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– ¿Vivirá? -preguntó él súbitamente.

– El doctor dijo que no tenía nada grave -respondió Matt-. Nadie ha sugerido siquiera que pudiera morir.

El gesto de asentimiento de Stefan fue brusco; luego se volvió hacia Elena.

– Tengo que irme -dijo-. Ahora estás a salvo.

Ella le cogió la mano cuando él se daba la vuelta.

– Claro que lo estoy -dijo-. Gracias a ti.

– Sí -respondió él.

Pero no hubo reacción en sus ojos, que estaban entornados, sin brillo.

– Llámame mañana.

Le oprimió la mano, intentando transmitir lo que sentía bajo el escrutinio de todos aquellos ojos vigilantes. Deseó que la comprendiera.

Él bajó la mirada a las manos de ambos sin mostrar la menor expresión, luego, lentamente, volvió a subirla hacia ella. Y entonces, por fin, le devolvió la presión de sus dedos.

– Sí, Elena -musitó mientras sus ojos se aferraban a los de ella.

Al minuto siguiente ya se había ido.

Elena aspiró profundamente y se volvió otra vez hacia la atestada habitación. Tía Judith seguía revoloteando a su alrededor, con la mirada fija en lo que podía verse del vestido desgarrado de su sobrina por debajo de la capa.

– Elena -dijo-, ¿qué sucedió?

Y sus ojos se dirigieron a la puerta por la que acababa de desaparecer Stefan.

Una especie de risa histérica ascendió vertiginosamente por la garganta de la joven, y ésta la contuvo.

– Stefan no lo hizo -dijo-. Él me salvó. -Sintió que su rostro se endurecía y miró al agente de policía situado detrás de tía Judith-. Fue Tyler. Tyler Smallwood…

Capítulo 9

Ella no era la reencarnación de Katherine.

Mientras conducía de regreso a la casa de huéspedes bajo la débil quietud lavanda que precede al amanecer, Stefan pensaba en eso.

Se lo había dicho, y era cierto, pero sólo en esos momentos empezaba a darse cuenta de cuánto tiempo le había costado llegar a esa conclusión. Había sido consciente de cada aliento y movimiento de Elena durante semanas y había catalogado cada diferencia.

El cabello era un tono o dos más claro que el de Katherine, y sus pestañas y cejas eran más oscuras. Las de Katherine habían sido casi plateadas. Y era un buen palmo más alta que Katherine. También se movía con mayor libertad; las chicas de esta época se sentían más cómodas con sus cuerpos.

Incluso sus ojos, aquellos ojos que lo habían dejado paralizado debido al sobresalto experimentado al verlos aquel primer día, no eran realmente iguales. Los ojos de Katherine, por lo general, habían estado muy abiertos, con un asombro infantil, o, por lo contrario, bajados hacia el suelo, como era lo correcto para una jovencita de finales del siglo XV. Sin embargo, los ojos de Elena te devolvían la mirada directamente, te contemplaban con fijeza y sin pestañear. Y en ocasiones se entrecerraban decididos o en desafío, como nunca lo habían hecho los de Katherine.

En gracia, belleza y auténtica fascinación eran parecidas. Pero si Katherine había sido una gatita blanca, Elena era una tigresa de las nieves.

Mientras pasaba con el coche junto a las siluetas de arces, Stefan reculó ante el recuerdo que le asaltó inopinadamente. No pensaría en aquello, no se permitiría…; pero las imágenes se desenrollaban ya ante él. Era como si el diario se hubiera abierto y no pudiera hacer otra cosa que contemplar impotente la página mientras la historia se representaba en su mente.

Blanco, Katherine había llevado un vestido blanco aquel día. Un vestido nuevo de seda veneciana con mangas acuchilladas para mostrar la bella camisa de hilo que llevaba debajo. Lucía un collar de oro y perlas alrededor del cuello y pendientes que eran perlas diminutas en forma de lágrimas.

Se había mostrado encantada con el vestido nuevo que su padre había encargado especialmente para ella.

Había dado vueltas frente a Stefan, alzando la falda que le llegaba hasta el suelo con una mano menuda para mostrar la enagua de brocado amarillo que llevaba debajo.

– Lo ves, incluso lleva bordadas mis iniciales. Papá lo mandó hacer. Mein lieber Papa

Su voz se apagó y dejó de dar vueltas, posando lentamente una mano en el costado.

– Pero ¿qué sucede Stefan? No sonríes.

Él no podía ni intentarlo. Verla a ella allí, blanca y dorada como una visión etérea, le dolía. Si la perdía, no sabía cómo podría vivir.

Sus dedos se cerraron convulsivamente alrededor del frío metal cincelado.

– Katherine, ¿cómo puedo sonreír, cómo puedo ser feliz cuando…?

– ¿Cuándo?

– Cuando veo cómo miras a Damon.

Ya está, lo había dicho. Prosiguió lleno de dolor:

– Antes de que él viniera a casa, tú y yo estábamos juntos cada día. Mi padre y el tuyo estaban satisfechos, y hablaban de planes de matrimonio. Pero ahora los días se acortan, el verano casi ha finalizado…, y pasas casi tanto tiempo con Damon como conmigo. La única razón por la que mi padre le permite permanecer aquí es porque tú lo pediste. Pero ¿por qué lo pediste, Katherine? Pensaba que yo te importaba.

Los ojos azules de la muchacha estaban consternados.

– Claro que me importas, Stefan. ¡Sabes que es así!

– Entonces, ¿por qué interceder por Damon ante mi padre? De no ser por ti, habría arrojado a Damon a la calle…

– Y yo estoy seguro de que eso te habría complacido, hermanito.

La voz de la puerta era suave y arrogante, pero cuando Stefan se volvió vio que los ojos de Damon llameaban.

– Ah, no, eso no es cierto -dijo Katherine-. Stefan jamás desearía verte lastimado.

Los labios de Damon se curvaron, y lanzó a su hermano una mirada irónica mientras se colocaba junto a Katherine.

– Tal vez no -le dijo a la joven, la voz suavizándose un poco-. Pero mi hermano tiene razón respecto a una cosa, al menos. Los días se acortan, y pronto tu padre abandonará Florencia. Y te llevará con él…, a menos que tengas una razón para quedarte.

A menos que tengas un esposo con el que quedarte. Las palabras no se pronunciaron, pero los tres las oyeron. El barón le tenía demasiado cariño a su hija para obligarla a casarse contra su voluntad. Al final tendría que ser la decisión de Katherine, la elección de Katherine.

Puesto que el tema había salido a colación, Stefan no podía permanecer en silencio.

– Katherine sabe que tendrá que dejar a su padre dentro de poco… -empezó, haciendo alarde de su información confidencial, pero su hermano le interrumpió.

– Ah, sí, antes de que el viejo empiece a sospechar -dijo Damon con indiferencia-. Incluso el más amante de los padres debe empezar a hacerse preguntas al ver que su hija sólo aparece por la noche.

Enojo y pena embargaron a Stefan. Era cierto, pues: Damon lo sabía. Katherine había compartido su secreto con su hermano.

– ¿Por qué se lo contaste, Katherine? ¿Por qué? ¿Qué ves en él, un hombre al que no le importa nada que no sea su propio placer? ¿Cómo puede hacerte feliz si piensa sólo en él?

– ¿Y cómo puede hacerte feliz ese muchacho si no conoce nada del mundo? -interpuso Damon, la voz llena de un desdén cortante como una cuchilla-. ¿Cómo te protegerá si jamás se ha enfrentado a la realidad? Se ha pasado la vida entre libros y pinturas; deja que permanezca ahí.

Katherine sacudía la cabeza afligida, con los preciosos ojos azules empañados por las lágrimas.

– Ninguno de vosotros comprende -dijo-. Pensáis que me puedo casar e instalarme aquí como cualquier dama florentina. Pero no puedo ser como las demás damas. ¿Cómo podría tener una casa llena de sirvientes que vigilaran todos mis movimientos? ¿Cómo podría vivir en un lugar donde la gente viera que los años no pasaban por mí? Jamás existirá una vida normal para mí.

Aspiró profundamente y miró a cada uno por turnos.