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Sintió un dolor punzante, pero se mantuvo muy quieto y no profirió ningún sonido, pensando sólo en Katherine, en cómo deseaba ser de ella. Y casi al momento el dolor cesó y sintió que le extraían la sangre del cuerpo. No era terrible, como había temido. Era una sensación de dar, de alimentar.

Luego fue como si sus mentes se fusionaran, convirtiéndose en una. Sentía la alegría de Katherine al beber de él, su deleite al tomar la cálida sangre que le proporcionaba vida. Y él supo que ella percibía su deleite al dársela. Pero la realidad se alejaba, los límites entre los sueños y el despertar se desdibujaban. No podía pensar con claridad; no podía pensar en absoluto. Sólo era capaz de sentir, y sus sentimientos ascendían en espiral sin pausa, elevándolo más y más, cortando sus últimos lazos con la vida terrenal.

Algo más tarde, sin saber cómo había ido a parar allí, se encontró en los brazos de ella. Lo acunaba como una madre sujetando a un bebé, guiando su boca para que se posara en la carne desnuda justo por encima del escote de su camisón. Allí había una herida diminuta, un corte que aparecía oscuro sobre la piel pálida. No sintió ni miedo ni vacilación, y cuando ella le acarició los cabellos para darle ánimos, empezó a succionar.

Frío y meticuloso, Stefan se sacudió la tierra de las rodillas. El mundo de los humanos dormía, sumido en un sopor, pero sus propios sentidos estaban agudizados como un cuchillo. Debería haberse saciado, pero volvía a tener hambre; el recuerdo había despertado su apetito. Ensanchando las fosas nasales para captar el rastro almizcleño del zorro, inició la caza.

Capítulo 12

Elena giró despacio ante el espejo de cuerpo entero del dormitorio de tía Judith. Margaret estaba sentada a los pies de la enorme cama con dosel, con los ojos azules muy abiertos y solemnes en señal de admiración.

– Ojalá tuviera un vestido como ése para ir a pedir caramelos por las casas -dijo.

– Me gustas más vestida de gatita blanca -dijo Elena, depositando un beso entre las orejas de terciopelo blanco sujetas a la cinta que Margaret llevaba en la cabeza.

Luego se volvió hacia su tía, de pie junto a la puerta con aguja e hilo listos.

– Es perfecto -dijo con entusiasmo-. No hay que cambiar absolutamente nada.

La muchacha del espejo podría haber salido de uno de los libros de Elena sobre el Renacimiento italiano. Garganta y hombros quedaban al descubierto, y el ceñido corpiño del vestido azul claro resaltaba su cintura. Las largas mangas abombadas estaban acuchilladas para mostrar por las aberturas la seda blanca de la camisa interior, y la amplia y envolvente falda rozaba apenas el suelo a su alrededor. Era un vestido precioso, y el pálido tono azul parecía realzar el azul más oscuro de los ojos de Elena.

Mientras se daba la vuelta, la mirada de Elena cayó sobre el anticuado reloj de péndulo situado sobre el tocador.

– Ah, no… Son casi las siete. Stefan llegará en cualquier momento.

– Ahí llega su coche -dijo tía Judith, echando un vistazo por la ventana-. Bajaré y le abriré.

– No hace falta -dijo Elena, concisa-. Le abriré yo misma. Adiós, ¡que os lo paséis bien pidiendo golosinas por las casas! -Y corrió escalera abajo.

Ahí vamos, se dijo, y mientras alargaba la mano hacia el pomo de la puerta recordó aquel día, hacía ya casi dos meses, en que se había cruzado en el camino de Stefan en la clase de Historia Europea. Entonces había sentido aquella misma sensación de nerviosismo y tensión.

«Sólo espero que esto salga mejor de lo que salió aquel plan», pensó. Durante la última semana y media, había cifrado sus esperanzas en ese momento, en esa noche. Si lo de Stefan y ella no cuajaba esa noche, jamás lo haría.

La puerta se abrió, y ella dio un paso atrás con los ojos bajos, sintiendo casi timidez, temerosa de contemplar el rostro de Stefan. Pero cuando le oyó inspirar con fuerza, alzó rápidamente la mirada… y se le heló el corazón.

La miraba fijamente con asombro, sí. Pero no era el asombro maravillado que había visto en sus ojos aquella primera noche en su habitación. Lo que veía se parecía más a un sobresalto.

– No te gusta -murmuró, horrorizada ante el escozor que sentía en los ojos.

Él se recuperó con rapidez, como siempre, pestañeando y negando con la cabeza.

– No, no, es precioso. Estás bellísima.

«Entonces ¿por qué te quedas ahí parado como si acabaras de ver un fantasma? -pensó ella-. ¡Por qué no me abrazas, me besas…, haces algo!»

– Tú tienes un aspecto fabuloso -dijo ella en voz baja.

Y era cierto; estaba elegante y apuesto con el esmoquin y la capa que llevaba para representar su papel. A Elena le sorprendió que hubiese aceptado hacerlo, pero cuando se lo había sugerido, él había parecido más divertido que otra cosa. En aquel momento, su aspecto era elegante y cómodo, como si llevar tales prendas fuera algo tan normal para él como llevar los vaqueros.

– Será mejor que nos vayamos -dijo él, con voz igualmente queda y seria.

Elena asintió y fue con él hasta el coche, pero su corazón ya no estaba simplemente helado: era de hielo. Stefan estaba más lejos de ella que nunca, y no tenía ni idea de cómo recuperarle.

Retumbaron truenos en el cielo mientras conducían hacia el instituto, y Elena echó un vistazo por la ventanilla del coche con alicaída consternación. La capa de nubes era espesa y oscura, aunque aún no había empezado a llover. El aire estaba como electrificado, y las masas de cúmulos, de un sombrío tono morado, daban al cielo un aspecto de pesadilla. Era una atmósfera perfecta para Halloween, amenazadora y sobrenatural, pero no despertó más que temor en la muchacha. Desde aquella noche en casa de Bonnie, había perdido el gusto por lo fantasmagórico y misterioso.

Su diario no había vuelto a aparecer, aunque habían registrado la casa de Bonnie de arriba abajo. Seguía sin poder creer que hubiese desaparecido realmente, y la idea de que un desconocido leyera sus pensamientos más íntimos la desesperaba interiormente. Porque, desde luego, lo habían robado; ¿qué otra explicación podía existir? Más de una puerta se había abierto aquella noche en la casa de los McCuUough; alguien sencillamente podría haber entrado. Deseaba matar a quienquiera que lo hubiera hecho.

Una visión de ojos oscuros apareció ante ella. Aquel muchacho, el muchacho al que había estado a punto de entregarse en casa de Bonnie, el muchacho que le había hecho olvidar a Stefan. ¿Era él quien lo había hecho?

Salió de sus meditaciones cuando pararon ante el instituto, y se vio obligada a sonreír mientras avanzaban por los pasillos. El gimnasio era un caos apenas organizado. Había transcurrido sólo una hora desde que Elena había marchado a casa para ponerse el vestido, pero todo había cambiado. Entonces, todo había estado lleno de alumnos de último curso: miembros del consejo de estudiantes, jugadores de rugby, el club Clave, todos ellos dando los últimos toques a utilería y decorado. En estos momentos estaba lleno de desconocidos, la mayoría de ellos ni siquiera humanos.

Varios zombis volvieron la cabeza al entrar Elena, las sonrientes calaveras visibles por entre la carne putrefacta de los rostros. Un jorobado grotescamente deforme cojeó hacia ella, junto con un cadáver de tez lívida y ojos hundidos.

Elena comprendió con un violento sobresalto que no era capaz de reconocer a la mitad de aquellas personas con sus disfraces. En seguida, todos la rodearon, admirando el vestido azul claro, anunciando problemas que ya habían aparecido. Elena les hizo callar con un ademán y giró hacia la bruja, cuyos largos cabellos oscuros caían sobre la espalda de un ceñido vestido negro.

– ¿Qué sucede, Meredith? -preguntó.

– El entrenador Lyman está enfermo -respondió ésta con expresión sombría-, así que alguien consiguió que Tanner lo sustituyera.