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– Conocerás a un desconocido alto y moreno -murmuró Meredith desde detrás de ella y se escuchó un aluvión de risitas.

– Moreno sí, y un desconocido…, pero no alto -la voz de Bonnie sonaba baja y lejana.

– Aunque -prosiguió tras un instante, con aspecto perplejo-, fue alto en una ocasión. -Los abiertos ojos castaños se alzaron hacia Elena desconcertados-. Pero eso es imposible… ¿verdad? -Soltó la mano de su amiga, casi arrojándola lejos-. No quiero ver más.

– Muy bien, se acabó el espectáculo. Vamos -dijo Elena a las demás, vagamente irritada.

Siempre le había parecido que los trucos de las médiums no eran más que eso, trucos. Entonces, ¿por qué se sentía molesta? ¿Sólo porque aquella mañana casi le había dado un ataque…?

Las jóvenes iniciaron la marcha hacia el edificio de la escuela, pero el rugido de un motor puesto a punto con precisión las detuvo a todas en seco.

– Vaya -dijo Caroline, mirándolo fijamente-. Menudo coche.

– Menudo Porsche -la corrigió Meredith con sequedad.

El elegante Turbo 911 negro ronroneó por el aparcamiento, buscando un espacio mientras se movía perezosamente como una pantera acechando a su presa.

Cuando el automóvil se detuvo, la puerta se abrió y tuvieron una breve visión del conductor.

– ¡Oh, Dios mío! -murmuró Caroline.

– Ya puedes repetirlo -musitó Bonnie.

Desde donde se encontraba, Elena vio que el joven tenía un cuerpo delgado de musculatura plana. Llevaba unos vaqueros descoloridos que probablemente tenía que despegar del cuerpo por la noche, una camiseta ajustada y una chaqueta de cuero de un corte poco común. El cabello era ondulado… y oscuro.

No era alto, sin embargo. Tenía una altura corriente.

Elena soltó el aliento que había contenido.

– ¿Quién es ese hombre enmascarado? -preguntó Meredith.

El comentario era acertado: unas oscuras gafas de sol cubrían completamente los ojos del joven, ocultando el rostro como una máscara.

– Ese desconocido enmascarado -dijo alguien más y se elevó un murmullo de voces.

– ¿Veis esa chaqueta? Es italiana, seguro.

– ¿Cómo puedes saberlo? ¡Nunca has ido más allá de Little Italy de Nueva York!

– ¡Uh, ah! Elena vuelve a tener esa mirada. Esa expresión cazadora.

– Bajo-moreno-y-apuesto, será mejor que tengas cuidado.

– ¡No es bajo; es perfecto!

En medio del parloteo, la voz de Caroline se dejó oír de repente.

– Vamos, Elena. Tú ya tienes a Matt. ¿Qué más quieres? ¿Qué puedes hacer con dos que no puedas hacer con uno?

– Lo mismo… sólo que durante más tiempo -dijo Meredith arrastrando las palabras y el grupo prorrumpió en carcajadas.

El muchacho había cerrado el coche y caminaba hacia la escuela. Con indiferencia, Elena empezó a andar tras él, con las otras chicas justo detrás de ella en un grupo compacto. Por un instante, la irritación burbujeó en su interior. ¿Es que no podía ir a ninguna parte sin toda una procesión pisándole los talones? Pero Meredith atrajo su mirada, y la muchacha sonrió a pesar suyo.

– Noblesse oblige -dijo Meredith en voz baja.

– ¿Qué?

– Si vas a ser la reina del instituto, tienes que aguantar las consecuencias.

Elena torció el gesto mientras entraban en el edificio. Un largo pasillo se extendía ante ellas, y una figura en téjanos y chaqueta de cuero desaparecía en aquel momento por la entrada de la secretaría situada más allá. Elena aminoró el paso al acercarse a la secretaría, deteniéndose por fin para contemplar pensativa los mensajes del tablero de anuncios de corcho situado junto a la puerta. En aquel punto había una gran ventana desde la que resultaba visible toda la habitación.

Las otras chicas miraban descaradamente por la ventana y reían tontamente.

– Hermosa vista posterior.

– Ésa es sin lugar a dudas una chaqueta Armani.

– ¿Creéis que es de fuera del estado?

Elena aguzaba el oído para captar el nombre del muchacho. Parecía existir alguna especie de problema: la señora Clarke, la secretaria de admisiones, miraba una lista y negaba con la cabeza. El muchacho dijo algo, y la señora Clarke levantó las manos en un gesto que daba a entender: «¿Qué puedo hacer?». Deslizó un dedo por la lista y volvió a negar con la cabeza, de manera concluyente. El muchacho hizo intención de marcharse y luego dio la vuelta. Y cuando la señora Clarke alzó los ojos hacia él, su expresión cambió.

El desconocido tenía ahora las gafas de sol en la mano. La señora Clarke parecía sobresaltada por algo; Elena vio cómo pestañeaba varias veces. Los labios de la mujer se abrieron y cerraron como si intentara hablar.

Elena deseó poder ver algo más que el cogote del muchacho. La señora Clarke buscaba entre pilas de papel en aquellos momentos, con expresión aturdida. Por fin encontró alguna especie de formulario y escribió en él, luego lo giró y lo empujó hacia el muchacho.

Éste escribió brevemente en el impreso -firmándolo, probablemente- y lo devolvió. La señora Clarke lo miró fijamente durante un segundo, luego rebuscó en un nuevo montón de papeles, para finalmente entregarle lo que parecía un horario de clases. Sus ojos no se apartaron ni un momento del joven mientras éste lo tomaba, inclinaba la cabeza en agradecimiento y se dirigía hacia la puerta.

Elena estaba loca de curiosidad a aquellas alturas. ¿Qué acababa de suceder allí? ¿Y qué aspecto tenía el rostro de aquel desconocido? Pero mientras salía de la secretaría, él se colocaba ya otra vez las gafas de sol. La embargó la desilusión.

Con todo, pudo ver el resto de la cara cuando él se detuvo en la entrada. El cabello oscuro y rizado enmarcaba facciones tan delicadas que podían haber sido sacadas de una antigua moneda o un medallón romanos. Pómulos prominentes, una clásica nariz recta… y una boca capaz de mantenerte despierta por la noche, se dijo Elena. El labio superior estaba maravillosamente esculpido, con cierta sensibilidad y una gran cantidad de sensualidad. El parloteo de las chicas en el pasillo había cesado, como si alguien hubiese pulsado un interruptor.

La mayoría desviaba la mirada del muchacho ahora, ojeando a cualquier sitio excepto a él. Elena mantuvo su puesto junto a la ventana y sacudió la cabeza ligeramente, quitándose la cinta del pelo de modo que éste cayó suelto alrededor de los hombros.

Sin mirar ni a un lado ni a otro, el muchacho avanzó por el pasillo. Un coro de suspiros y susurros estalló en cuanto él ya no pudo oírlos.

Elena no oyó nada de todo ello.

Había pasado justo a su lado sin prestarle atención, se dijo, aturdida. Justo a su lado sin dirigirle ni una mirada.

Vagamente, advirtió que sonaba la campana y que Meredith tiraba de su brazo.

– ¿Qué?

– He dicho que aquí tienes tu horario. Tenemos matemáticas en el segundo piso, justo ahora. ¡Vamos!

Elena permitió que Meredith la empujara pasillo adelante, la hiciera subir un tramo de escaleras y la introdujera en un aula. Se instaló automáticamente en un asiento vacío y clavó los ojos en la profesora, que estaba delante, sin verla en realidad. La impresión aún no se había desvanecido.

Había pasado por su lado sin prestarle atención. Sin una mirada. No recordaba cuánto hacía que un muchacho había hecho eso. Todos miraban, como mínimo. Algunos silbaban. Algunos se detenían a hablar. Otros se limitaban a mirarla fijamente.

Y aquello siempre había complacido a Elena.

Al fin y al cabo, ¿había algo más importante que los chicos? Ellos eran el indicador de lo popular que eras, de lo bonita que eras. Y podían ser útiles para toda clase de cosas. En ocasiones resultaban excitantes, pero por lo general eso no duraba demasiado. A veces eran desagradables desde el principio.