Una vez abandonado el porche trasero, y ya en el patio, vaciló. No quería tropezarse con nadie conocido. Pero ¿adonde podía ir para estar sola?
La respuesta llegó casi al instante. Desde luego. Iría a ver a su madre y a su padre.
Era una caminata bastante larga, casi hasta las afueras de la ciudad, pero durante los últimos tres años se había convertido en algo acostumbrado para Elena. Cruzó al otro lado del puente Wickery y ascendió la colina, pasando ante la iglesia en ruinas. Luego descendió al pequeño valle situado abajo.
Aquella parte del cementerio estaba bien cuidada; era a la parte antigua a la que se le permitía estar en un estado ligeramente salvaje. Aquí, la hierba estaba pulcramente cortada, y ramos de flores ofrecían notas de vividos colores. Elena se sentó junto a la gran lápida de mármol con la palabra «Gilbert» tallada en la parte frontal.
– Hola, mamá. Hola, papá -murmuró.
Se inclinó sobre el lugar para depositar una flor violeta que había recogido de camino. Luego dobló las piernas bajo el cuerpo y se quedó sentada.
Había ido allí a menudo tras el accidente. Margaret sólo tenía un año en el momento del accidente de coche, y lo cierto era que no los recordaba. Pero Elena sí. Dejó que su mente retrocediera para ojear recuerdos, y el nudo de su garganta aumentó y las lágrimas salieron con más facilidad. Todavía los echaba mucho de menos… Su madre, tan joven y hermosa, y su padre, con una sonrisa que le arrugaba los ojos.
Tenía suerte de contar con tía Judith, desde luego. No todas las tías abandonarían su empleo y volverían a vivir en una ciudad pequeña para hacerse cargo de dos sobrinas huérfanas. Y Robert, el novio de tía Judith, era más un padre adoptivo para Margaret que un futuro tío.
Pero Elena recordaba a sus padres. En ocasiones, justo después del funeral, había acudido allí para enfurecerse con ellos, enfadada con ellos por haber sido tan estúpidos como para matarse. Eso fue cuando no conocía muy bien a tía Judith y sentía que ya no había ningún lugar en la tierra al que perteneciera.
¿Adonde pertenecía ahora?, se preguntó. La respuesta fácil era: allí, a Fell's Church, donde había vivido toda su vida. Pero últimamente la respuesta fácil parecía equivocada. Últimamente sentía que debía existir algo más allá para ella, algún lugar que reconocería en seguida y llamaría hogar.
Una sombra cayó sobre su persona y alzó los ojos sobresaltada. Por un instante, las dos figuras de pie junto a ella resultaron extrañas, desconocidas, vagamente amenazadoras. Las miró fijamente, paralizada.
– Elena -dijo nerviosamente la figura más pequeña, con las manos en las caderas-, a veces realmente me preocupo por ti, realmente lo hago.
Elena pestañeó y luego lanzó una breve carcajada. Eran Bonnie y Meredith.
– ¿Qué tiene que hacer una persona para conseguir un poco de intimidad por aquí? -preguntó mientras ellas se sentaban.
– Decirnos que nos marchemos -sugirió Meredith, pero Elena se limitó a encogerse de hombros.
Meredith y Bonnie habían acudido allí a menudo en su busca los meses siguientes al accidente. De repente se sintió complacida por ello, y agradecida a ambas. Aunque no hubiera nada más, tenía amigas que se preocupaban por ella. No le importó si sabían que había estado llorando, aceptó el pañuelo de papel arrugado que Bonnie le ofreció y se secó los ojos. Las tres permanecieron sentadas en silencio durante un rato, observando cómo el viento alborotaba el robledal del extremo del cementerio.
– Siento lo que sucedió esta mañana -dijo Bonnie por fin, en voz baja-. Fue realmente terrible.
– Y tu segundo nombre es «Tacto» -dijo Meredith-. No pudo haber sido tan malo, Elena.
– No estabas allí. -Elena se sintió enrojecer toda ella ante el recuerdo-. Sí que fue terrible. Pero ya no me importa -añadió categórica, desafiante-. He acabado con él. Ya no le quiero.
– ¡Elena!
– No le quiero, Bonnie. Evidentemente piensa que es demasiado bueno para… para los americanos. Así que puede coger esas gafas de sol de diseño y… -Se escucharon resoplidos de risa procedentes de sus compañeras. Elena se sonó la nariz y negó con la cabeza-. De todos modos -dijo, cambiando decididamente de tema-, al menos Tanner parecía de mejor humor hoy.
Bonnie adoptó una expresión de mártir.
– ¿Sabes que hizo que me apuntara para ser la primera en presentar la exposición oral? De todos modos, no me importa. Voy a hacer el mío sobre los druidas, y:…
– ¿Sobre qué?
– Druidas. Esos viejos raros que construyeron Stonehenge y hacían magia y cosas así en la antigua Inglaterra. Desciendo de ellos; por eso soy médium.
Meredith lanzó un resoplido, pero Elena contempló con el entrecejo fruncido la brizna de hierba que retorcía entre los dedos.
– Bonnie, ¿realmente viste algo en mi palma ayer? -preguntó súbitamente.
La muchacha vaciló.
– No lo sé -dijo por fin-. Creí verlo entonces. Pero a veces la imaginación se me descontrola.
– Sabía que estabas aquí -observó Meredith inesperadamente-. Yo pensé en mirar en la cafetería, pero Bonnie dijo: «Está en el cementerio».
– ¿Lo hice? -Bonnie pareció levemente sorprendida e impresionada-. Bien, ya lo ves. Mi abuela de Edimburgo tiene el don de la clarividencia, y yo también. Siempre salta una generación.
– Y desciendes de los druidas -dijo Meredith en voz solemne.
– ¡Bueno, es cierto! En Escocia mantienen las viejas tradiciones. No te creerías algunas de las cosas que hace mi abuela. Tiene un modo de averiguar con quién te vas a casar y cuándo vas a morir. Me dijo que moriría joven.
– ¡Bonnie!
– Lo hizo. Seré joven y hermosa dentro de mi ataúd. ¿No creéis que es romántico?
– No, no lo creo. Creo que es repugnante -replicó Elena.
Las sombras se alargaban y el viento se había vuelto fresco.
– Así pues, ¿con quién te vas a casar, Bonnie? -terció Meredith con habilidad.
– No lo sé. Mi abuela me contó el ritual para averiguarlo, pero jamás lo probé. Por supuesto -Bonnie adoptó una pose sofisticada-, tiene que ser escandalosamente rico y guapísimo. Como nuestro misterioso desconocido moreno, por ejemplo. En especial, si nadie más le quiere. -Dirigió una mirada traviesa a Elena.
Elena no picó el anzuelo.
– ¿Qué hay de Tyler Smallwood? -murmuró inocentemente-. Su padre es, desde luego, bastante rico.
– Y no es feo -estuvo de acuerdo Meredith en tono solemne-. Eso, desde luego, si te gustan los animales. Todos esos enormes dientes blancos…
Las muchachas intercambiaron miradas y luego prorrumpieron en carcajadas. Bonnie arrojó un puñado de hierba a Meredith, que se la sacudió de encima y le arrojó un diente de león en respuesta. En algún momento en medio de todo ello, Elena comprendió que iba a estar bien. Volvía a ser ella misma, no estaba perdida, no era una desconocida, sino Elena Gilbert, la reina del Robert E. Lee. Se quitó la cinta color crema del pelo y sacudió los cabellos alrededor del rostro.
– He decidido sobre qué hacer mi exposición oral -dijo, contemplando con ojos entrecerrados cómo Bonnie se pasaba los dedos por los rizos para quitar la hierba.
– ¿Qué será?
Elena echó la barbilla hacia arriba para contemplar el cielo rojo y morado de encima de la colina. Aspiró pensativa y dejó que el suspense creciera por un instante. Luego dijo con indiferencia:
– El Renacimiento italiano.
Bonnie y Meredith la miraron fijamente, luego se miraron entre sí y prorrumpieron en fuertes carcajadas otra vez.
– ¡Aja! -dijo Meredith cuando se recuperaron-. Así que el tigre regresa.
Elena le dedicó una mueca salvaje. Su conmocionada seguridad en sí misma había regresado, y aunque no lo comprendía ni ella misma, sabía una cosa: no iba a dejar que Stefan Salvatore escapara incólume.