Había tanta tristeza en los ojos de Stefan… Aquellos ojos que habían ardido igual que hielo verde estaban en esos instantes oscuros y vacíos, sin esperanza. La misma expresión que ella había visto aquella primera noche en su habitación, sólo que ahora era peor. Pues en ese momento había odio a sí mismo, mezclado con pesar y amarga repulsa. Elena no pudo soportarlo.
– Stefan -susurró, sintiendo que aquella tristeza penetraba en su propia alma.
Aún veía las trazas rojas en sus labios, pero ahora despertaban un estremecimiento de piedad junto con el instintivo horror. Estar tan solo, ser tan distinto y estar tan solo…
– Stefan -musitó.
No hubo ninguna respuesta en aquellos ojos sombríos y extraviados.
– Ven -dijo él en voz baja y la condujo de vuelta hacia la casa.
Stefan sintió un arrebato de vergüenza cuando llegaron al tercer piso y a la destrucción que reinaba en su habitación. Que fuera Elena, precisamente, quien lo viera, resultaba insoportable. Pero, de todos modos, tal vez era también conveniente que viera lo que él era en realidad, lo que podía hacer.
La muchacha avanzó despacio, aturdida, hasta la cama y se sentó. Luego alzó la vista hacia él, los ojos ensombrecidos yendo al encuentro de los suyos.
– Cuéntame -fue todo lo que dijo.
Stefan lanzó una breve risita, sin humor, y vio que ella se echaba hacia atrás. Eso hizo que se odiara aún más.
– ¿Qué necesitas saber? -preguntó.
Puso un pie sobre la tapa de un baúl derribado y la miró casi desafiante, indicando la habitación con un ademán.
– ¿Quién hizo esto? Yo lo hice.
– Eres fuerte -repuso ella con los ojos puestos en un baúl volcado.
Alzó los ojos, como recordando lo sucedido en el tejado.
– Y te mueves de prisa.
– Más fuerte que un humano -dijo él, poniendo un énfasis deliberado en la última palabra.
¿Por qué no reculaba ante él ahora, por qué no le miraba con la aversión que había visto antes? Ya no le importaba lo que ella pensara.
– Mis reflejos son más veloces y poseo una resistencia mayor. Así debe ser. Soy un cazador -finalizó en tono áspero.
Algo en la mirada de Elena le hizo recordar cómo le había interrumpido la muchacha. Se limpió la boca con el dorso de la mano y luego se apresuró a tomar un vaso de agua que permanecía intacto sobre la mesilla de noche. Sintió los ojos de la joven fijos en él mientras la bebía y volvía a limpiarse la boca. Sí, desde luego que todavía le importaba lo que ella pensara.
– Puedes comer y beber… otras cosas -dijo ella.
– No necesito hacerlo -respondió él en voz baja, sintiéndose cansado y alicaído-. No necesito nada más. -Se volvió de repente y sintió que una apasionada intensidad volvía a alzarse en su interior-. Dijiste que me muevo de prisa…, pero prisa es precisamente lo que nunca tengo. Prisa es lo que tienen los seres vivos, Elena. Prisa para hacer las cosas. Yo tengo todo el tiempo del mundo.
Advirtió que la muchacha temblaba, pero su voz sonó sosegada y sus ojos no se apartaron de los suyos.
– Cuéntame -repitió Elena-. Stefan, tengo derecho a saber.
Reconoció aquellas palabras. Y eran tan ciertas como cuando ella las había pronunciado la primera vez.
– Sí, supongo que así es -repuso, y su voz sonó cansada y dura.
Clavó la mirada en la ventana rota durante unos segundos y luego volvió la cabeza hacia ella y dijo con voz cansina:
– Nací a finales del siglo XV. ¿Lo crees?
Ella miró los objetos que yacían donde él los había esparcido al arrojarlos fuera del escritorio con un violento movimiento del brazo. Los florines, la copa de ágata, su daga.
– Sí -dijo en un susurro-. Sí, lo creo.
– ¿Y quieres saber más? ¿Cómo me convertí en lo que soy?
Cuando ella asintió, él se volvió de nuevo hacia la ventana. ¿Cómo podía contárselo? Él, que había evitado las preguntas durante tanto tiempo, que se había convertido en todo un experto en la ocultación y el engaño…
Sólo existía un modo, y era contar toda la verdad, sin ocultar nada. Exponerlo todo ante ella, lo que jamás había explicado a nadie.
Y quería hacerlo. Incluso a pesar de saber que provocaría que ella se apartara de él al final, necesitaba mostrar a Elena lo que era.
Y así, con la vista fija en la oscuridad que reinaba fuera de la ventana, donde resplandores azules iluminaban de vez en cuando el cielo, empezó su relato.
Habló sin apasionamiento, sin emoción, eligiendo las palabras con cuidado. Le habló de su padre, aquel robusto hombre del Renacimiento, y de su mundo en Florencia y en su finca campestre. Le habló de sus estudios y ambiciones. De su hermano, que era tan distinto de él y del rencor que existía entre ellos.
– No sé cuándo empezó a odiarme Damon -dijo-. Fue siempre así desde que puedo recordar. Quizá fue porque mi madre jamás se recuperó realmente de mi nacimiento y murió a los pocos años. Damon la amaba muchísimo y siempre tuve la sensación de que me culpaba. -Hizo una pausa y tragó saliva-. Y luego, más adelante, apareció una muchacha.
– ¿Aquella a la que yo te recordaba? -inquirió Elena con suavidad, y él asintió-. ¿La que -dijo con una mayor vacilación- te dio el anillo?
Él echó una ojeada al anillo de plata de su dedo, luego le devolvió la mirada. A continuación, lentamente, sacó el anillo que llevaba colgado de una cadena bajo la camisa y lo miró.
– Sí; éste era su anillo -respondió-. Sin un talismán así, morimos bajo la luz del sol como si estuviéramos en una hoguera.
– Entonces, ¿ella era… como tú?
– Ella me hizo lo que soy.
Con voz entrecortada, le habló de Katherine. De la belleza y la dulzura de Katherine, y de su amor por ella. Y también del de Damon.
– Ella era demasiado dulce, llena de demasiado afecto -dijo por fin, lleno de dolor-. Se lo daba a todo el mundo, incluido mi hermano. Pero finalmente le dijimos que debía elegir entre nosotros. Y entonces… vino a mí.
El recuerdo de aquella noche, de aquella noche dulce y terrible, regresó como un torrente. Ella había ido a él. Y él se había sentido tan feliz, tan lleno de temor reverente y dicha… Intentó explicárselo a Elena, encontrar las palabras. Toda aquella noche había sido feliz, e incluso a la mañana siguiente, cuando despertó y ella se había ido, se había sentido poseído de la mayor de las dichas…
Casi podría haberse tratado de un sueño, pero las dos pequeñas heridas del cuello eran reales. Le sorprendió descubrir que no le dolían y que ya parecían haber cicatrizado parcialmente. El cuello alto de su camisa las ocultaba.
La sangre de Katherine ardía en sus venas ahora, se dijo, y esas mismas palabras hicieron latir aceleradamente su corazón. Le había dado su energía a él; le había elegido.
Incluso tuvo una sonrisa para Damon cuando se encontraron en el lugar designado aquella noche. Damon se había ausentado de la casa todo el día, pero apareció en el jardín meticulosamente ornamentado con escrupulosa puntualidad y se quedó repantigado contra un árbol, ajustándose los puños. Katherine se retrasaba.
– A lo mejor está cansada -sugirió Stefan, contemplando cómo el cielo color melón se fundía en un profundo negro azulado.
Intentó mantener la tímida satisfacción que sentía alejada de su voz.
– A lo mejor necesita más descanso de lo usual.
Damon le dirigió una incisiva mirada, los oscuros ojos taladrantes bajo la mata de cabello negro.
– Quizá -dijo en una nota ascendente que fue elevándose, como si quisiera haber dicho más.
Pero entonces oyeron unas suaves pisadas en el sendero y Katherine apareció entre los setos cuadrados. Llevaba puesto el vestido blanco y estaba tan bella como un ángel.
Dedicó una sonrisa a los dos. Stefan devolvió la sonrisa cortésmente, mencionando su secreto sólo con los ojos. Luego aguardó.