Pasó otra página. Y se quedó mirando fijamente. Era el detallado dibujo de un hombre. De un hombre muy desnudo. Un hombre que estaba generosamente… dotado. Un hombre que, por lo que decían las letras mayúsculas que había al pie de la página, se llamaba Franklin N. St…
Sarah contuvo el aliento y le arrebató el bloc de dibujo de las manos para cerrarlo. El chasquido de las páginas al cerrarse pareció resonar entre ellos.
Matthew no podía decidir si se encontraba divertido, asombrado o intrigado. Lo cierto era que no lo habría sospechado de esa mujer tan anodina. Pero estaba claro que había más en ella de lo que parecía. ¿Podría ser que se hubiera pasado la noche anterior haciendo dibujos eróticos? Maldición, ¿podía ser que ese tal Franklin fuera uno de sus propios sirvientes? Había un joven llamado Frank entre los jardineros…
Aunque era poco probable. ¡Apenas acababa de llegar! Trató de recordar los rasgos del hombre del dibujo, pero lo único que le venía a la mente era su cara morena e indefinida…, la única parte de él que estaba borrosa.
– ¿Un amigo suyo? -preguntó en tono arrastrado.
Ella levantó la barbilla.
– ¿Y si así fuera?
Bien, era admirable cómo se mantenía firme.
– Diría que lo ha retratado bastante bien. Aunque estoy seguro de que su madre se quedaría conmocionada.
– Al contrario, estoy segura de que no le importaría en absoluto. -Se alejó de él y dirigió su mirada al hueco entre los setos-. Ha sido muy agradable conversar con usted, milord, pero no me gustaría entretenerle más en su paseo matutino.
– Mi paseo, claro -dijo él, sintiendo un inexplicable deseo de retrasar su marcha. Para mirar si tenía más bocetos en los que descubrir un rasgo más de esa mujer cuya personalidad había mostrado tantos contrastes en tan poco tiempo.
Ridículo. Era el momento de retirarse.
– Señorita Moorehouse -se despidió-, la veré esta noche en la cena.
Le dirigió una venia formal, un gesto al que ella respondió con una breve reverencia. Luego, con un suave silbido llamó a Danforth y se dirigió con el perro pegado a los talones en dirección a los establos. Quizás un paseo le ayudara a aclararse la cabeza.
Caminando con paso presto, reflexionó sobre el encuentro con la señorita Moorehouse, y se le ocurrieron dos cosas; la primera que esa mujer era un pozo de sabiduría sin fondo sobre jardinería, algo que podría serle útil para recabar información sin que ella se diera cuenta dada su naturaleza… curiosa. Había tratado de obtener tal información de Paul, pero aunque su jardinero jefe sabía mucho de jardinería, no poseía una educación formal como la que obviamente poseía la señorita Moorehouse. Quizá su invitada era la pieza clave que necesitaba en su búsqueda.
Y en segundo lugar, la mujer eficaz, aunque cortés, ¡le había despedido de su maldito jardín! Como si ella fuera una princesa y él su lacayo. No había insistido, ya que irse era precisamente lo que él había querido hacer desde el principio.
Maldición. No podía decidir si estaba más molesto o intrigado.
Las dos cosas, decidió.
La señorita Sarah Moorehouse era una de esas irritantes solteronas que espiaban por las ventanas cuando deberían estar durmiendo, que siempre estaban en el lugar donde menos esperabas, y que oía y veía cosas que no debería. Pero la evidente contradicción entre su apariencia anodina y su dibujo erótico de un hombre desnudo lo intrigaba.
Como sus conocimientos sobre plantas. Si podía utilizarlos para avanzar en su búsqueda, bien, encontraría la manera de soportar su presencia.
Haría cualquier cosa para terminar la búsqueda y recuperar su vida. Y por si acaso lo había seguido al jardín la noche anterior, ya procuraría él que no lo hiciera de nuevo.
Sarah sostuvo firmemente el bloc de dibujo contra el pecho mientras clavaba la vista en el hueco de los setos por el que lord Langston acababa de desaparecer. Después de varios segundos, dejó escapar el aliento; ni siquiera se había dado cuenta de que había contenido la respiración.
Caramba, no podía negar que su anfitrión era un espécimen con muy buena planta. Incluso, si sólo contara el físico, podría ser calificado fácilmente como el Hombre Perfecto. Mientras había estado parado al lado de Sarah, su pulso se había comportado de una manera inquietante, errática, y sin precedentes, de una manera que no le gustaba en absoluto. ¿Qué le pasaba?
Se ajustó las gafas con un gesto impaciente. No, no le gustaba nada. Porque a pesar de lo atractivo que podía parecer un hombre exteriormente, las apariencias en ese caso engañaban, y sus rasgos bien parecidos ocultaban con toda claridad a un sinvergüenza. ¿Ese hombre era experto en jardinería? ¡Ja! Basándose en la conversación que habían mantenido y los comentarios que había hecho de los bocetos, estaba convencida que no distinguiría el abono de un clavel. Si era cierto que la noche anterior él regresaba de atender sus flores nocturnas cuando lo vio por la ventana, ella se comería su sombrero. No lo llevaba puesto, pero por Dios, iría a por uno para comérselo. Lo que la llevaba de nuevo a preguntarse: ¿qué estaba haciendo la noche pasada lord Langston con esa pala?
Su imaginación conjuró de inmediato espeluznantes imágenes del doctor Frankenstein, y apretó los labios. Fueran o no siniestras las actividades de su anfitrión, eran más que sospechosas en el mejor de los casos, y ella tenía intención de descubrir lo que él estaba tramando, en especial si tenía intención de cortejar a una de sus amigas. Si su anfitrión era culpable de algo, alguien tenía que advertir a Julianne y Emily.
Alguien tenía que detener a lord Langston.
Capítulo 4
Después de un paseo a caballo que ciertamente lo ayudó a aclararse la cabeza, Matthew se cambió de ropa y se dirigió al comedor. Se preguntó si se encontraría con la señorita Moorehouse sentada a la mesa de caoba pulida. Y luego se preguntó por qué ese pensamiento lo hacía sentir inexplicablemente expectante. Sin embargo, cuando llegó, el comedor estaba vacío.
– ¿Ha bajado alguien a desayunar? -le preguntó a Walters mientras el lacayo le servía una taza de café humeante.
– Sólo una de las señoras, milord. No puedo recordar su nombre. Lleva unas gafas gruesas. Y tiene buen apetito. Le gustaron en particular los bollos y la mermelada de frambuesa de la cocinera.
– Ah. Está claro que es una mujer con un gusto excelente -murmuró Matthew levantando la taza de porcelana china.
Una imagen surgió en su mente: la de la señorita Moorehouse dándole un mordisco a un bollo relleno de mermelada, con los hoyuelos marcándosele en las mejillas mientras masticaba y con el labio inferior manchado con un poquito de mermelada de frambuesa. Y en esa imagen, él se inclinaba lentamente hacia ella, que abría los ojos de par en par mientras él le limpiaba la mermelada suavemente con la lengua.
Detuvo la taza a medio camino de su boca y parpadeó para hacer desaparecer la inquietante -y ridícula- imagen. Por Dios, ¿sería posible que la lluvia de la noche anterior le hubiera afectado el cerebro? ¿Que estuviera padeciendo algún tipo de fiebres? O era eso o llevaba demasiado tiempo sin disfrutar de una mujer. Sí, tenía que ser esto último. Pues era imposible que existiera otra explicación de por qué abrigaba el menor interés sexual por una mujer que ni era su tipo ni podía ser considerada de ninguna manera de naturaleza sensual, además de no ser la clase de mujer capaz de inspirar tales pensamientos. Una marisabidilla curiosa, solterona…, simplemente el tipo de mujer que evitaba como a un sarpullido.