Hubo una explosión de hojas, pero el cuervo remontó el vuelo indemne. Las alas eran enormes y hacían tanto ruido como toda una bandada de cuervos. Elena se acuclilló, repentinamente presa del pánico, cuando el ave aleteó justo por encima de su cabeza, alborotando sus cabellos rubios con el viento producido por las alas.
Pero volvió a alzarse abruptamente y describió un círculo, una silueta negra recortada en el cielo blanco como el papel. Luego, con un graznido ronco, giró y se marchó en dirección al bosque.
Elena se irguió despacio, luego miró en derredor, cohibida. No podía creer lo que acababa de hacer. Pero ahora que el pájaro se había ido, el cielo volvía a parecer normal. Un leve viento agitó las hojas, y Elena aspiró profundamente. Calle abajo, una puerta se abrió y varios niños salieron en tropel, riendo.
Elena les sonrió y volvió a tomar aire, sintiendo que una sensación de alivio la inundaba igual que la luz solar. ¿Cómo podía haber sido tan estúpida? Era un día hermoso, que prometía mucho, y nada malo iba a suceder.
Nada malo iba a suceder; excepto que llegaría tarde al instituto. Toda la pandilla la estaría aguardando en el aparcamiento.
Siempre podía contarles a todos que se había detenido para arrojarle piedras a un mirón, se dijo, y casi soltó una risita divertida. Eso sí les daría algo en que pensar.
Sin siquiera una mirada atrás al membrillo, empezó a andar tan de prisa como pudo calle abajo.
El cuervo se abrió paso violentamente por entre la parte superior de un roble enorme, y la cabeza de Stefan se alzó de golpe de un modo reflejo. Cuando vio que no era más que un pájaro, se relajó.
Sus ojos descendieron hasta la blanca figura flácida en sus manos, y notó que el rostro se le crispaba con pesar. No había querido matarlo. Habría cazado algo mayor que un conejo de haber sabido lo hambriento que estaba. Pero, claro, eso era justo lo que lo asustaba: no saber nunca lo fuerte que sería el hambre, o qué tendría que hacer para satisfacerla. Tenía suerte de haber matado sólo a un conejo en esa ocasión.
Se puso en pie bajo los viejos robles, con la luz del sol filtrándose hasta sus cabellos rizados. En téjanos y con una camiseta, Stefan Salvatore tenía todo el aspecto de un alumno normal y corriente de secundaria.
No lo era.
Se había internado en lo más profundo del bosque, donde nadie podría verlo, para alimentarse, y en aquellos momentos se pasaba la lengua a conciencia por encías y labios, para asegurarse de que no había ninguna mancha en ellos. No quería correr riesgos. Ya iba a ser bastante difícil llevar a cabo aquella mascarada.
Por un momento se preguntó, una vez más, si no debería dejarlo correr. Quizá debería regresar a Italia, de vuelta a su escondite. ¿Qué le hacía pensar que podía reincorporarse al mundo de la luz diurna?
Pero estaba cansado de vivir en sombras. Estaba cansado de la oscuridad y de las cosas que vivían en ella. Sobre todo, estaba cansado de estar solo.
No estaba seguro de por qué había escogido Fell's Church, en Virginia. Era una ciudad joven, según su criterio; los edificios más antiguos los habían levantado hacía sólo un siglo y medio. Pero recuerdos y fantasmas de la guerra de Secesión todavía vivían allí, tan reales como los supermercados y los locales de comida rápida.
Stefan apreciaba el respeto por el pasado y pensaba que podría llegar a gustarle la gente de Fell's Church. Y a lo mejor -sólo a lo mejor- podría encontrar un lugar entre ella.
Jamás le aceptarían por completo, desde luego. Una amarga sonrisa curvó sus labios ante la idea. Sabía bien que no podía esperar eso. Jamás habría un lugar al que pudiera pertenecer por completo, donde pudiera ser realmente él.
A menos que eligiera pertenecer a las sombras…
Desechó la idea violentamente. Había renunciado a la oscuridad; había dejado atrás las sombras. Estaba borrando todos aquellos largos años y empezando otra vez, hoy.
Advirtió que todavía sostenía el conejo. Con suavidad, lo depositó sobre el lecho de hojas secas de roble. A lo lejos, demasiado lejos para que el oído humano lo captara, reconoció los sonidos de un zorro.
«Apresúrate, camarada cazador -pensó entristecido-. Te espera el desayuno.»
Al echarse la chaqueta sobre los hombros, reparó en el cuervo que lo había perturbado antes. Seguía posado en el roble y parecía observarle. Había algo que resultaba impropio en él.
Empezó a lanzar un pensamiento de sondeo en su dirección, para examinar al ave, y se detuvo. «Recuerda tu promesa -pensó-. No usarás los Poderes a menos que sea absolutamente necesario. No a menos que no haya otra posibilidad.»
Moviéndose casi en silencio por entre las hojas y las ramitas secas, se encaminó hacia el linde del bosque. Su coche estaba aparcado allí. Miró hacia atrás una vez y vio que el cuervo había abandonado las ramas y saltado sobre el conejo.
Había algo siniestro en el modo en que extendía las alas sobre el cuerpo blanco y flácido, algo siniestro y triunfal. A Stefan se le hizo un nudo en la garganta y estuvo a punto de volver atrás para ahuyentar al pájaro. Con todo, tenía tanto derecho a comer como el zorro, se dijo.
Tanto derecho como él mismo.
Si volvía a tropezarse con el ave, echaría una mirada en su mente, decidió. Por el momento, apartó los ojos de él y corrió a través del bosque, con expresión decidida. No quería llegar tarde al instituto de secundaria Robert E. Lee.
Capítulo 2
En cuanto puso el pie en el aparcamiento del instituto, Elena se vio rodeada. Todo el mundo estaba allí, la pandilla que no había visto desde finales de junio, más cuatro o cinco advenedizas que esperaban obtener popularidad por asociación. Uno a uno aceptó los abrazos de bienvenida de su propio grupo.
Caroline había crecido al menos casi tres centímetros y resultaba más sensual y más parecida a una modelo de Vogue que nunca. Recibió a Elena con frialdad y volvió a retroceder con los verdes ojos entrecerrados como los de un gato.
Bonnie no había crecido en absoluto y su rizada cabeza roja apenas le llegaba a Elena a la barbilla cuando le arrojó los brazos al cuello. «Un momento… ¿rizos?», pensó Elena. Apartó a la menuda muchacha.
– ¡Bonnie! ¿Qué le has hecho a tu cabello?
– ¿Te gusta? Creo que me hace parecer más alta.
Bonnie se ahuecó el ya ahuecado flequillo y sonrió, los ojos castaños centelleando emocionados y el menudo rostro ovalado encendido.
Elena siguió adelante.
– Meredith. No has cambiado nada.
Aquel abrazo fue igualmente afectuoso por ambas partes. Había echado de menos a Meredith más que a nadie, se dijo Elena, mirando a la alta muchacha. Meredith jamás llevaba maquillaje; pero, por otra parte, con su perfecta tez aceitunada y sus espesas pestañas negras, no lo necesitaba. Justo en aquel momento tenía una elegante ceja enarcada mientras estudiaba a Elena.
– Bueno, tus cabellos son dos tonos más claros debido al sol… Pero ¿dónde está tu bronceado? Creía que te estabas dando la gran vida en la Costa Azul.
– Ya sabes que nunca me bronceo.
Elena le enseñó las manos para que las inspeccionara. La piel estaba impecable, igual que porcelana, pero casi tan blanca y traslúcida como la de Bonnie.
– Sólo un minuto; esto me recuerda algo -terció Bonnie, agarrando una de las manos de Elena-. ¡Adivinad qué aprendí de mi prima este verano! -Antes de que nadie pudiera hablar, ella misma comunicó triunfal-: ¡A leer las manos!
Se escucharon gemidos y algunas carcajadas.
– Reíd todo lo que queráis -replicó Bonnie, sin mostrarse afectada-. Mi prima me dijo que soy médium. Ahora, veamos…
Escrutó la palma de Elena.
– Date prisa o vamos a llegar tarde -dijo Elena, un tanto impaciente.
– De acuerdo, de acuerdo. Bien, ésta es tu línea de la vida… ¿o es la línea del corazón? -En el grupo, alguien lanzó una risita-. Silencio; estoy penetrando en el vacío. Veo… Veo… -de improviso, el rostro de Bonnie pareció desconcertado, como si se hubiera sobresaltado. Los ojos castaños se abrieron de par en par, pero ya no parecía contemplar la mano de Elena. Era como si mirara a través de ella… a algo aterrador.