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¿Quién iba tras él? Todo el mundo. Matt lo había dicho. «Ha habido otro ataque… Ellos creen que lo hiciste tú.»

Bien, por una vez parecía como si los barbari, los insignificantes humanos vivos, con su miedo a cualquier cosa desconocida, tuvieran razón. ¿De qué otro modo se podía explicar lo sucedido? Había experimentado la debilidad, la confusa sensación de estar en un torbellino, de que todo daba vueltas; y entonces la oscuridad se había apoderado de él. Al despertar, había escuchado a Matt diciendo que habían despojado, asaltado a otro humano, al que en esa ocasión le habían robado no sólo su sangre, sino su vida. ¿Cómo se explicaba eso a menos que él, Stefan, fuera el asesino?

Un asesino, eso es lo que era. Malvado. Una criatura nacida en la oscuridad, destinada a vivir, cazar y esconderse allí para siempre. Bien, ¿por qué no matar, entonces? ¿Por qué no dar satisfacción a su naturaleza? Puesto que no podía cambiar, no había razón para no deleitarse en ello. Desataría su oscuridad sobre aquella ciudad que le odiaba, que le daba caza en aquellos mismos instantes.

Pero primero…, estaba sediento. Las venas le ardían igual que una red de cables secos y ardientes. Necesitaba alimentarse… pronto…, ahora.

La casa de huéspedes estaba a oscuras. Elena llamó a la puerta, pero no recibió respuesta. El trueno chasqueó en las alturas. Todavía no llovía.

Tras la tercera andanada de golpes, probó la puerta y ésta se abrió. Dentro, la casa estaba silenciosa y oscura como la boca de un lobo. A tientas, se encaminó hacia la escalera y ascendió por ella.

El segundo rellano estaba igual de oscuro, y tropezó intentando localizar el dormitorio con la escalera que llevaba al tercer piso. Había una luz tenue en lo alto de la escalera, y ascendió hacia ella, sintiéndose agobiada por las paredes, que parecían cernerse sobre ella desde cada lado.

La luz surgía de debajo de la puerta cerrada. Elena dio unos golpecitos rápidos.

– Stefan -susurró, y luego llamó en voz más alta-. Stefan, soy yo.

No hubo respuesta. Agarró el pomo y empujó la puerta, atisbando al otro lado.

– Stefan…

Le hablaba a una habitación vacía.

Y a una habitación que era un caos. Parecía como si un tremendo vendaval la hubiese recorrido, dejando destrucción a su paso. Los baúles que habían reposado en esquinas estaban caídos en ángulos grotescos, con las tapas abiertas, con el contenido desparramado por el suelo. Una ventana estaba destrozada. Todas las posesiones de Stefan, todas las cosas que había guardado con tanto cuidado y parecía tener en tan gran estima, estaban esparcidas por el suelo.

El terror invadió a Elena. La furia y la violencia resultaban dolorosamente claras en aquella escena de devastación y hacían que se sintiera casi mareada. Alguien que tenía un historial de violencia, había dicho Tyler.

«No me importa -pensó, mientras la ira brotaba en su interior para apartar a un lado el miedo-. No me importa nada, Stefan; sigo queriendo verte. Pero ¿dónde estás?

La trampilla del techo estaba abierta, y por ella descendía un aire frío. «Vaya», se dijo, y sintió un repentino escalofrío de temor. Aquel tejado estaba tan alto…

Nunca antes había subido por la escalera para salir al mirador y la falda larga dificultaba la ascensión. Emergió a través de la trampilla despacio, arrodillándose en el tejado y luego poniéndose en pie. Vio una figura oscura en la esquina, y fue hacia ella con pasos rápidos.

– Stefan, tenía que venir… -empezó a decir, y se detuvo en seco, porque un relámpago iluminó el cielo justo en el momento en que la figura de la esquina giraba en redondo.

Y entonces fue como si todo mal presentimiento, temor y pesadilla que hubiese tenido jamás se convirtieran en realidad a la vez. No podía ni chillar; no podía hacer nada en absoluto.

«Dios mío… no.» Su cerebro se negó a encontrar una explicación a lo que sus ojos veían. No. No. No quería mirar aquello, no quería creerlo…

Pero no podía evitar verlo. Incluso aunque podía haber cerrado los ojos, cada detalle de la escena estaba grabado en su memoria. Como si el relámpago lo hubiese escrito a fuego en su cerebro para siempre.

Stefan. Stefan, tan pulcro y elegante vestido con su ropa de todos los días, con su chaqueta de cuero negro con el cuello levantado. Stefan, con los cabellos oscuros como una de las nubes de tormenta que había detrás de él. Stefan había quedado atrapado en aquel fogonazo de luz, medio vuelto hacia ella, con el cuerpo torcido en la posición agazapada de una bestia y con una mueca de furia animal en el rostro.

Y sangre. Aquella boca arrogante, sensible y sensual, estaba embadurnada de sangre, que resaltaba espeluznantemente roja en la palidez de su cutis, en el blanco intenso de los dientes al descubierto. En las manos sostenía el cuerpo inerte de una paloma torcaz, blanca como aquellos dientes y con las alas extendidas. Otra yacía en el suelo a sus pies, igual que un pañuelo arrugado y desechado.

– Dios mío, no -musitó Elena.

Siguió musitándolo mientras retrocedía, sin darse apenas cuenta de que hacía ambas cosas. Sencillamente, su mente no era capaz de hacer frente a ese horror; sus pensamientos corrían alocadamente llevados por el pánico, igual que ratones intentando escapar de una jaula. No quería creer eso, no quería creerlo. Una tensión insoportable se adueñó de su cuerpo, el corazón parecía a punto de estallar, la cabeza le daba vueltas.

– Dio mío, no…

– ¡Elena!

Más terrible que cualquier otra cosa fue eso, fue ver a Stefan mirándola con aquel rostro animal, ver cómo la mueca se trocaba en una expresión de sobresalto y desesperación.

– Elena, por favor. Por favor, no…

– ¡Ah, Dios mío, no!

Los chillidos intentaban abrirse paso violentamente fuera de su garganta. Retrocedió más, dando traspiés, cuando él dio un paso hacia ella.

– ¡No!

– Elena, por favor… ten cuidado…

Aquella cosa terrible, la cosa con el rostro de Stefan, iba tras ella, los verdes ojos llameando. Se lanzó hacia atrás al dar él otro paso, con la mano extendida. La larga mano de dedos delgados que había acariciado sus cabellos con tanta delicadeza…

– ¡No me toques! -gritó.

Y entonces sí que empezó a chillar, cuando su movimiento llevó a su espalda a apoyarse en la barandilla de hierro del mirador. Era hierro que había estado allí durante casi un siglo y medio, y en algunos lugares estaba casi totalmente oxidado. El peso aterrorizado de Elena contra él fue demasiado y la joven sintió que cedía. Oyó el chirrido de metal y madera bajo una tensión excesiva mezclándose con su propio grito. Y luego ya no había nada detrás de ella, nada a lo que agarrarse, y caía.

En ese instante, vio las turbulentas nubes moradas, la oscura masa de la casa junto a ella. Le pareció que tenía tiempo suficiente para verlo todo con claridad y sentir un terror infinito mientras chillaba y caía, y caía.

Pero el terrible impacto demoledor no llegó. De improviso había unos brazos a su alrededor que la sostenían en el vacío. Se oyó un golpe sordo y los brazos la apretaron más, con un peso cediendo contra ella para absorber el golpe. Luego todo quedó silencioso.

Permaneció inmóvil dentro del círculo de aquellos brazos, intentando orientarse. Intentando creer otra cosa más que resultaba increíble. Había caído del tejado de una casa de tres pisos y sin embargo estaba viva. Estaba de pie en el jardín de detrás de la casa de huéspedes, en medio del silencio total que mediaba entre los truenos, con hojas caídas en el suelo donde debería estar su cuerpo destrozado.

Lentamente, alzó la mirada hacia el rostro de la persona que la sujetaba. Stefan.

Había habido demasiado miedo, demasiados desastres esa noche. Ya no podía reaccionar. Sólo era capaz de alzar los ojos hacia él para mirarle fijamente con una especie de asombro.