Eso no es cierto. O, al menos, si lo ha sido en el pasado, no voy a permitir que siga siendo verdad. Quiero…, bueno, esto va a parecer una solemne estupidez, pero quiero ser digna de Stefan. Sé que él no defraudaría a los chicos del equipo sólo por propia conveniencia. Quiero que esté orgulloso de mí.
Quiero que me ame tanto como yo le amo.
– ¡Date prisa! -gritó Bonnie desde la puerta del gimnasio.
Junto a ella aguardaba el conserje del instituto de secundaria, el señor Shelby.
Elena lanzó una última ojeada a las lejanas figuras del campo de rugby y luego, de mala gana, cruzó la pista para reunirse con Bonnie.
– Sólo quería decirle a Stefan adonde iba -dijo.
Tras una semana de estar con él, todavía sentía un estremecimiento de emoción con sólo pronunciar su nombre. Cada noche de aquella semana él había ido a su casa, apareciendo en la puerta cuando empezaba a caer la noche, con las manos en los bolsillos y llevando la americana con el cuello levantado. Por lo general daban un paseo bajo el crepúsculo o se sentaban en el porche a conversar. Aunque no se mencionaba, Elena sabía que era el modo de Stefan de asegurarse de que no estaban solos en la intimidad. Desde la noche del baile, él se había asegurado de ello. Protegiendo su honor, pensaba Elena con ironía y con una punzada de dolor, pues sabía en su corazón que ése no era el único motivo.
– Puede vivir una tarde sin ti -dijo Bonnie, insensible-. Si te pones a hablar con él jamás conseguirás marcharte, y a mí me gustaría llegar a casa a tiempo de poder cenar algo.
– Hola, señor Shelby -saludó Elena al conserje, que seguía aguardando pacientemente.
Ante su sorpresa, éste cerró un ojo, dedicándole un solemne guiño.
– ¿Dónde está Meredith? -añadió Elena.
– Aquí -dijo una voz detrás de ella, y Meredith apareció con una caja de cartón llena de carpetas de anillas y cuadernos de notas en los brazos-. He sacado el material de tu taquilla.
– ¿Ya estáis todas? -preguntó el señor Shelby-. Bien, pues ahora, chicas, dejad la puerta cerrada con llave, ¿me oís? De ese modo nadie puede entrar.
Bonnie se detuvo en seco.
– ¿Está seguro de que no hay nadie dentro ya? -inquirió con recelo.
Elena le asestó un empujón entre lo omóplatos.
– Date prisa -la imitó en un tono nada amable-. Quiero llegar a casa a tiempo para la cena.
– No hay nadie dentro -dijo el señor Shelby, haciendo una mueca por debajo del bigote-. Pero gritad si queréis algo, chicas. Estaré por aquí.
La puerta se cerró detrás de ellas con un curioso sonido inapelable.
– A trabajar -dijo Meredith con resignación, y depositó la caja en el suelo.
Elena asintió, mirando a un lado y a otro de la enorme habitación vacía. Cada año, el consejo de estudiantes organizaba una Casa Encantada para recaudar fondos. Elena había pertenecido al comité de decoración los últimos dos años junto con Bonnie y Meredith, pero era distinto ser presidenta. Tenía que tomar decisiones que afectarían a todo el mundo, y ni siquiera podía contar con lo que se había hecho en años anteriores.
Por lo general, la Casa Encantada se montaba en un almacén de maderas, pero con la creciente inquietud que reinaba en la ciudad se había decidido que el gimnasio de la escuela era más seguro. Para Elena significaba repensar todo el diseño interior, y ya faltaban menos de tres semanas para Halloween.
– Realmente, esto da bastante miedo -dijo Meredith en voz baja.
Sí que provocaba cierta inquietud estar en la enorme sala cerrada, se dijo Elena, que se encontró bajando también ella la voz.
– Vamos a medirlo primero -propuso.
Se movieron por la habitación, con sus pisadas resonando con un fuerte eco.
– De acuerdo -dijo Elena cuando terminaron-. Pongámonos a trabajar.
Intentó sacudirse de encima la sensación de inquietud, diciéndose que era ridículo sentirse nerviosa en el gimnasio del instituto, con Bonnie y Meredith a su lado y todo un equipo de rugby entrenando a menos de doscientos metros.
Las tres se sentaron en las graderías con bolígrafos y cuadernos en la mano. Elena y Meredith consultaron los esbozos de años anteriores mientras Bonnie mordía su bolígrafo y miraba en derredor pensativa.
– Bien, esto es el gimnasio -dijo Meredith, haciendo un rápido bosquejo en su cuaderno-. Y aquí es por donde la gente tendrá que entrar. Bueno, podríamos colocar el Cadáver Ensangrentado justo al final de todo… A propósito, ¿quién será el Cadáver Ensangrentado este año?
– El entrenador Lyman, creo. Hizo un buen trabajo el año pasado, y ayuda a mantener a los chicos del equipo a raya. -Elena señaló el bosquejo que habían hecho-. De acuerdo, dividiremos esto con un tabique para convertirlo en la Cámara de Tortura Medieval. Saldrán de ahí e irán directamente a la Habitación de los Muertos Vivientes…
– Creo que deberíamos tener druidas -dijo Bonnie bruscamente.
– ¿Tener qué? -preguntó Elena, y entonces, cuando Bonnie empezó a chillar «druuidas», agitó una mano para calmarla-. Muy bien, muy bien, lo recuerdo. Pero ¿por qué?
– Porque ellos fueron los que inventaron Halloween. De verdad. Empezó siendo uno de sus días sagrados, en el que encendían hogueras y sacaban nabos con caras talladas en ellos para mantener alejados a los malos espíritus. Creían que era el día en el que la frontera entre los vivos y los muertos era más fina. Y daban miedo, Elena. Realizaban sacrificios humanos. Podríamos sacrificar al entrenador Lyman.
– A decir verdad, ésa no es una mala idea -intervino Meredith-. El Cadáver Ensangrentado podría ser un sacrificio. Ya sabéis, en un altar de piedra, con un cuchillo y charcos de sangre por todas partes. Y entonces, cuando uno realmente está cerca, se incorpora de repente.
– Y te provoca un infarto -dijo Elena, pero tuvo que admitir que realmente era una buena idea, que definitivamente daba miedo.
Sentía ciertas náuseas sólo de pensar en ello. Toda esa sangre…, aunque en realidad sólo era salsa de tomate.
Sus compañeras también se habían quedado calladas. Del vestuario de los chicos, situado al lado, les llegaba el sonido de agua que corría y de taquillas cerrándose de un portazo, y por encima de todo ello voces confusas que gritaban.
– Terminó el entrenamiento -murmuró Bonnie-. Debe de haber oscurecido fuera.
– Sí, y nuestro héroe se está dando un buen baño -dijo Meredith, enarcando una ceja en dirección a Elena-. ¿Quieres echar una miradita?
– Ojalá -respondió ella, sólo medio en broma.
De algún modo, indefiniblemente, la atmósfera de la habitación se había ensombrecido. Justo en ese momento sí deseaba ver a Stefan y estar con él.
– ¿Habéis sabido algo más de Vickie Bennett? -preguntó de repente.
– Bueno -respondió Bonnie tras un instante-, oí que sus padres la iban a llevar a un psiquiatra.
– ¿Un loquero? ¿Por qué?
– Bueno…, imagino que piensan que esas cosas que contó eran alucinaciones de algún tipo. Y oí que sus pesadillas eran terribles.
– Ah -dijo Elena.
Los sonidos procedentes del vestuario masculino empezaban a apagarse, y oyeron cerrarse de golpe una puerta interior. «Alucinaciones -pensó-. Alucinaciones y pesadillas.» Por algún motivo, recordó de improviso aquella noche en el cementerio, aquella noche en la que Bonnie las había hecho correr huyendo de algo que ninguna de ellas podía ver.
– Será mejor que volvamos a la tarea -dijo Meredith.
Elena abandonó sus meditaciones con un estremecimiento y asintió.
– Po… podríamos tener un cementerio -sugirió Bonnie con cierta vacilación, como si hubiese estado leyendo los pensamientos de Elena-. En la Casa Encantada, quiero decir.