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– Son leales y siempre quieren verme feliz. Especialmente cuando llevo tarta de fresa.

– ¿No invita a ningún caballo?

Ella negó con la cabeza y algo brilló en sus ojos.

– No. Me dan miedo.

Él alzó las cejas con rapidez.

– ¿Los caballos?

– No, las tartas de fresa. -Le brindó otra amplia sonrisa-. Sí, los caballos. Me gustan siempre y cuando estén a más de tres metros de mí.

– Le debe de resultar muy difícil ir en carruaje.

– Cierto. Ir en carruaje no es, definitivamente, una de mis grandes pasiones.

Matthew señaló su bloc con la cabeza.

– ¿Puedo ver su dibujo?

– Oh…, es muy simple. Apenas había comenzado.

Como mirar un rudimentario dibujo era bastante más seguro que volver a hablar sobre especies de plantas de las que él nunca había oído hablar, le dijo:

– No me importa, si a usted tampoco.

Ella apretó los labios, y él reparó en los hoyuelos que se le formaron en las mejillas. Aunque estaba renuente, podía ver claramente que no quería ofender a su anfitrión. Por Dios, el dibujo debía de ser malísimo. Bien, le echaría un vistazo rápido, le soltaría algún cumplido cortés, y luego se excusaría. No cabía duda de que él había cumplido con su deber de conversar, y que ahora sabía ya bastantes cosas sobre ella. No tenía ganas de despertar sus sospechas prolongando su charla demasiado tiempo.

Ella le tendió el bloc con extrema cautela, como si él fuera a morderle, pero en lugar de ofenderle, le divirtió. Por lo general, las mujeres solían estar deseosas de complacerle. Estaba claro que no era el caso de la señorita Sarah Moorehouse.

Él cogió el bloc y bajó la vista. Luego parpadeó. Lo giró un poco para captar mejor la luz suave del amanecer.

– Esto es muy bueno -dijo, incapaz de ocultar su tono sorprendido.

– Gracias. -Ella sonó tan sorprendida como él.

– Si esto es lo que usted llama «simple», me gustaría ver qué considera un dibujo acabado. Los detalles que ha captado, especialmente aquí… -se acercó un poco más, hasta detenerse a su lado, luego sujetó el bloc con una mano mientras señalaba la cara de Flora con la otra- y aquí, en la expresión, es algo asombroso. Puedo imaginarme la sonrisa que está a punto de aparecer. Casi puedo ver cómo cobra vida.

Volvió la cabeza para mirarla, y desplazó los ojos por su perfil, percibiendo la nariz pequeña y recta, casi demasiado pequeña para soportar la montura metálica de las gafas. Y la curva de la mejilla, con la suave piel manchada de carboncillo.

Como si ella hubiera sentido el peso de su mirada, se giró para mirarle, y él se sintió sorprendido porque ella era realmente alta. La mayoría de las mujeres apenas le llegaba a los hombros, pero los ojos de ella estaban casi a la misma altura de los de él.

Ella parpadeó tras las gafas, como si la sorprendiera encontrarle allí. El grosor de las lentes hacía que sus ojos parecieran más grandes, y él sintió el repentino deseo de que hubiera más luz para saber de qué color eran. No parecían oscuros, probablemente fueran azules.

– Usted es muy alto -dijo ella con demasiada rapidez. Tan pronto como pronunció las palabras, apretó los labios como si se le hubieran escapado sin querer. Incluso a la tenue luz pudo ver él el rubor que le teñía las mejillas.

Una sonrisa tiró de las comisuras de los labios de Matthew.

– Eso mismo pensaba yo de usted. Es un alivio no tener que encorvarme para conversar.

Una risita se escapó de los labios de Sarah y esbozó una sonrisa.

– Es justo lo que estaba pensando.

La mirada de él fue de la sonrisa a los hoyuelos profundos e intrigantes que, según pudo observar, enmarcaban un par de labios exuberantes.

– Ha captado la expresión de Flora a la perfección -dijo él-. El aire de felicidad y serenidad que emana.

– Su cara refleja amor y satisfacción profundos -dijo ella con suavidad-. Algo comprensible, ya que está en su lugar favorito, el jardín, rodeada de todo lo que ama. -Miró su boceto y en su voz se percibió un deje de tristeza-. Pasa su vida siendo amada, rodeada de todo lo que ama, es decir…

– ¿Envidia su posición? -sugirió él, observando su perfil. Ella se volvió hacia él y lo estudió durante varios segundos, con la misma atención con que la observaba él. Aunque era la hermana de lady Wingate, no pudo observar parecido alguno entre esa mujer y la hermosa vizcondesa. Nadie podría decir que la señorita Moorehouse fuera una belleza. Sus rasgos parecían… poco armónicos. Los ojos, agrandados por las gafas, eran demasiado grandes, la nariz demasiado pequeña. La barbilla demasiado decidida y los labios exuberantes. Incluso su altura no estaba a la moda. Su pelo de color ratón era, por lo que podía ver en ese momento, indomable. Trató de recordar algo, cualquier cosa que pudiera haber oído sobre ella, pero sólo sabía que era la dama de compañía de lady Wingate y que era solterona. Con esos datos, se la habría imaginado como a una matrona de mediana edad, severa y de rostro demacrado. Pero aunque no era hermosa, no era ni vieja ni severa ni demacrada. No, esa mujer era joven. Y saludable. Y estaba claro que además era inteligente. Poseía una sonrisa fascinante que le iluminaba el semblante. Una sonrisa que ofrecía un intrigante contraste con la tristeza que él había detectado en su voz. Y unos enormes ojos rasgados tan inocentes que resultaba difícil apartar la mirada de ella.

«Sí, pero también era curiosa y la noche anterior estaba haciendo algo que no tenía intención de confesar.»

– Es un lugar envidiable -repitió ella con suavidad-. Sí, eso lo describe a la perfección. ¿Quién podría pedir más?

«Yo.» Él quería algo más. Algo que le frustraba no tener, algo que quería desde hacía casi un año. Algo que anhelaba, pero que le desesperaba no encontrar. Quería paz.

Una palabra muy simple para algo tan condenadamente difícil de alcanzar.

Se dio cuenta de que la estaba mirando con fijeza y se aclaró la garganta.

– ¿Tiene más dibujos en su bloc?

– Sí, pero…

Sarah se interrumpió cuando él abrió una página al azar y observó el bello boceto de una flor a acuarela. Debajo de él, escrito con una letra pequeña y meticulosa ponía narcissus sylvestris que, dado que reconocía la flor, era claramente el nombre latino para…

– Un narciso -dijo él-. Muy bonito. Tiene usted tanto talento con las acuarelas como con el carboncillo.

– Gracias. -De nuevo ella pareció asombrarse por el cumplido, y él se preguntó por qué. Estaba claro que cualquiera que viera los dibujos se daría cuenta de que eran excelentes-. He hecho bocetos de centenares de especies.

– ¿Otra de sus pasiones?

Ella sonrió.

– Mucho me temo que sí.

– ¿Y qué hace con ellos? ¿Los enmarca para colgarlos en su casa?

– Oh, no. Los dejo en los blocs de dibujo y los voy añadiendo a mi colección. Tengo intención de organizados en algún momento y publicar un libro de jardinería con ellos.

– ¿De verdad? Un fin encomiable.

– No puedo aspirar a ninguna otra cosa.

Matthew dejó de observar el boceto y sus miradas se cruzaron. En ese momento había bastante más luz y podía percibir que sus ojos no eran azules en absoluto, sino más bien de un castaño cálido y dorado. Además de inteligencia, detectó un leve reto en su mirada directa, como si lo estuviera desafiando a poner en duda su objetivo. No pensaba hacerlo, por supuesto. Porque además de curiosa, la señorita Moorehouse era una de esas eficientes y aterradoras solteronas que intentaba siempre conseguir sus propósitos sin importar los obstáculos que encontrara en el camino.

– ¿Por qué conformarse con la luna si se puede alcanzar las estrellas? -añadió él.

Ella parpadeó, luego volvió a sonreír.

– Exactamente -convino ella.

Consciente de que estaba mirándola fijamente otra vez, centro su atención en el bloc de dibujo. Pasó algunas páginas más, estudiando bocetos de plantas poco familiares con impronunciables nombres latinos, y de flores de las que no recordaba los nombres, pero que le sonaban por las horas que había pasado cavando alrededor de ellas. Una de las flores que reconoció fue una rosa, y contuvo un estremecimiento. Por alguna misteriosa razón esas malditas flores lo hacían estornudar. Las evitaba siempre que podía.