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– No -replicó Elena-, no lo comprendes. No me refiero simplemente a que alguien como Damon puede haber hecho las cosas que hemos visto. Me refiero a que Damon está aquí, en Fell's Church. Le he visto.

Stefan se limitó a mirarla fijamente.

– Tiene que ser él -siguió Elena, aspirando profundamente-. Le he visto dos veces ya, puede que tres. Stefan, acabas de contarme una larga historia, y ahora yo tengo que contarte otra.

Con toda la rapidez y la sencillez de que fue capaz, le habló de lo sucedido en el gimnasio y en casa de Bonnie. Los labios del joven se tensaron en una línea blanca mientras le contaba cómo Damon había intentado besarla. A Elena le ardieron las mejillas al recordar su propia respuesta, el modo en que había estado a punto de ceder ante él. Pero se lo contó todo a Stefan.

También lo del cuervo y las otras cosas extrañas que habían sucedido desde su vuelta de Francia.

– Y, Stefan, creo que Damon estaba en la Casa Encantada esta noche -finalizó-. Justo después de que te sintieras mareado en la habitación de delante, alguien pasó por mi lado. Iba disfrazado como… como la Muerte, con una túnica negra y capucha, y no pude verle el rostro. Pero algo en el modo en que se movía me resultó familiar. Era él, Stefan. Damon estuvo allí.

– Pero eso seguiría sin explicar las otras veces. Vickie y el anciano. Sí tomé sangre del anciano.

El rostro de Stefan estaba tirante, como si casi le asustara tener una esperanza.

– Pero tú mismo dijiste que no tomaste suficiente para perjudicarle. Stefan, ¿quién sabe qué le sucedió a aquel hombre después de que te fueras? ¿No sería la cosa más fácil del mundo para Damon atacarle entonces? En especial si Damon te ha estado espiando todo el tiempo, tal vez bajo otra forma…

– Como un cuervo -murmuró él.

– Como un cuervo. Y en cuanto a Vickie… Stefan, dijiste que puedes proyectar confusión en mentes más débiles, dominarlas. ¿No podría ser eso lo que Damon te hacía? ¿Dominar tu mente del mismo modo que tú puedes dominar la de un humano?

– Sí, y ocultarme su presencia. -La voz de Stefan mostraba una excitación creciente-. Por eso no ha respondido a mis llamadas. Quería…

– Quería justo que sucediera lo que ha sucedido. Quería que dudaras de ti mismo, que pensaras que eres un asesino. Pero no es cierto, Stefan. Ah, Stefan, ahora lo sabes, y ya no tienes que sentir miedo.

Se puso en pie, sintiendo correr por su interior alegría y alivio. De aquella noche espantosa había salido algo maravilloso.

– Por eso te has estado mostrando tan distante conmigo, ¿verdad? -dijo, extendiendo las manos hacia él-. Porque tienes miedo de lo que puedas hacer. Pero eso ya no es necesario.

– ¿No es necesario?

Volvía a respirar aceleradamente y observaba las manos extendidas de Elena como si fueran dos serpientes.

– ¿Crees que no hay motivo para sentir miedo? Puede que Damon haya atacado a esas personas, pero no controla mis pensamientos. Y no sabes qué he pensado sobre ti.

Elena mantuvo la voz tranquila.

– Tú no quieres hacerme daño -dijo en tono concluyente.

– ¿No? Ha habido momentos, cuando te contemplaba en público, en los que apenas podía soportar no tocarte. En los que me sentía tan tentado por tu blanca garganta, esa pequeña garganta blanca con las venas de un azul tenue bajo la piel…

Sus ojos estaban fijos en su cuello de un modo que le recordó los ojos de Damon, y sintió que los latidos de su corazón se intensificaban.

– Momentos en los que pensé en asirte y tomarte por la fuerza allí mismo en la escuela.

– No hay necesidad de tomarme por la fuerza -dijo Elena, que sentía los latidos del corazón por todo su cuerpo en aquellos momentos; en las muñecas y en la parte interior de los codos… y en la garganta-. He tomado una decisión, Stefan -dijo en voz baja, reteniendo su mirada-. Quiero hacerlo.

Él tragó saliva con dificultad.

– No sabes lo que pides.

– Creo que sí. Me contaste cómo fue con Katherine, Stefan. Quiero que sea así con nosotros. No me refiero a que quiera que me cambies. Pero podemos compartir un poco sin que eso suceda, ¿verdad? Sé -añadió con más dulzura aún- lo mucho que amabas a Katherine. Pero ella se ha ido y yo estoy aquí. Y te quiero, Stefan. Deseo estar contigo.

– ¡No sabes de lo que hablas! -Estaba de pie, rígido, con el rostro enfurecido y la mirada angustiada-. Si me dejo ir una vez, ¿qué va a impedirme cambiarte o matarte? La pasión es más fuerte de lo que puedes imaginar. ¿No comprendes aún lo que soy, lo que puedo hacer?

Ella permaneció allí quieta y le contempló en silencio, con la barbilla ligeramente alzada. Aquello pareció enfurecerle.

– ¿No has visto suficiente aún? ¿O acaso debo mostrarte más? ¿Es que no eres capaz de imaginar lo que podría hacerte?

Fue a grandes zancadas hacia la apagada chimenea y agarró un largo tronco de madera, más grueso que las dos muñecas de Elena juntas. Con un movimiento, lo partió en dos como si fuera una cerilla.

– Tus frágiles huesos -declaró.

En el otro lado de la habitación había una almohada procedente de la cama; la levantó y, asestándole una cuchillada con las uñas, dejó la funda de seda hecha jirones.

– Tu suave piel.

Luego fue hacia Elena con una rapidez sobrenatural; estaba allí y le sujetaba los hombros antes de que ella supiera lo que pasaba. La miró fijamente a la cara por un momento, luego, con un siseo salvaje que le puso de punta los pelos del cogote, echó los labios hacia atrás.

Era el mismo gruñido que la muchacha había visto en el tejado, aquellos dientes blancos al descubierto, los colmillos afilados y de una longitud increíble. Eran los colmillos de un depredador, de un cazador.

– Tu blanco cuello -dijo con una voz distorsionada.

Elena permaneció paralizada otro instante, contemplando como obligada aquel semblante escalofriante, y entonces algo en las profundidades de su inconsciente tomó el control. Alzó los brazos por el interior del restrictivo círculo de los suyos y le cogió el rostro entre las manos. Sintió sus mejillas frías contra las palmas de sus manos. Le sujetó así, con suavidad, con mucha suavidad, como si le reconviniera por la fuerza con que la agarraba por los hombros desnudos. Y vio cómo la confusión aparecía lentamente en la cara del muchacho, a medida que éste comprendía que ella no hacía aquello para oponerse o apartarle.

Elena aguardó hasta que la confusión alcanzó los ojos de Stefan, haciendo añicos su mirada, convirtiéndose casi en una expresión suplicante. Ella sabía que su propio rostro no mostraba temor, que era afectuoso y a la vez intenso, con los labios ligeramente separados. Ambos respiraban rápidamente ya, juntos, al mismo ritmo. Elena lo percibió cuando él empezó a estremecerse, temblando como lo había hecho cuando los recuerdos de Katherine habían ido más allá de lo que podía soportar. Entonces, con mucha ternura y parsimonia, atrajo aquella boca contorsionada en un gruñido hacia la suya.

Él intentó oponerse. Pero la delicadeza de la muchacha era más fuerte que toda su energía inhumana. Elena cerró los ojos y pensó sólo en Stefan, no en las cosas espantosas que había averiguado esa noche, sino en Stefan, que había acariciado sus cabellos con la misma suavidad que si temiera que ella fuera a quebrarse en sus brazos. Pensó en eso y besó la boca de depredador que la había amenazado hacía unos pocos minutos.

Notó el cambio, la transformación en su boca mientras él cedía, respondiendo impotente a ella, devolviendo sus dulces besos con idéntica suavidad. Sintió cómo el escalofrío recorría el cuerpo de Stefan a medida que la fuerte presión de las manos del joven sobre sus hombros se relajaba también, convirtiéndose en un abrazo. Y supo que había vencido.

– Nunca me harás daño -murmuró Elena.

Fue como si alejaran a besos todo el miedo, la desolación y la soledad de su interior. Elena sintió que la pasión corría por su interior como un trallazo, y percibió el mismo sentimiento en Stefan. Pero infundiendo todo lo demás había una ternura casi aterradora en su intensidad. No había necesidad de precipitación ni brusquedad, se dijo Elena mientras Stefan la guiaba con delicadeza para que se sentara.