Estoy lista, se dijo. Y esperó que fuera cierto.
Dentro, todo era un caleidoscopio de color y actividad. Matt y ella se vieron asediados en cuanto entraron, y a ambos les cayó una lluvia de cumplidos. El vestido de Elena… su cabello… sus flores. Matt era una leyenda en potencia: otro Joe Montana, una apuesta segura para una beca deportiva.
En el vertiginoso remolino que debería haberlo sido todo para ella, Elena no dejaba de buscar una cabeza morena.
Tyler Smallwood respiraba pesadamente sobre ella, oliendo a ponche y a chicle de menta, mientras su acompañante lucía una expresión asesina. Elena hizo caso omiso de él con la esperanza de que la dejara en paz.
El señor Tanner pasó ante ellos con un empapado vaso de papel y aspecto de estar siendo estrangulado por el cuello de su camisa. Sue Carson, la otra princesa de último curso de la fiesta, se acercó veloz y empezó a alabar su vestido. Bonnie estaba ya en la pista de baile, brillando bajo las luces. Pero Elena no vio a Stefan por ninguna parte.
Otra vaharada más de chicle de menta y vomitaría. Dio un codazo a Matt y huyeron a la mesa de los refrescos, donde el entrenador Lyman se lanzó a hacer un estudio crítico del partido. Parejas y grupos se acercaban a ellos, se quedaban unos pocos minutos y luego se retiraban para dejar sitio a los que aguardaban tanda. «Igual que si realmente fuéramos de la realeza», pensó Elena entusiasmada. Miró de soslayo para ver si Matt compartía su regocijo, pero él tenía la mirada fija a su izquierda.
Ella siguió su mirada. Y allí, medio oculta tras un grupo de jugadores de rugby, estaba la cabeza oscura que había estado buscando. Inconfundible, incluso bajo aquella tenue luz. Un estremecimiento la recorrió, más de dolor que de otra cosa.
– ¿Ahora qué? -preguntó Matt con expresión dura-. ¿Lo ato de pies y manos?
– No; voy a pedirle que baile conmigo, eso es todo. Aguardaré hasta que nosotros hayamos bailado primero, si quieres.
Él negó con la cabeza, y ella marchó en dirección a Stefan por entre la multitud.
Pieza a pieza, Elena fue registrando información sobre él mientras se aproximaba. Su americana negra tenía un corte sutilmente distinto del de las que llevaban los otros muchachos, más elegante, y llevaba un suéter de cachemir blanco debajo de ella. Se mantenía muy quieto, un poco apartado de los grupos que lo rodeaban. Y, aunque sólo podía verle de perfil, reparó en que no llevaba puestas las gafas de sol.
Se las quitaba para jugar al rugby, desde luego, pero ella nunca le había visto de cerca sin ellas. Aquello la hizo sentir mareada y emocionada, como si aquél fuera un baile de disfraces y hubiese llegado el momento de quitarse las máscaras. Se concentró en su hombro, en la línea de la mandíbula, y entonces él empezó a volverse hacia ella.
En ese instante, Elena se dio cuenta de que era hermosa. No era sólo el vestido o el modo en que llevaba peinados los cabellos. Era hermosa en sí misma: esbelta, imperial, un objeto hecho de seda y fuego interior. Vio que los labios de él se abrían ligeramente, de forma refleja, y entonces alzó la vista para mirarle a los ojos.
– Hola.
¿Era ésa su propia voz, tan sosegada y segura de sí misma? Él tenía los ojos verdes. Verdes como hojas de roble en verano.
– ¿Lo pasas bien? -preguntó.
«Lo hago ahora». Él no lo dijo, pero ella supo que era lo que pensaba; lo veía en el modo en que la miraba fijamente. Jamás había estado tan segura de su poder. Excepto que en realidad no tenía el aspecto de estarlo pasando bien; parecía acongojado, lleno de dolor, como si no pudiera soportar ni un minuto más aquello.
La banda empezaba a tocar un baile lento. Él seguía contemplándola fijamente, empapándose de ella. Aquellos ojos verdes oscureciéndose, volviéndose negros de deseo… Tuvo la repentina sensación de que podría acercarla a él bruscamente y besarla con fuerza, sin decir ni una palabra en ningún momento.
– ¿Te gustaría bailar? -preguntó en voz baja.
«Estoy jugando con fuego, con algo que no comprendo», pensó de repente. Y en ese momento se dio cuenta de que estaba asustada. Su corazón empezó a latir violentamente. Era como si aquellos ojos verdes hablaran a alguna parte de ella que estaba enterrada muy por debajo de la superficie y aquella parte le gritara «peligro». Algún instinto más antiguo que la civilización le decía que corriera, que huyera.
No se movió. La misma fuerza que la aterraba la mantenía allí. Aquello estaba fuera de control, se dijo de improviso. Lo que sucedía allí, fuera lo que fuera, escapaba a su comprensión, no era nada normal ni cuerdo. Pero ya no se podía parar, e incluso aterrorizada disfrutaba con ello. Era el momento más intenso que había experimentado con un muchacho, pero no estaba sucediendo nada en absoluto; él se limitaba a contemplarla, como hipnotizado, y ella le devolvía la mirada, mientras la energía brillaba entre ellos como un rayo calorífico. Vio que sus ojos se oscurecían, derrotados, y sintió el salvaje salto de su propio corazón cuando él le tendió lentamente una mano.
Y entonces todo se hizo añicos.
– Vaya, Elena, qué encantadora estás -dijo una voz, y la visión de Elena quedó deslumbrada por reflejos dorados.
Era Caroline, los cabellos castaño rojizos intensos y lustrosos y la piel luciendo un bronceado perfecto. Llevaba un vestido confeccionado totalmente en lame dorado que mostraba una increíblemente osada extensión de aquella piel perfecta. Deslizó un brazo desnudo alrededor del de Stefan y le sonrió con indolencia. Resultaban deslumbrantes juntos, como una pareja de modelos internacionales que va a divertirse a un baile de escuela secundaria, mucho más glamurosos y sofisticados que cualquier otra persona en la sala.
– Y ese vestidito es tan mono… -prosiguió Caroline, mientras la mente de Elena seguía funcionando en automático.
Aquel brazo informalmente posesivo unido al de Stefan se lo decía todo: dónde había estado Caroline a la hora del almuerzo aquellas últimas semanas, qué había estado tramando durante todo aquel tiempo.
– Le dije a Stefan que sencillamente teníamos que pasarnos por aquí un momento, pero no vamos a quedarnos mucho tiempo. Así que no te importará que me lo quede para los bailes, ¿verdad?
Elena estaba extrañamente tranquila ahora, su mente era un vacío zumbante. Respondió que no, que desde luego no le importaba, y contempló cómo Caroline se alejaba, una sinfonía en castaño rojizo y oro. Stefan se marchó con ella.
Había un círculo de rostros alrededor de Elena; les dio la espalda y se topó con Matt.
– Sabías que venía con ella.
– Sabía que ella quería que lo hiciera. Le ha estado siguiendo por todas partes a la hora del almuerzo y después de clase, e imponiéndole más o menos su presencia. Pero…
– Ya veo.
Sumida aún en aquella curiosa calma artificial, escudriñó la multitud y vio a Bonnie que iba hacia ella, y a Meredith abandonando su mesa. Lo habían visto, entonces. Probablemente todo el mundo lo había visto. Sin una palabra a Matt, fue hacia ellas, encaminándose instintivamente hacia el baño de las chicas.
Estaba abarrotado de cuerpos femeninos, y Meredith y Bonnie mantuvieron sus comentarios alegres y superficiales mientras la miraban con preocupación.
– ¿Viste ese vestido? -dijo Bonnie, oprimiendo los dedos de Elena a escondidas-. La parte delantera debe de estar sujeta con cola de contacto. Y ¿qué se pondrá para el siguiente baile? ¿Celofán?
– Film transparente de envolver -repuso Meredith, y añadió en voz baja-: ¿Estás bien?
– Sí.
Elena pudo ver en el espejo que sus ojos estaban demasiado brillantes y que había una mancha de color ardiendo en cada mejilla. Se arregló los cabellos y se apartó.
La habitación se vació dejándolas a solas. Bonnie jugueteaba nerviosamente con el lazo de lentejuelas de su cintura.