– No te estaba invitando a ti, precisamente -dijo con impotencia, atrapada entre la indignación y la vergüenza-. ¿Qué hacías merodeando fuera de la casa de Bonnie?
Él sonrió. A la luz de la vela, su cabello negro brillaba casi como si fuera líquido, demasiado suave y delicado para ser cabello humano. Su rostro era muy pálido, pero al mismo tiempo totalmente cautivador. Y sus ojos atrajeron los de Elena y los retuvieron.
– Es tu hermosura, Elena/ como esas naves niceas de antes/ que por la mar calma y fragante…
– Creo que será mejor que te vayas ahora.
No quería que siguiera hablando. Su voz le producía sensaciones extrañas, la hacía sentir curiosamente débil, iniciaba una especie de fusión en su estómago.
– No deberías estar aquí. Por favor.
Alargó la mano hacia la vela, con la intención de cogerla y abandonarle allí, luchando contra la sensación de mareo que amenazaba con dominarla.
Pero antes de que pudiera sujetarla, él hizo algo extraordinario. Atrapó la mano que ella alargaba, no con brusquedad, sino con gentileza, y la sostuvo con sus fríos dedos delgados. Luego le giró la mano, inclinó la morena cabeza y le besó la palma.
– No… -musitó ella, estupefacta.
– Ven conmigo -dijo él, y la miró a los ojos.
– Por favor, no… -volvió a musitar ella, mientras el mundo daba vueltas a su alrededor.
Aquel joven estaba loco; ¿de qué hablaba? ¿Ir con él adonde? Pero se sentía tan mareada y desfallecida…
Él estaba de pie, sosteniéndola. Elena se recostó en él, sintió aquellos dedos fríos en el primer botón de la blusa sobre la garganta.
– Por favor, no…
– No pasa nada. Ya lo verás.
Le apartó la blusa del cuello, sosteniéndole la cabeza con la otra mano.
– No.
Repentinamente, la energía regresó a ella y se apartó violentamente de él, tropezando contra la silla.
– Te dije que te fueras, y lo decía en serio. ¡Vete… ahora!
Por un instante, una furia absoluta se agolpó en los ojos del joven, en forma de oscura oleada amenazante. Luego volvieron a tranquilizarse y a recuperar la frialdad y él le sonrió, con sonrisa veloz y radiante que apagó de nuevo instantáneamente.
– Me iré -dijo-. Por el momento.
Elena sacudió la cabeza y contempló cómo salía por las puertas vidrieras sin decir una palabra. Una vez se hubieron cerrado detrás de él, permaneció inmóvil en medio del silencio, intentando recuperar el aliento.
El silencio…, pero no debería haber silencio. Giró en dirección al reloj de pie perpleja y vio que se había detenido. Pero antes de poder examinarlo, oyó las voces exaltadas de Meredith y Bonnie.
Salió corriendo al vestíbulo, sintiendo la poco habitual debilidad en sus piernas mientras volvía a colocarse bien la blusa y la abotonaba. La puerta trasera estaba abierta, y vio dos figuras en el exterior, inclinadas sobre algo caído en el césped.
– ¿Bonnie? ¿Meredith? ¿Qué sucede?
Bonnie alzó la vista cuando Elena llegó junto a ellas. Tenía los ojos llenos de lágrimas.
– Elena, está muerto.
Con un horrorizado escalofrío, Elena bajó la mirada hacia el pequeño bulto a los pies de Bonnie. Era el pequinés, tumbado muy rígido de costado, con los ojos abiertos.
– Oh, Bonnie -dijo.
– Era viejo -dijo su amiga-, pero nunca esperé que se fuera tan aprisa. Apenas hace un poco que ladraba.
– Creo que será mejor que entremos -dijo Meredith, y Elena alzó los ojos hacia ella y asintió.
Esa noche no era adecuada para estar fuera en la oscuridad. Tampoco era una noche para invitar a entrar cosas del exterior. Lo sabía ahora, aunque seguía sin comprender qué había sucedido.
Fue al regresar a la sala de estar cuando advirtió que su diario había desaparecido.
Stefan alzó la cabeza del cuello suave como terciopelo de la hembra de gamo. El bosque estaba inundado de ruidos nocturnos, y no pudo estar seguro de cuál le había molestado.
Con el Poder de la mente de Stefan distraído, el ciervo salió de su trance, y el chico sintió cómo los músculos de la hembra se estremecían mientras intentaba incorporarse.
«Márchate, pues», pensó, recostándose y liberándola por completo. Con una contorsión y un empujón, el animal se levantó y huyó.
Había tenido suficiente. Quisquillosamente, se lamió las comisuras de la boca, sintiendo cómo los colmillos se retraían y perdían su filo, extremadamente sensibles como siempre tras una alimentación prolongada. Empezaba a resultarle difícil saber cuánto era suficiente. No había sentido mareos desde lo ocurrido junto a la iglesia, pero vivía temiendo su regreso.
Vivía con un miedo concreto: que recuperaría los sentidos un día, con la mente confusa, y se encontraría con el grácil cuerpo de Elena inerte en sus brazos, la fina garganta marcada con dos heridas rojas, el corazón detenido para siempre.
Eso era lo que podía esperar.
La sed de sangre, con toda su miríada de terrores y placeres, era un misterio para él, incluso en la actualidad. Aunque había vivido con ella diariamente durante siglos, seguía sin comprenderla. Como un humano vivo, sin duda se habría sentido repugnado, asqueado, por la idea de beber el sustancioso y cálido líquido directamente de un cuerpo vivo. Es decir, si alguien le hubiese propuesto tal cosa en tales términos.
Pero no se habían utilizado palabras esa noche, la noche en que Katherine le había cambiado.
Incluso después de todos esos años, el recuerdo era nítido.
Estaba durmiendo cuando ella apareció en su habitación, moviéndose con tanta suavidad como una visión o un fantasma. Él dormía, solo…
Llevaba puesto un fino camisón suelto de hilo cuando fue a él.
Era la noche anterior al día que ella había designado, el día en que anunciaría su elección. Y fue a verle a él.
Una mano blanca separó las cortinas que rodeaban el lecho, y Stefan despertó del sueño, incorporándose alarmado. Cuando la vio, con los cabellos de un dorado pálido brillando sobre sus hombros, los ojos azules sumidos en sombras, la sorpresa lo dejó mudo.
Y el amor. Nunca había visto nada más hermoso en su vida.
Tembló e intentó hablar, pero ella posó dos dedos fríos sobre sus labios.
– Silencio -susurró la joven, y el lecho se hundió bajo el peso de Katherine.
El rostro de Stefan se encendió, su corazón palpitaba atronador de vergüenza y emoción. Nunca antes había habido una mujer en su lecho. Y aquélla era Katherine; Katherine, cuya belleza parecía proceder del cielo; Katherine, a la que amaba más que a su propia alma.
Y porque la amaba, realizó un gran esfuerzo. Mientras la muchacha se deslizaba bajo las sábanas, acercándose tanto a él que pudo sentir el frescor del aire nocturno en la fina prenda que la cubría, consiguió finalmente hablar.
– Katherine -susurró-. Podemos… esperar. Hasta que estemos casados por la Iglesia. Haré que mi padre lo organice la semana que viene. No… no transcurrirá mucho tiempo…
– Silencio -musitó ella otra vez, y él sintió aquel frescor de su piel.
No pudo contenerse; la rodeó con los brazos, sujetándola contra él.
– Lo que hacemos ahora no tiene nada que ver con eso -siguió ella, y alargó los delgados dedos para acariciar su garganta.
El comprendió. Y sintió como un ramalazo de temor, que desapareció a medida que los dedos de ella siguieron acariciándole. Deseaba eso, deseaba cualquier cosa que le permitiera estar con Katherine.
– Recuéstate, amor mío -susurró ella.
«Amor mío.» Las palabras zumbaron en su interior mientras se recostaba en la almohada, inclinando la barbilla hacia atrás para dejar al descubierto la garganta. Su miedo había desaparecido, reemplazado por una felicidad tan grande que pensó que lo haría pedazos.
Percibió el suave roce de sus cabellos sobre su pecho, e intentó calmar su respiración. Sintió el aliento de la joven en su garganta, y luego los labios. Y a continuación los dientes.