Elena reflexionó sobre ello, fascinada por una visión de Stefan que no había considerado antes. Él siempre parecía tan controlado, tan calmado e imperturbable… Pero, por otra parte, sabía que ella también causaba esa impresión a otras personas. ¿Sería posible que en el fondo él se sintiera tan confuso e infeliz como ella?
Fue entonces cuando tuvo la idea, y era ridiculamente simple. Nada de ardides complicados, nada de tormentas eléctricas o coches que se averian.
– Matt -dijo despacio-, ¿no crees que sería una buena cosa si alguien consiguiera franquear ese muro? ¿Una buena cosa para Stefan, me refiero? ¿No crees que sería lo mejor que podría sucederle?
Alzó los ojos para mirarle intensamente, deseando que comprendiera.
El la miró fijamente un instante, luego cerró los ojos brevemente y sacudió la cabeza con incredulidad.
– Elena -dijo-, eres increíble. Haces bailar a la gente a tu son y no creo que te des cuenta siquiera de que lo haces. Y ahora vas a pedirme que haga algo para ayudarte a tenderle una emboscada a Stefan, y yo soy tan imbécil que podría incluso aceptar hacerlo.
– No eres un imbécil, eres un caballero. Y sí, quiero pedirte un favor, pero sólo si consideras que es correcto. No quiero hacerle daño a Stefan, y no quiero hacerte daño a ti.
– ¿No quieres?
– Claro que no. Ya sé cómo debe de sonar eso, pero es cierto. Sólo quiero… -Volvió a interrumpirse; ¿cómo podía explicar lo que quería cuando ni siquiera lo comprendía ella misma?
– Sólo quieres que todo el mundo y todo giren alrededor de Elena Gilbert -repuso él con amargura-. Únicamente quieres todo lo que no tienes.
Horrorizada, retrocedió y le miró. Sintió un nudo en la garganta y sus ojos se llenaron de lágrimas ardientes.
– No lo hagas -dijo él-. Elena, no pongas esa expresión. Lo siento. -Suspiró-. De acuerdo, ¿qué es lo que se supone que debo hacer? ¿Atarlo de pies y manos y arrojarlo ante tu puerta?
– No -respondió ella, intentando aún obligar a las lágrimas a regresar a su lugar de origen-. Sólo quería que consiguieras que acudiera al baile de inicio de curso de la semana próxima.
Matt mostró una expresión curiosa.
– Sólo quieres que esté en el baile.
Elena asintió.
– De acuerdo. Estoy seguro de que estará allí. Y, Elena… a mí no me apetece llevar a nadie más que a ti.
– De acuerdo -respondió ella tras unos instantes-. Y, bueno, gracias.
La expresión de Matt seguía siendo peculiar.
– No me des las gracias, Elena. No es nada… en realidad.
La muchacha seguía intentando comprender aquella expresión cuando él dio media vuelta y se alejó por el pasillo.
– Quédate quieta -dijo Meredith, dando al cabello de Elena un tirón reprobatorio.
– Sigo pensando -comentó Bonnie desde el banco situado al pie de la ventana- que los dos fueron maravillosos.
– ¿Quiénes? -murmuró Elena distraídamente.
– Como si no lo supieras -dijo Bonnie-. Esos dos chicos tuyos que consiguieron un milagro de última hora en el partido de ayer. Cuando Stefan atrapó ese último pase, pensé que iba a desmayarme. O a vomitar.
– Vamos, por favor -intervino Meredith.
– Y Matt… Ese chico es simplemente poesía en movimiento…
– Y ninguno de ellos es mío -declaró Elena, categórica.
Bajo los dedos expertos de Meredith, sus cabellos se estaban convirtiendo en una obra de arte, una suave masa de oro ensortijado. Y el vestido era perfecto; el pálido tono violeta resaltaba el color de sus ojos. Pero incluso para sus adentros se veía con un aspecto pálido y férreo, no suavemente sonrojado por la emoción, sino blanco y decidido, como un soldado jovencísimo al que envían a primera línea del frente.
De pie en el campo de rugby, el día anterior, cuando anunciaron su nombre como Reina de la Fiesta de Inicio de Curso, sólo había tenido una idea en la cabeza. Él no podría negarse a bailar con ella. Si es que aparecía en el baile, no podía rechazar a la Reina del Baile. Y de pie ante el espejo en aquellos momentos, volvió a repetírselo a sí misma.
– Esta noche tendrás a todo aquel que desees -decía Bonnie en tono tranquilizador-. Y, escucha, cuando te deshagas de Matt, ¿puedo llevármelo y consolarlo?
– ¿Qué pensará Raymond? -inquirió Meredith con un resoplido.
– Bueno, tú puedes consolarlo a él. Pero, realmente, Elena, me gusta Matt. Y una vez que te centres en Stefan, tu grupito de tres va a resultar un poco abarrotado. Así que…
– Como quieras. Matt merece un poco de consideración.
«Desde luego, no la está obteniendo de mí», pensó Elena, que todavía no podía creer lo que le estaba haciendo. Pero precisamente en aquellos momentos no podía permitirse cuestionarse a sí misma; necesitaba toda su energía y concentración.
– Ya está. -Meredith colocó el último pasador en el cabello de Elena-. Ahora, miradnos: la Reina del Baile de Inicio de Curso y su corte…, o parte de ella al menos. Nos estamos guapísimas.
– ¿Es ése el «nos» mayestático? -preguntó Elena en tono burlón, pero era cierto.
Estaban guapísimas. El vestido de Meredith era de un majestuoso raso color burdeos, muy ceñido a la cintura y que se desplegaba en forma de pliegues desde las caderas. Llevaba la oscura melena suelta sobre la espalda. Y Bonnie, cuando se levantó y fue a reunirse con sus amigas frente al espejo, era como una resplandeciente muñequita en tafetán rosa y lentejuelas negras.
En cuanto a ella misma… Elena escudriñó su imagen con ojo experto y volvió a pensar: «El vestido está bien». La única otra frase que le vino a la mente fue violetas escarchadas. Su abuela había tenido un tarro de ellas, flores auténticas sumergidas en azúcar cristalizado y congeladas.
Bajaron la escalera juntas, como habían hecho para cada baile desde séptimo curso; sólo que antes Caroline siempre las había acompañado. Elena reparó con vaga sorpresa en que ni siquiera sabía con quién iba a ir Caroline esa noche.
Tía Judith y Robert -que pronto sería tío Robert- estaban en la sala de estar con Margaret, que tenía puesto su pijama.
– Chicas, estáis preciosas -dijo tía Judith, agitada y nerviosa como si ella misma fuera al baile.
Besó a Elena y Margaret alzó los brazos para abrazarla.
– Estás muy bonita -dijo con la sencillez de sus cuatro años.
También Robert contemplaba a Elena. Pestañeó, abrió la boca y volvió a cerrarla.
– ¿Qué sucede, Bob?
– Ah -miró a tía Judith con aspecto turbado-. Bueno, en realidad se me acaba de ocurrir que Elena es una forma del nombre Helen. Pero ella lo escribe Elena, y por algún motivo pensé en otra Elena, en Elena de Troya.
– Hermosa y predestinada a morir -dijo Bonnie alegremente.
– Bueno, sí -repuso Robert, que no parecía nada alegre.
Elena no dijo nada.
Sonó el timbre de la puerta. Matt estaba en la entrada, con su acostumbrada chaqueta deportiva azul. Con él iban Ed Goff, el acompañante de Meredith, y Raymond Hernández, el de Bonnie. Elena buscó a Stefan.
– Probablemente ya esté allí -dijo Matt, interpretando su veloz mirada-. Escucha, Elena -Pero lo que fuera que estaba a punto de decir quedó interrumpido en medio de la charla de las otras parejas. Bonnie y Raymond fueron con ellos en el coche de Matt, y no dejaron de intercambiar agudezas durante todo el trayecto hasta el instituto.
La música salía al exterior por las puertas abiertas del auditorio. En cuanto abandonó el coche, una curiosa certeza embargó a Elena. Algo iba a suceder, comprendió, contemplando la masa cuadrada del edificio del instituto. La tranquila primera velocidad de las últimas semanas estaba a punto de pasar a la marcha directa.