– ¿Qué quieres decir con que no vas a volver? -Giuseppe era por lo general un hombre justo, pero tenía mal genio, y su hijo mayor hacia aflorar la violencia que había en él.
Justo en aquel momento, ese hijo se tocaba ligeramente los labios con un pañuelo de seda color azafrán.
– Había pensado que incluso tú podrías entender una frase tan simple, padre. ¿Deseas que te la repita en latín?
– Damon… -empezó Stefan con severidad, consternado ante aquella falta de respeto.
Pero su padre le interrumpió.
– ¿Me estás diciendo que yo, Giuseppe, Conté di Salvatore, tendré que presentarme ante mis amigos sabiendo que mi hijo es un scioparto? ¿Un bueno para nada? ¿Un haragán que no aporta ninguna contribución útil a Florencia?
Los criados se iban alejando lentamente a medida que Giuseppe se encolerizaba más.
Damon ni siquiera pestañeó.
– Aparentemente. Si puedes llamar amigos a esos que te lisonjean con la esperanza de que les prestes dinero.
– Sporco parassito! -gritó Giuseppe, levantándose de su silla-. ¿No es ya bastante malo que cuando estás en la escuela despilfarres tu tiempo y mi dinero? Ah, sí, lo sé todo sobre el juego, las justas y las mujeres. Y sé que de no ser por tu secretario y tus tutores suspenderías todos los cursos. Pero ahora tienes la intención de deshonrarme totalmente. ¿Y por qué? ¿Por qué? -Su enorme mano se alzó veloz para agarrar la barbilla de Damon-. ¿Para poder regresar a tus cacerías y tu cetrería?
Stefan tuvo que hacerle justicia a su hermano; Damon ni siquiera se echó atrás. Se mantuvo firme, casi repantigado en la mano de su padre que lo sujetaba, un aristócrata de pies a cabeza, desde la gorra elegantemente sencilla sobre la oscura cabeza pasando por la capa ribeteada de armiño hasta llegar a los suaves zapatos de cuero. Su labio superior estaba curvado en un gesto de absoluta arrogancia.
«Has ido demasiado lejos esta vez -pensó Stefan, observando a los dos hombres, que se miraban fijamente a los ojos-. Ni siquiera tú serás capaz de salir de ésta usando tus encantos.»
Pero justo entonces sonaron unos pasos suaves en la entrada del estudio. Stefan volvió la cabeza y se quedó encandilado con unos ojos de color lapislázuli enmarcados por largas pestañas doradas. Era Katherine. Su padre, el barón Von Swartzschild, la había traído desde las frías tierras de los príncipes alemanes a la campiña italiana, con la esperanza de que esto ayudaría a que se recuperara de una larga enfermedad. Y desde el día de su llegada, todo había cambiado para Stefan.
– Os pido disculpas. No era mi intención molestar.
Su voz era suave y nítida. Efectuó un leve gesto como para marcharse.
– No, no te vayas. Quédate -se apresuró a decir Stefan.
Quiso decir más, tomarle la mano…, pero no se atrevió. No con su padre presente. Todo lo que pudo hacer fue mirar fijamente aquellos ojos azules, como gemas, alzados hacia él.
– Sí, quedaos -dijo Giuseppe, y Stefan vio que la expresión furiosa de su padre se había aclarado y que había soltado a Damon.
El noble se adelantó, alisando los gruesos pliegues de la larga toga ribeteada en piel.
– Vuestro padre debería estar de regreso de sus negocios en la ciudad hoy, y le encantará veros. Pero vuestras mejillas están pálidas, pequeña Katherine. Espero que no volváis a estar enferma.
– Ya sabéis que siempre estoy pálida, señor. No utilizo colorete como vuestras atrevidas muchachas italianas.
– No lo necesitas -dijo Stefan sin poder contenerse, y ella le sonrió.
Era tan hermosa… El muchacho sintió un dolor en el pecho.
– Y os veo demasiado poco durante el día -siguió su padre-. Casi nunca nos concedéis el placer de vuestra compañía antes del crepúsculo.
– Llevo a cabo mis estudios y mis devociones en mis propios aposentos, señor -respondió Katherine en voz queda, bajando las pestañas.
Stefan sabía que no era cierto, pero no dijo nada; jamás traicionaría el secreto de Katherine. La muchacha volvió a alzar los ojos hacia el padre de Stefan.
– Pero ahora estoy aquí, señor.
– Sí, sí, eso es cierto. Y debo ocuparme de que esta noche tengamos una comida muy especial para celebrar el regreso de vuestro padre. Damon…, hablaremos más tarde.
Mientras Giuseppe hacía una seña a un sirviente y marchaba con paso decidido, Stefan se volvió hacia Katherine con deleite. Casi nunca podían conversar sin la presencia de su padre o de Gudren, la imperturbable doncella alemana de la joven.
Pero lo que Stefan vio fue como un puñetazo en el estómago, Katherine sonreía…, aquella leve sonrisa reservada que tan a menudo había compartido con él. Pero no le miraba a él. Miraba a Damon.
Stefan odió a su hermano en aquel momento, odió la belleza morena y la gracia y la sensualidad de Damon, que atraían a las mujeres hacia él como polillas a una llama. Quiso en ese momento golpear a Damon, hacer pedazos aquella belleza. Pero tuvo que permanecer allí y contemplar cómo Katherine avanzaba despacio hacia su hermano, paso a paso, con su vestido de brocado dorado susurrando sobre el suelo de baldosas.
Y mientras él observaba, Damon extendió una mano hacia Katherine y sonrió con la cruel sonrisa del triunfo…
Stefan se apartó de la ventana rápidamente.
¿Por qué volvía a abrir viejas heridas? Pero, incluso mientras lo pensaba, sacó la delgada cadena de oro que llevaba bajo la camisa. Su pulgar y su índice acariciaron el anillo que colgaba de ella y luego lo alzó hacia la luz.
El pequeño aro estaba exquisitamente labrado en oro, y cinco siglos no habían amortiguado su lustre. Llevaba engarzada una única piedra, un lapislázuli del tamaño de la uña de su meñique. Stefan lo contempló, luego miró el grueso anillo de plata, también con un lapislázuli engarzado, de su propia mano. En el pecho sintió una opresión familiar.
No podía olvidar el pasado y en realidad no deseaba hacerlo. Pese a todo lo que había sucedido, atesoraba el recuerdo de Katherine. Pero había un recuerdo que realmente no debía perturbar, una página del diario que no debía volver. Si tenía que revivir aquel horror, aquella… abominación, se volvería loco. Como había enloquecido aquel día, aquel último día, cuando había contemplado su propia condenación…
Se apoyó en la ventana, con la frente presionada sobre su frescor. Su tutor también le había dicho: «El mal jamás encontrará la paz. Puede que triunfe, pero jamás encontrará la paz».
¿Por qué había tenido que venir a Fell's Church?
Había esperado hallar la paz aquí, pero eso era imposible. Jamás le aceptarían, jamás descansaría. Porque era malvado. No podía cambiar lo que era.
Elena se levantó más temprano de lo habitual esa mañana y oyó a tía Judith trasteando en su habitación, preparándose para tomar su ducha. Margaret dormía aún profundamente, enroscada igual que un ratoncito en su cama. Elena pasó ante la puerta entreabierta de su hermana menor sin hacer ruido y continuó por el pasillo hasta abandonar la casa.
El aire era fresco y limpio esa mañana; el membrillo estaba habitado únicamente por los acostumbrados arrendajos y gorriones. Elena, que se había acostado con un terrible dolor de cabeza, alzó el rostro hacia el limpio cielo azul y respiró profundamente.
Se sentía mucho mejor de lo que se había sentido el día anterior. Había prometido encontrarse con Matt antes del instituto y, aunque no le hacía mucha ilusión, estaba segura de que todo iría bien.
Matt vivía a sólo dos calles del instituto. Era una sencilla casa de madera, como todas las demás en aquella calle, excepto que quizá el columpio del porche estaba un poco más deslucido y la pintura un poco más desconchada. Matt estaba ya en el exterior, y por un momento el corazón de la muchacha se aceleró ante la familiar visión.