asustamos sin motivo. Con un poco de ayuda de la sacerdotisa druida que tenemos aquí.
Elena no dijo nada cuando empezaron a andar, manteniéndose muy juntas en el sendero de tierra. Pero se hacía preguntas. Se hacía muchas preguntas.
Capítulo 5
La luna llena brillaba de pleno cuando Stefan regresó a la casa de huéspedes. Estaba mareado, casi tambaleante, tanto por la fatiga como por la superabundancia de sangre que había consumido. Había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se había permitido alimentarse tan copiosamente. Pero el estallido de Poder en bruto junto al cementerio lo había contagiado de su frenesí, echando por tierra su ya debilitado control. Seguía sin saber con seguridad de dónde había salido el Poder. Había estado observando a las muchachas humanas desde su puesto en las sombras cuando éste estalló por detrás de él, haciendo huir a las jóvenes, y se había visto atrapado entre el temor de que éstas fueran a parar al río y el deseo de sondear aquel Poder y descubrir su procedencia. Al final, la había seguido a ella, incapaz de arriesgarse a que resultara herida.
Algo negro había volado en dirección a los árboles mientras las humanas alcanzaban la protección del puente, pero ni siquiera los sentidos nocturnos de Stefan pudieron descifrar de qué se trataba. Había vigilado mientras ella y las otras dos marchaban en dirección a la ciudad. Luego había regresado al cementerio.
Estaba vacío entonces, purgado de lo que fuera que había estado allí. Sobre el suelo yacía una fina tira de tela que a unos ojos corrientes les habría parecido gris en la oscuridad. Pero él vio su auténtico color, y mientras la arrugaba entre los dedos, alzándola despacio hasta tocar sus labios, olió el aroma de los cabellos de la muchacha.
Los recuerdos lo asaltaron. Ya era bastante terrible cuando se hallaba fuera de su vista, cuando el sereno resplandor de su mente sólo martirizaba los bordes de su consciencia. Pero estar en la misma aula que ella en la escuela, sentir su presencia detrás de él, oler la embriagadora fragancia de su piel a su alrededor, era casi más de lo que podía soportar.
Había escuchado cada queda respiración de la joven, sentido su calidez irradiando sobre su espalda, percibido cada latido de su melodioso pulso. Y finalmente, con gran horror por su parte, se había encontrado cediendo a ello. Su lengua se había deslizado arriba y abajo sobre sus colmillos, deleitándose con el placer-dolor que crecía allí, alentándolo. Había aspirado su olor por la nariz de un modo deliberado, y dejado que las visiones acudieran, imaginándolo todo. Lo suave que sería su cuello, y cómo sus labios irían a su encuentro con igual suavidad al principio, depositando diminutos besos aquí y allí, hasta que alcanzaran el blando hueco de su garganta. Cómo se acurrucarían allí, en el lugar donde el corazón de la joven latía con tanta fuerza contra la delicada piel. Y cómo por fin sus labios se abrirían, se apartarían de los ansiosos dientes afilados como pequeñas dagas y…
No. Había salido de su trance con una sacudida, su propio pulso latiendo irregularmente, el cuerpo estremecido. Habían dado por finalizada la clase, a su alrededor todo era movimiento, y sólo podía esperar que nadie le hubiese estado observando con demasiada atención.
Cuando ella le había hablado, había sido incapaz de creer que pudiera mirarla a la cara mientras sus venas ardían y toda su mandíbula superior suspiraba por ella. Por un momento había temido que su control se quebraría, que la sujetaría por los hombros y la tomaría delante de todos ellos. No tenía ni idea de cómo había podido escapar, sólo que algo más tarde estaba canalizando su energía en forma de duro ejercicio, vagamente consciente de que no debía utilizar los Poderes. No importaba; incluso sin ellos era en todos los aspectos superior a los muchachos mortales que competían con él en el campo de rugby. Su visión era más aguda, los reflejos más veloces, los músculos, más fuertes. En seguida, una mano le había palmeado la espalda y la voz de Matt había sonado en sus oídos:
– ¡Felicidades! ¡Bienvenido al equipo!
Al contemplar aquel rostro franco y sonriente, Stefan se había sentido invadido por la vergüenza. «Si supieras lo que soy, no me sonreirías -había pensado sombrío-. He ganado esta competición vuestra mediante engaños. Y la chica a la que amas…, porque la amas, ¿verdad?, está en mis pensamientos justo ahora.»
Y había permanecido en ellos a pesar de todos sus esfuerzos por desterrarla aquella tarde. Había ido a parar al cementerio ciegamente, arrancado del bosque por una fuerza que no comprendía. Una vez allí, la había vigilado, luchando consigo mismo, luchando contra el ansia, hasta que el estallido de Poder la había hecho huir a ella y a sus amigas. Y luego había regresado a casa…, pero no hasta después de alimentarse. Después de haber perdido el control.
Era incapaz de recordar cómo había sucedido exactamente, cómo había permitido que sucediera. Aquella llamarada de Poder lo había provocado, despertando cosas en su interior que era mejor dejar que durmieran. La necesidad de cazar. El ansia por la caza, por el olor a miedo y el salvaje triunfo de caer sobre la presa. Hacía años -siglos- que no sentía el ansia con tanta fuerza. Sus venas habían empezado a arder como el fuego. Y todos sus pensamientos se habían vuelto rojos: era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera el cálido sabor cúprico, la efervescencia vital de la sangre.
Con aquella excitación rugiendo aún en su interior, había dado un paso o dos tras las muchachas. ¿Qué podría haber sucedido de no haberse cruzado en su camino el anciano? Era mejor no pensarlo. Cuando llegó al final del puente, sus orificios nasales se habían ensanchado ante el olor fuerte y característico a carne humana.
Sangre humana. El elixir supremo, el vino prohibido. Más embriagador que cualquier licor, la humeante esencia de la vida misma. Y estaba tan cansado de oponerse al ansia…