¡No! Volvió la cabeza violentamente a un lado justo a tiempo y sintió como si acabara de apartarse del borde de un precipicio. «¿Qué estoy haciendo? -pensó conmocionada-. Estaba a punto de permitir que me besara. Un completo desconocido, alguien que he conocido hace apenas unos minutos.»
Pero eso no era lo peor. Durante aquellos pocos minutos, algo increíble había sucedido. Durante ese tiempo, había olvidado a Stefan.
Pero en aquel momento su imagen ocupaba su mente, y el ansia de tenerlo cerca era como un dolor físico en su cuerpo. Deseaba a Stefan, deseaba sus brazos a su alrededor, deseaba estar a salvo con él.
Tragó saliva, y los orificios nasales se dilataron mientras respiraba con fuerza. Intentó mantener la voz firme y circunspecta.
– Voy a irme ahora -dijo-. Si buscas a alguien, creo que será mejor que lo hagas en otra parte.
El la contemplaba de un modo curioso, con una expresión que ella no conseguía comprender. Era una mezcla de irritación, reticente respeto… y algo más. Algo ardiente y feroz que la asustó de un modo distinto.
El muchacho aguardó para responder hasta que la mano de ella estuvo en el pomo de la puerta, y su voz sonó queda pero seria, sin rastro de diversión.
– A lo mejor ya he encontrado a esa persona…, Elena.
Cuando se dio la vuelta, la muchacha no pudo ver nada en la oscuridad.
Capítulo 11
Elena corrió dando tumbos por el pasillo en penumbra, intentando visualizar lo que había a su alrededor. Entonces el mundo se iluminó repentinamente con un parpadeo y se encontró rodeada de familiares hileras de taquillas. Su alivio fue tan grande que estuvo a punto de gritar. Jamás había pensado que se sentiría tan contenta simplemente por el hecho de ver. Permaneció parada un instante para mirar a su alrededor agradecida.
– ¡Elena! ¿Qué haces aquí fuera?
Eran Meredith y Bonnie, que venían a toda prisa por el pasillo hacia ella.
– ¿Dónde habéis estado? -les preguntó con ferocidad.
Meredith hizo una mueca.
– No conseguíamos encontrar a Shelby. Y cuando por fin lo hicimos, estaba dormido. Hablo en serio -añadió ante la mirada incrédula de Elena-, dormido. Y no podíamos despertarle. Hasta que las luces regresaron no abrió los ojos. Entonces iniciamos el regreso hacia el gimnasio. Pero ¿qué haces tú aquí?
Elena vaciló.
– Me cansé de esperar -dijo con tanta jovialidad como le fue posible-. De todos modos, creo que hemos hecho suficiente trabajo por hoy.
– Ahora nos lo dices -replicó Bonnie.
Meredith no dijo nada, pero le dedicó a Elena una aguda mirada escrutadora, y ésta tuvo la desagradable sensación de que aquellos ojos oscuros veían por debajo de la superficie.
Todo el fin de semana, y a lo largo de la semana siguiente, Elena trabajó en planes para la Casa Encantada. Nunca disponía de tiempo suficiente para estar con Stefan, y eso resultaba frustrante, pero aún más lo era el mismo chico. Percibía su pasión por ella, pero también que él intentaba luchar contra ese sentimiento, negándose aún a estar a solas con ella. Y en muchos aspectos seguía siendo para Elena un misterio tan grande como lo había sido la primera vez que le vio.
Jamás hablaba de su familia o de su vida antes de llegar a Fell's Church, y si ella le hacía alguna pregunta, la desviaba. En una ocasión le preguntó si echaba de menos Italia y si lamentaba haberse ido de allí, y por un instante sus ojos se habían iluminado, el color verde centelleando como hojas de roble reflejadas en la corriente de un arroyo.
– ¿Cómo podría lamentarlo si tú estás aquí? -contestó, y la besó de un modo que hizo desaparecer toda pregunta de su mente.
En aquel momento, Elena supo lo que era ser totalmente feliz. También percibió la alegría que sentía él, y cuando Stefan se apartó ella vio que su rostro estaba radiante, como si el sol brillara a través de él.
– Elena -susurró.
Los buenos momentos eran así. Pero la había besado cada vez con menos frecuencia últimamente, y ella sentía que la distancia entre ambos se ensanchaba.
Aquel viernes, ella, Bonnie y Meredith decidieron pasar la noche en casa de los McCullough. El cielo era gris y amenazaba con llovizna mientras ella y Meredith marchaban hacia casa de Bonnie. Era inusualmente frío para ser mediados de octubre, y los árboles que bordeaban la tranquila calle habían sentido ya el mordisco de fríos vientos. Los arces eran una llamarada escarlata, mientras que los ginkgos mostraban un amarillo radiante.
Bonnie las recibió en la puerta.
– ¡Todo el mundo se ha ido! Tendremos la casa para nosotras hasta mañana por la tarde, cuando mi familia regrese de Leesburg. -Les hizo señas para que entraran, a la vez que trataba de agarrar al sobrealimentado pequinés que intentaba salir-. No, Yangtzé, quédate dentro. Yangtzé, no, ¡no lo hagas! ¡No!
Pero era demasiado tarde. Yangtzé había escapado y corría como una exhalación por el patio delantero hasta el solitario abedul, donde se puso a lanzar ladridos agudos en dirección a las ramas, agitando violentamente los michelines del lomo.
– Vaya, ¿qué persigue ahora? -dijo Bonnie, llevándose las manos a las orejas.
– Parece un cuervo -respondió Meredith.
Elena se quedó rígida. Dio unos cuantos pasos hacia el árbol y alzó la vista al interior de las doradas hojas. Y allí estaba. El mismo cuervo que ya había visto dos veces anteriormente. A lo mejor tres veces, se dijo, recordando la figura oscura que alzó el vuelo desde los robles en el cementerio.
Mientras lo contemplaba sintió que se le hacía un nudo de miedo en el estómago y que sus manos se quedaban heladas. El ave volvía a mirarla fijamente con su brillante ojillo negro, en una mirada casi humana. Aquel ojo… ¿Dónde había visto un ojo como aquél antes?
De improviso, las tres muchachas dieron un salto atrás cuando el cuervo lanzó un graznido áspero y agitó violentamente las alas, saliendo disparado del árbol hacia ellas. En el último momento descendió en picado en dirección al pequeño perro, que en aquellos momentos ladraba histéricamente. Pasó a centímetros de los colmillos del can y luego volvió a remontar el vuelo, sobrevolando la casa para desaparecer en los oscuros nogales situados más allá.
Las tres muchachas se quedaron allí de pie, paralizadas por el asombro. Luego Bonnie y Meredith se miraron una a la otra y la tensión se hizo añicos en forma de carcajadas nerviosas.
– Por un momento pensé que venía a por nosotras -dijo Bonnie, acercándose al indignado pequinés y arrastrándolo, ladrando aún, de vuelta dentro de la casa.
– También yo -respondió Elena con calma, y no se unió a las risas de sus amigas mientras las seguía al interior.
Una vez que Meredith y ella acabaron de guardar sus cosas, la tarde adoptó una pauta familiar. A Elena le resultaba difícil mantener su sensación de inquietud en la salita abarrotada de Bonnie frente a un buen fuego y con un tazón de chocolate caliente en la mano. Las tres no tardaron en estar discutiendo los últimos planes para la Casa Encantada y la joven se tranquilizó.
– Lo tenemos todo bien definido -dijo Meredith por fin-. Desde luego, hemos pasado tanto tiempo pensando en los disfraces de todo el mundo que ni siquiera hemos pensado en los nuestros.
– El mío es fácil -dijo Bonnie-. Seré una sacerdotisa druida, y sólo necesitaré una guirnalda de hojas de roble en el cabello y una túnica blanca. Mary y yo la podemos coser en una noche.
– Yo creo que seré una bruja -dijo Meredith, pensativa-. Todo lo que hace falta es un largo vestido negro. ¿Y tú, Elena?
Elena sonrió.
– Bueno, se suponía que era un secreto, pero… Tía Judith me dejó ir a una modista. Encontré una ilustración de un vestido de dama del Renacimiento en uno de los libros que usé para mi trabajo oral y lo estamos copiando. Es de seda veneciana, azul claro, y es realmente bonito.
– Suena precioso -dijo Bonnie-. Y caro.