En el límite de su conciencia, una luz dorada, suave y a la vez vital, resplandecía. Y, por primera vez, consiguió localizar a la chica de la que procedía. Estaba sentada justo frente a él.
En el mismo instante en que lo pensaba, ella volvió la cabeza y él le vio la cara. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no lanzar una exclamación de sorpresa.
¡Katherine! Pero, desde luego, no podía ser. Katherine estaba muerta, nadie lo sabía mejor que él.
Con todo, el parecido era asombroso. Aquel cabello de un dorado pálido, tan rubio que parecía brillar tenuemente. Aquella piel cremosa, que siempre le había hecho pensar en cisnes o en alabastro, sonrojándose con un leve tono rosa sobre los pómulos. Y los ojos… Los ojos de Katherine habían sido de un color que no había visto nunca antes; más oscuros que el azul celeste, tan intensos como el lapislázuli de su enjoyada diadema. Esa chica tenía los mismos ojos.
Y estaban puestos directamente en él mientras le sonreía.
Rápidamente, bajó los ojos, apartándolos de la sonrisa. Lo que menos deseaba era pensar en Katherine. No quería mirar a aquella chica que se la recordaba y no quería seguir sintiendo su presencia. Mantuvo los ojos puestos en el pupitre, bloqueando su mente con toda la energía de que fue capaz. Y por fin, lentamente, ella volvió la cabeza otra vez.
Se sentía herida. Incluso a través de los bloqueos, lo percibió. No le importó. De hecho, le satisfacía, y esperó que eso la mantuviera lejos de él. Aparte de eso, no sentía ninguna otra cosa por ella.
No dejó de decirse eso mientras permanecía allí sentado, con la voz monótona del profesor vertiéndose sobre él sin que la oyera. Pero podía oler un sutil deje de algún perfume…, violetas, se dijo. Y el delgado cuello blanco de la chica estaba inclinado sobre su libro, con el cabello cayendo a ambos lados de él.
Lleno de ira y contrariedad, reconoció la seductora sensación en sus dientes…, más un hormigueo o un cosquilleo que un dolor persistente. Era hambre, un hambre específica. Y no una que pensara satisfacer.
El profesor paseaba por la habitación como un hurón, haciendo preguntas, y Stefan fijó deliberadamente su atención en el hombre. En un principio se sintió perplejo, pues a pesar de que ninguno de los alumnos sabía las respuestas, las preguntas seguían llegando. Entonces comprendió que ése era el propósito del profesor. Avergonzar a los alumnos con lo que no sabían.
En aquel mismo instante había encontrado a otra víctima, una muchacha menuda con abundantes rizos rojos y una cara en forma de corazón. Stefan contempló con disgusto cómo el profesor la importunaba a preguntas. La muchacha parecía muy desgraciada cuando él se apartó de ella para dirigirse a toda la clase.
– ¿Veis a lo que me refiero? Pensáis que sois una gran cosa; estudiantes de último curso ya, listos para graduarse. Bien, dejad que os diga esto, algunos de vosotros no estáis preparados ni para graduaros del jardín de infancia. ¡Como esto! -Señaló en dirección a la chica pelirroja-. Ni idea sobre la Revolución francesa. Cree que María Antonieta era una estrella del cine mudo.
Los alumnos que rodeaban a Stefan empezaron a removerse incómodos. Pudo percibir el rencor en sus mentes y la humillación. Y el miedo. Todos temían a aquel hombrecillo delgado con ojos parecidos a los de una comadreja, incluso los chicos grandotes que eran más altos que él.
– De acuerdo, probemos otra época. -El profesor se volvió de nuevo hacia la misma chica a la que había estado interrogando-. Durante el Renacimiento… -Se interrumpió-. Sabes al menos qué es el Renacimiento, ¿verdad? El período entre los siglos XIII y XVII, durante el que Europa redescubrió las grandes ideas de la antigua Grecia y Roma. El período que alumbró a tantos de los artistas y pensadores más importantes de Europa. -Cuando la chica asintió atropelladamente, él prosiguió-: Durante el Renacimiento, ¿qué estarían haciendo los alumnos de vuestra edad en la escuela? ¿Alguna idea? ¿Se te ocurre algo?
La muchacha tragó con fuerza y, con una débil sonrisa, dijo:
– ¿Jugar a rugby?
Ante las carcajadas que siguieron, el rostro del profesor se ensombreció.
– ¡Más bien no! -le espetó, y la clase se acalló-. ¿Creéis que esto es un chiste? Pues bien, en esos días, los estudiantes de vuestra edad dominaban ya varios idiomas. También habían llegado a ser expertos en lógica, matemáticas, astronomía, filosofía y gramática. Estaban listos para pasar a una universidad en la que cada curso se enseñaba en latín. El rugby sería rotundamente la última cosa en la que…
– Perdone.
La sosegada voz detuvo al profesor en mitad de la arenga. Todo el mundo se volvió para mirar a Stefan.
– ¿Qué? ¿Qué has dicho?
– He dicho, perdone -repitió Stefan, quitándose las gafas y poniéndose en pie-. Pero está equivocado. A los estudiantes del Renacimiento se les animaba a participar en juegos. Se les enseñaba que un cuerpo sano conlleva una mente sana. Y, desde luego, tenían deportes de equipo, como criquet, tenis… e incluso rugby. -Volvió la cabeza hacia la chica pelirroja y sonrió, y ella le devolvió la sonrisa con gratitud; dirigiéndose al profesor, añadió-: Pero las cosas más importantes que aprendían eran buenos modales y urbanidad. Estoy seguro de que su libro se lo dirá.
Algunos alumnos sonreían abiertamente. El rostro del profesor estaba rojo de rabia y el hombre farfullaba. Pero Stefan siguió sosteniéndole la mirada, y al cabo de un minuto fue el otro quien desvió los ojos.
Sonó la campana.
Stefan se puso rápidamente las gafas y recogió sus libros. Ya había atraído más atención sobre sí de la que debería, y no quería tener que mirar a la chica rubia otra vez. Además, necesitaba salir de allí rápidamente; notaba una familiar sensación abrasadora en sus venas.
Cuando llegaba a la puerta, alguien gritó:
– ¡Eh! ¿Realmente jugaban a rugby en aquellos tiempos?
No pudo evitar lanzar una sonrisa burlona por encima del hombro.
– Claro que sí. A veces con las cabezas cortadas de los prisioneros de guerra.
Elena le observó mientras se alejaba. La había rechazado deliberadamente. La había desairado a propósito, y delante de Caroline, que no le había quitado los ojos de encima. Las lágrimas ardían en sus ojos, pero en aquel momento sólo una idea bullía en su cabeza.
Lo tendría, incluso aunque le fuera la vida en ello. Aunque les fuera la vida a los dos, lo tendría.
Capítulo 3
La primera luz del amanecer veteaba la noche de rosa y del verde más pálido. Stefan la observó desde la ventana de su habitación en la casa de huéspedes. Había alquilado aquella habitación específicamente debido a la trampilla del techo, una trampilla que daba a la plataforma de observación del tejado situado encima. En aquel momento, la trampilla estaba abierta, y un viento fresco y húmedo descendía por la escalera situada debajo. Stefan estaba totalmente vestido, pero no porque hubiera madrugado. No se había acostado.
Acababa de regresar del bosque y llevaba algunos restos de hojas húmedas pegados a un lado de la bota. Los retiró meticulosamente. Los comentarios de los estudiantes del día anterior no le habían pasado por alto y sabía que se habían fijado en sus ropas. Siempre se había vestido con lo mejor, no sólo por vanidad, sino porque era lo correcto. Su tutor lo había dicho a menudo: «Un aristócrata debería vestir como corresponde a su posición. Si no lo hace, muestra desprecio por los demás».
¿Por qué se dedicaba a pensar en aquellas cosas? Claro, debería haber comprendido que hacer el papel de un estudiante era probable que le recordara sus propios días como alumno. En aquellos momentos, los recuerdos le llegaban copiosamente, como si ojeara las páginas de un diario, los ojos capturando una anotación aquí y allí. Una apareció fugazmente ante éclass="underline" el rostro de su padre cuando Damon había anunciado que abandonaba la universidad. Jamás olvidaría eso. Jamás había visto a su padre tan enojado…