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– No -dijo Elena con severidad-. No, nos ceñiremos a lo que tenemos -añadió en voz más calmada, y volvió a inclinarse sobre su cuaderno.

Una vez más sólo se escuchó el sonido del suave rascar de bolígrafos y el susurrar del papel.

– Bien -dijo Elena por fin-. Ahora sólo tenemos que medir para las diferentes divisiones. Alguien tendrá que meterse detrás de las graderías… ¿Qué pasa ahora?

Las luces del gimnasio habían parpadeado y descendido a media potencia.

– Vaya, no -profirió Meredith, exasperada.

Las luces volvieron a parpadear, se apagaron y volvieron a encenderse muy tenuemente.

– No puedo leer ni una palabra -dijo Elena, contemplando con fijeza lo que en aquel momento parecía un pedazo de papel blanco sin nada más.

Alzó los ojos hacia Bonnie y Meredith y vio dos rostros blancos borrosos.

– Algo le debe de suceder al generador de emergencia -dijo Meredith-. Iré a buscar al señor Shelby.

– ¿No podemos acabar mañana? -inquirió Bonnie lastimeramente.

– Mañana es sábado -dijo Elena-. Y se suponía que debíamos tener esto hecho la semana pasada.

– Iré en busca de Shelby -volvió a decir Meredith-. Vamos, Bonnie, tú vienes conmigo.

– Podríamos ir todas… -empezó a decir Elena, pero Meredith la interrumpió.

– Si vamos todas y no le encontramos, entonces no podremos volver a entrar. Vamos, Bonnie, es sólo dentro del instituto.

– Pero está oscuro ahí.

– Está oscuro en todas partes, es de noche. Vamos ya, yendo dos no pasará nada. -Arrastró a una reacia Bonnie hasta la puerta-. Elena, no dejes entrar a nadie más.

– Como si tuvieras que decírmelo -respondió ella, abriéndoles la puerta y luego contemplando cómo daban unos pocos pasos pasillo adelante.

En cuanto empezaron a fundirse con la penumbra, volvió a retroceder al interior y cerró la puerta.

Bueno, aquello era un bonito lío, como acostumbraba a decir su madre. Elena fue hacia la caja de cartón que Meredith había traído y empezó a volver a apilar carpetas y cuadernos en su interior. Con aquella luz sólo los veía como formas vagas. No se oía ningún sonido, aparte de su propia respiración y el ruido que ella hacía. Estaba sola en la enorme habitación oscura…

Alguien la observaba.

No sabía cómo lo averiguó, pero estaba segura. Alguien estaba detrás de ella en el gimnasio a oscuras, vigilándola. «Ojos en la oscuridad», había dicho el anciano. Vickie también lo había dicho. Y en aquellos momentos había ojos puestos en ella.

Giró rápidamente de cara a la sala, forzando sus propios ojos para penetrar las sombras, intentando no respirar siquiera. Le aterraba que si hacía ruido lo que había allí la cogería. Pero no vio nada, no oyó nada.

Las graderías eran formas oscuras y amenazadoras que se extendían hasta perderse en la nada. Y en el extremo opuesto de la sala no había más que una neblina gris informe. Neblina oscura, se dijo, y sintió cada músculo terriblemente tenso mientras escuchaba con desesperación. Ah, cielos, ¿qué era aquel apagado sonido susurrante? Sin duda era su imaginación… Por favor, que fuera su imaginación.

De improviso, su mente se despejó. Tenía que salir de aquel lugar ya. Existía un peligro real allí, no era sólo una fantasía. Había algo allí fuera, algo malvado, algo que la quería a ella. Elena no estaba sola.

Algo se movió en las sombras.

El chillido se heló en su garganta. También tenía los músculos paralizados, inmovilizados por el terror… y por alguna fuerza innombrable. Impotente, observó en la oscuridad que la figura salía de las sombras e iba hacia ella. Parecía casi como si la misma oscuridad acabara de cobrar vida y se aglutinara tomando forma…, forma humana, la forma de un joven.

– Lo siento si te asusté.

La voz era agradable, con un leve acento que no consiguió identificar. No sonaba en absoluto como si lo sintiera.

El alivio fue tan repentino y total que resultó doloroso. Se dejó caer y oyó cómo su aliento salía en forma de suspiro.

No era más que un chico, algún antiguo alumno o un ayudante del señor Shelby. Un chico corriente que sonreía levemente, como si le divirtiera verla casi desmayarse.

Bueno…, tal vez no tan corriente. Era extraordinariamente apuesto. El rostro aparecía pálido bajo el artificial crepúsculo, pero pudo ver que las facciones estaban nítidamente definidas y eran casi perfectas bajo una mata de cabello oscuro. Aquellos pómulos eran el sueño de un escultor. Y había resultado casi invisible porque iba vestido de negro: botas blandas negras, vaqueros negros, suéter negro y chaqueta de cuero.

Y seguía sonriendo levemente. El alivio de Elena se transformó en enojo.

– ¿Cómo has entrado? -exigió-. ¿Y qué haces aquí? Se supone que no debe haber nadie más en el gimnasio.

– He entrado por la puerta -respondió él.

La voz era queda, culta, pero ella podía oír aún el dejo divertido y lo encontró desconcertante.

– Todas las puertas están cerradas con llave -dijo categórica y acusadora.

Él enarcó una ceja y sonrió.

– ¿Lo están?

Elena sintió otro estremecimiento de miedo, y los cabellos del cogote se le erizaron.

– Se suponía que debían estarlo -respondió con el tono de voz más frío que consiguió adoptar.

– Estás enfadada -dijo él solemne-. He dicho que lamentaba haberte asustado.

– ¡No estoy asustada! -soltó ella.

De algún modo se sentía estúpida delante de él, igual que una criatura a la que le sigue la corriente alguien mucho mayor y mejor informado. Eso la enfureció más.

– Simplemente me he sobresaltado -prosiguió-. Lo que no es ninguna sorpresa, contigo acechando en la oscuridad de ese modo.

– Cosas interesantes suceden en la oscuridad… a veces.

Seguía riéndose de ella; lo veía en sus ojos. Se había acercado un paso más, y Elena vio que aquellos ojos eran inusuales, casi negros, pero con una luz curiosa en ellos. Como si se pudiera mirar más y más en su interior hasta que uno caía dentro de ellos y seguía cayendo eternamente.

Elena advirtió que la miraba fijamente. ¿Por qué no se encendían las luces? Quería salir de allí. Se apartó, colocando el extremo de una gradería entre ellos, y apiló las últimas carpetas en la caja. Mejor olvidar el resto del trabajo por aquella noche. Todo lo que quería en aquel momento era irse.

Pero el continuo silencio la incomodaba. Él estaba simplemente allí de pie, sin moverse, observándola. ¿Por qué no decía algo?

– ¿Has venido en busca de alguien?

Se sintió molesta consigo misma por ser quien hablaba.

Él seguía contemplándola, aquellos ojos oscuros fijos en ella de un modo que la hacían sentir cada vez más incómoda. Tragó saliva.

– Ah, sí -murmuró él con los ojos puestos en sus labios.

– ¿Qué?

Había olvidado su pregunta y sus mejillas y su garganta se sonrojaban a medida que la sangre se acumulaba en ellas. Se sentía mareada. Si al menos dejara de mirarla…

– Sí, he venido aquí buscando a alguien -repitió él, no más alto que antes.

Luego, de un paso, avanzó hacia ella de modo que quedaron separados únicamente por la esquina de un asiento de la gradería.

Elena no podía respirar. El muchacho estaba muy cerca, lo bastante cerca como para tocarle. Podía oler una leve insinuación de colonia y el cuero de su chaqueta. Y los ojos del desconocido seguían reteniendo los suyos; la muchacha era incapaz de apartar la mirada. No se parecían a otros ojos que hubiese visto nunca: eran negros como la medianoche, con las pupilas dilatadas como las de un gato. Ocuparon su visión mientras él se inclinaba hacia ella, agachando la cabeza en dirección a la de ella. Elena sintió cómo sus propios ojos se medio cerraban, perdiendo enfoque, y también cómo su cabeza se echaba hacia atrás y sus labios se separaban.