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Realmente era apuesto. De eso no había duda. No del modo deslumbrante, casi perturbador, de… alguna persona, sino de un saludable modo americano. Matt Honeycutt era típicamente americano. Llevaba el pelo rubio muy corto por la temporada de rugby y tenía la piel bronceada debido al trabajo al aire libre en la granja de sus abuelos. Sus ojos azules eran honestos y francos. Y justo hoy, mientras extendía los brazos para abrazarla con suavidad, estaban algo tristes.

– ¿Quieres entrar?

– No. Limitémonos a andar -dijo Elena.

Caminaron uno junto al otro sin tocarse. Arces y nogales negros bordeaban aquella calle, y el aire tenía aún una quietud matutina. Elena contempló sus pies sobre la húmeda acera, sintiéndose repentinamente indecisa. Después de todo, seguía sin saber cómo empezar.

– No me has hablado de Francia -dijo él.

– Ah, fue fenomenal -respondió Elena, y le miró de soslayo; también él miraba la acera-. Todo resultó fenomenal -continuó, intentando dar un poco de entusiasmo a su voz-. La gente, la comida, todo. Realmente fue… -Su voz se apagó, y lanzó una carcajada nerviosa.

– Sí, ya sé. Fenomenal -terminó él por ella.

Matt se detuvo y se quedó mirando al suelo, a sus arañadas zapatillas de tenis. Elena vio que eran las del año anterior. La familia de Matt apenas conseguía ir tirando; a lo mejor no había podido permitirse unas nuevas. La joven alzó la vista y se encontró aquellos resueltos ojos azules fijos en su rostro.

– ¿Sabes?, tienes un aspecto de lo más fenomenal justo ahora -dijo él.

Elena abrió la boca con consternación, pero él volvía a hablar ya.

– E imagino que tienes algo que decirme.

Elena le miró de hito en hito, y él sonrió, con una sonrisa torcida y pesarosa. Luego volvió a tenderle los brazos.

– Matt -dijo ella, abrazándole con fuerza; luego se apartó para mirarle a la cara-. Matt, eres el chico más gentil que he conocido nunca. No te merezco.

– Ah, entonces por eso me plantas -dijo él mientras volvían a andar-. Porque soy demasiado bueno para ti. Debería haberme dado cuenta antes.

Ella le dio un puñetazo en el brazo.

– No, no es por eso, y tampoco te estoy plantando. Seremos amigos, ¿de acuerdo?

– Desde luego. Por supuesto.

– Porque eso es lo que he comprendido que somos. -Se detuvo, volviendo a alzar la mirada hacia él-. Buenos amigos. Sé honrado ahora, Matt, ¿no es eso lo que realmente sientes por mí?

Él la miró y luego alzó los ojos al cielo.

– ¿Puedo acogerme a la Quinta Enmienda respecto a eso? -dijo y al ver que Elena ponía cara larga, añadió-: no tiene nada que ver con ese chico nuevo, ¿verdad?

– No -respondió ella tras una vacilación, y luego añadió con rapidez-, ni siquiera le conozco aún. No sé quién es.

– Pero quieres conocerle. No, no lo digas. -La rodeó con un brazo y la hizo girar con suavidad-. Vamos, vayamos hacia el instituto. Si tenemos tiempo, incluso te compraré una rosquilla.

Mientras andaban, algo se agitó violentamente en el nogal sobre sus cabezas. Matt lanzó un silbido y señaló con el dedo.

– ¡Mira eso! Es el cuervo más grande que he visto nunca.

Elena miró, pero ya había desaparecido.

Aquel día, el instituto fue sólo el lugar adecuado para que Elena repasara su plan.

Por la mañana había despertado sabiendo qué hacer. Y durante el día reunió toda la información que pudo a propósito de Stefan Salvatore. Lo que no fue difícil, porque todo el mundo en el Robert E. Lee hablaba de él.

Todo el mundo sabía que había tenido alguna especie de roce con la secretaria de admisiones el día anterior. Y hoy lo habían llevado al despacho del director. Algo relacionado con sus papeles. Pero el director lo había enviado de vuelta al aula (tras, se rumoreaba, una llamada de larga distancia a Roma… ¿o era Washington?), y todo parecía arreglado ya. Oficialmente, al menos.

Cuando Elena llegó a su clase de Historia Europea aquella tarde, la saludó un suave silbido en el pasillo. Dick Cárter y Tyler Smallwood remoloneaban por allí. Una pareja de imbéciles de primera, se dijo, haciendo caso omiso del silbido y las miradas fijas. Pensaban que ser pateador y defensa en el equipo de rugby de la escuela los convertía en unos tipos sensacionales. Mantuvo un ojo puesto en ellos mientras también ella remoloneaba por el pasillo, dándose una nueva capa de pintalabios y jugueteando con la polvera. Había dado a Bonnie instrucciones especiales, y el plan estaba listo para ponerlo en práctica en cuanto Stefan apareciera. El espejo de la polvera le proporcionaba una visión fenomenal del pasillo a su espalda.

Con todo, de algún modo no le vio llegar. Apareció a su lado de improviso, y ella cerró la polvera de golpe mientras él pasaba. Su intención era detenerlo, pero algo sucedió antes de que pudiera hacerlo. Stefan se puso tenso… o, al menos, algo hubo en él que le hizo adoptar una actitud cautelosa de improviso. Justo entonces, Dick y Tyler se colocaron frente a la puerta del aula de historia, impidiendo el paso.

Imbéciles de talla mundial, se dijo Elena. Echando chispas, los miró iracunda por encima del hombro de Stefan.

Disfrutaban con el jueguecito, repantigados en la entrada mientras fingían estar totalmente ciegos a la presencia de Stefan allí de pie.

– Excusad.

Era el mismo tono de voz que había usado con el profesor de historia. Sosegado, distante.

Dick y Tyler se miraron el uno al otro, luego a su alrededor, como si oyeran voces fantasmales.

– ¿Escuuzi? -dijo Tyler con voz de falsete-. ¿Escuuzi a mí? ¿A mí escuuzi? ¿Jacuzzi?

Los dos rieron.

Elena vio cómo los músculos se tensaban bajo la camiseta que tenía delante. Aquello era totalmente injusto; los dos eran más altos que Stefan y las espaldas de Tyler eran casi el doble de anchas.

– ¿Sucede algo?

Elena se sobresaltó tanto como los dos muchachos ante la nueva voz a su espalda. Dio media vuelta y se encontró con Matt. Sus ojos azules tenían una mirada dura.

Elena se mordió los labios para contener una sonrisa mientras Tyler y Dick se apartaban despacio, con resentimiento. El bueno de Matt, se dijo. Pero ahora el bueno de Matt entraba en el aula acompañando a Stefan, y ella se tenía que resignar con seguirlos, observando la parte posterior de dos camisetas. Cuando se sentaron, se deslizó en el pupitre situado detrás de Stefan, desde donde podía observarle sin que la viera. Su plan tendría que esperar hasta que finalizara la clase.

Matt hacía sonar monedas en su bolsillo, lo que significaba que quería decir algo.

– Eh, oye -empezó por fin, incómodo-. Esos chicos, ya sabes…

Stefan rió. Fue un sonido amargo.

– ¿Quién soy yo para juzgar?

Había más emoción en su voz de la que Elena había oído antes, incluso cuando había hablado al señor Tanner. Y aquella emoción era infelicidad total.

– De todos modos, ¿por qué tendría que ser bienvenido aquí? -finalizó, casi para sí mismo.

– ¿Por qué no deberías serlo? -Matt había estado mirando fijamente a Stefan, y en ese momento su mandíbula se irguió con determinación-. Oye -dijo-, ayer hablaste sobre rugby. Bien, nuestro mejor receptor abierto se ha roto un ligamento, y necesitamos un sustituto. Las pruebas son esta tarde. ¿Qué te parece?

– ¿Yo? -Stefan pareció verse cogido por sorpresa-. Ah… No sé si podría.

– ¿Sabes correr?

– ¿Correr…?

Stefan se medio giró hacia Matt, y Elena vio cómo un leve atisbo de sonrisa curvaba sus labios.

– Sí.

– Eso es todo lo que un receptor abierto tiene que hacer. Yo soy el quarterback. Si puedes atrapar lo que yo tire y correr con ello, puedes jugar.

– Entiendo.

Lo cierto era que Stefan casi sonreía, y aunque la boca de Matt tenía una expresión seria, sus ojos azules estaban risueños. Sorprendida de sí misma, Elena advirtió que estaba celosa. Había una cordialidad entre los dos muchachos que la excluía completamente.