Dejaron a Tyler incorporándose penosamente junto a la tumba de su antepasado. Elena sintió otro escalofrío cuando llegaron al sendero y Stefan giró en dirección al puente Wickery.
– He dejado mi coche en la casa de huéspedes -dijo-. Éste es el camino más rápido que tenemos para regresar.
– ¿Has venido por aquí?
– No; no he cruzado el puente. Pero no pasará nada.
Elena le creyó. Pálido y silencioso, el muchacho anduvo junto a ella sin tocarla, excepto cuando se quitó la americana para colocársela sobre los hombros desnudos. Se sentía curiosamente segura de que Stefan mataría a cualquiera que intentara meterse con ella.
El puente Wickery aparecía blanco bajo la luz de la luna, y por debajo las aguas heladas se arremolinaban sobre antiguas rocas. Todo el mundo estaba quieto, hermoso y frío mientras pasaban bajo los robles en dirección a la estrecha carretera rural.
Dejaron atrás pastos vallados y campos oscuros hasta alcanzar un largo camino curvo. La casa de huéspedes era un edificio enorme de ladrillo rojo óxido fabricado con la arcilla del lugar y estaba flanqueada por cedros y arces antiquísimos. Todas las ventanas excepto una estaban a oscuras.
Stefan abrió con la llave una de las puertas dobles y entraron en un pequeño vestíbulo, con un tramo de escaleras directamente frente a ellos. El pasamanos, igual que las puertas, era de auténtico roble claro, tan pulido que parecía refulgir.
Subieron la escalera hasta el rellano de un segundo piso que estaba pobremente iluminado. Ante la sorpresa de Elena, Stefan la condujo al interior de uno de los dormitorios y abrió lo que parecía la puerta de un armario. A través de ella distinguió una escalera muy estrecha y empinada.
Qué lugar más extraño, se dijo, con aquella escalera secreta enterrada en el corazón de la casa, adonde no podía llegar ningún sonido del exterior. Alcanzó lo alto de las escaleras y penetró en una gran habitación que constituía todo el tercer piso de la casa.
Estaba casi tan pobremente iluminada como la escalera, pero Elena pudo ver el manchado suelo de madera y las vigas al descubierto en el techo inclinado. Había ventanales en todos los lados, y muchos baúles desperdigados entre unas cuantas piezas de mobiliario de madera maciza.
Advirtió que él la observaba.
– ¿Hay algún cuarto de baño donde…?
Stefan le indicó con la cabeza una puerta. Ella se quitó la americana, se la tendió sin mirarle y entró.
Capítulo 8
Elena entró en el baño aturdida y vagamente agradecida. Salió enojada.
No estaba muy segura de cómo había tenido lugar la transformación; pero en algún momento mientras se lavaba los arañazos del rostro y los brazos, irritada por la falta de un espejo y el hecho de haberse dejado el monedero en el descapotable de Tyler, empezó a sentir otra vez. Y lo que sintió fue ira.
Maldito Stefan Salvatore. Tan frío y controlado incluso mientras le salvaba la vida. Maldita su educación y su galantería y los malditos muros de su alrededor que parecían más gruesos y altos que nunca.
Se quitó los pasadores que quedaban en su pelo y los usó para mantener cerrada la parte delantera del vestido. Luego se arregló rápidamente los cabellos, ahora sueltos, con un peine de hueso tallado que encontró junto al lavamanos. Salió del cuarto de baño con la barbilla bien alta y los ojos entrecerrados.
Él no se había vuelto a poner la americana y permanecía de pie junto a la ventana con su suéter blanco y la cabeza inclinada, tenso, aguardando. Sin alzar la cabeza, indicó una pieza de terciopelo oscuro colocada sobre el respaldo de una silla.
– Tal vez quieras ponerte esto sobre el vestido.
Era una capa de cuerpo entero, espléndida y suave, con una capucha. Elena se colocó la pesada tela sobre los hombros. Pero no se sintió aplacada por el obsequio; advirtió que Stefan no se había acercado para nada, ni tampoco la había mirado mientras hablaba.
Deliberadamente, invadió su territorio, envolviéndose más en la capa y sintiendo, incluso en aquel momento, el modo en que los pliegues caían a su alrededor, arrastrándose por el suelo tras ella. Fue hacia él y efectuó un examen del pesado tocador de caoba situado junto a la ventana.
Sobre él descansaban una daga siniestra con empuñadura de marfil y una hermosa copa de ágata engarzada en plata. También había una esfera dorada con una especie de dial incrustado y varias monedas sueltas de oro.
Tomó una de las monedas, en parte porque eran interesantes y en parte porque sabía que a él le molestaría verla tocar sus cosas.
– ¿Qué es esto?
Transcurrió un momento antes de que Stefan respondiera.
– Un florín de oro. Una moneda florentina.
– ¿Y esto qué es?
– Un reloj alemán en forma de colgante. Es de finales del siglo XV -dijo en tono angustiado, y añadió-: Elena…
Ella alargó la mano hacia un pequeño cofre de hierro con una tapa con bisagras.
– ¿Qué es esto? ¿Se abre?
– No.
Tenía los reflejos de un gato; su mano descendió violentamente sobre el cofre, manteniendo la tapa bajada.
– Esto es personal -dijo con la tensión muy patente en la voz.
Elena reparó en que la mano estaba en contacto sólo con la curvada tapa de hierro y no con su propia mano. Alzó los dedos, y él retrocedió al momento.
De improviso, su enojo fue demasiado grande para contenerlo por más tiempo.
– Ten cuidado -dijo con ferocidad-. No me toques, que a lo mejor pescas una enfermedad.
Stefan se apartó en dirección a la ventana.
Y sin embargo, incluso mientras ella se apartaba también, regresando al centro de la habitación, percibió cómo él observaba su reflejo. Y supo de inmediato qué debía parecerle a él, con los cabellos pálidos derramándose sobre la negrura de la capa y con una mano blanca sujetando el terciopelo cerrado a la altura de la garganta: una princesa mancillada dando vueltas en su torre.
Echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo para contemplar la trampilla del techo y escuchó una suave y clara inhalación. Cuando volvió la cabeza, la mirada de él estaba fija en su garganta, que había quedado al descubierto; la expresión de sus ojos la confundió. Pero al cabo de un instante el rostro se endureció, excluyéndola.
– Creo -dijo- que será mejor que te lleve a casa.
En ese instante deseó hacerle daño, hacerle sentir tan mal como él la hacía sentir a ella. Pero también quería la verdad. Estaba cansada de aquel juego, cansada de intrigar y conspirar e intentar leer la mente de Stefan Salvatore. Fue aterrador y a la vez un maravilloso alivio escuchar su propia voz pronunciando las palabras que había pensado durante tanto tiempo.
– ¿Por qué me odias?
La miró sorprendido, y por un momento no pareció capaz de encontrar palabras. Luego dijo:
– No te odio.
– Sí lo haces -replicó Elena-. Sé que no… no es de buena educación decirlo, pero no me importa. Sé que debería estarte agradecida por salvarme esta noche, pero tampoco me importa. No te pedí que me salvaras. Para empezar, ni siquiera sé por qué estabas en el cementerio. Y, desde luego, no comprendo por qué lo hiciste, teniendo en cuenta lo que sientes respecto a mí.
Él negaba con la cabeza, pero su voz era baja.
– No te odio.
– Ya desde el principio me has evitado como si yo fuera… fuera alguna especie de leprosa. Intenté ser simpática contigo, y me lo echaste en cara. ¿Es eso lo que hace un caballero cuando alguien intenta darle la bienvenida?
Él intentaba decir algo, pero ella siguió imparable, sin prestarle atención.
– Me desairaste en público una y otra vez; me has humillado en la escuela. No estarías hablando conmigo ahora si no se hubiera tratado de una cuestión de vida o muerte. ¿Es eso lo que hace falta para sacarte una palabra? ¿Es necesario que alguien esté a punto de ser asesinado?
»E incluso ahora -prosiguió ella con amargura- no quieres ni que me acerque a ti. ¿Qué te sucede, Stefan Salvatore, para que tengas que vivir así? ¿Para que tengas que alzar muros ante la gente para mantenerla fuera? ¿Para que no puedas confiar en nadie? ¿Qué es lo que te pasa?