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La mirada de Matthew bajó a la boca de ella, y una oleada de calor la atravesó. Luego él levantó la vista, y mirándola a los ojos le preguntó suavemente:

– ¿En qué más es diferente al resto de las damas?

– Bueno, supongo que lo principal es que no soy una dama.

– Quizá, pero me refería al término genérico, como mujer. ¿No le gusta ir de tiendas?

Soltó un pequeño suspiro.

– Lo cierto es que adoro las tiendas. En especial las librerías. Adoro hasta su olor. A cuero, a papel envejecido.

– ¿Algún otro tipo de tiendas?

– Las pastelerías siempre han sido mi debilidad. Y las sombrererías. Me temo que también tengo debilidad por los sombreros.

– ¿Sombreros? ¿De los que se llevan en la cabeza?

– No los conozco de otro tipo. ¿Y usted?

– No…, es sólo que no le había visto ninguno.

– Llevaba puesto uno cuando salí, pero me lo quité para jugar con Danforth. -Levantó una mano y se la pasó inconscientemente por el pelo-. He descubierto que mantener mi pelo bajo un sombrero es la única manera de impedir que se me despeine caprichosamente.

Él levantó la vista a su pelo. Estudió los mechones durante largos segundos, frunció el ceño y ella se contuvo a duras penas de llevarse las manos a la cabeza e impedir que la siguiera mirando. Finalmente él dijo:

– Creía que tenía el pelo castaño, pero bajo la luz del sol… es más bien… de todos los colores. Parece rizado.

Su semblante era ceñudo, así que no le quedó claro si sus palabras eran un cumplido. Mientras se encogía interiormente, tuvo que morderse la lengua para no decirle que ya sabía que su pelo era un revoltijo sin ningún color definido, muchas gracias por recordárselo. Y que por lo tanto era innecesario que él le señalara aquel defecto.

– Horrorosamente rizado -convino ella con un resignado encogimiento de hombros-. Cuando lo suelto parece un estropajo. Me peleo con él todos los días, pero por desgracia, siempre me gana.

– ¿Su madre tiene el pelo rizado?

– No. Mi madre es muy hermosa. Carolyn se parece bastante a ella. -Ansiosa por cambiar de tema, decidió que era el momento adecuado para hacerle un pequeño examen de jardinería-. Dígame, milord… -Sus palabras se interrumpieron cuando su hombro chocó con el de ella, haciendo que le bajaran un montón de escalofríos por el brazo. Inspiró profundamente y captó un olor muy agradable y muy masculino…, una combinación embriagadora de sándalo y almidonada ropa blanca. Su mirada voló hacia él pero lord Langston continuaba andando como si no hubiera pasado nada.

Al permanecer callada, él se giró y le preguntó:

– ¿Que le diga qué, señorita Moorehouse?

Por Dios, le había vuelto a suceder. Había perdido por completo el hilo de la conversación. Qué cosa tan molesta. Con el ceño fruncido, se obligó a concentrarse y su defectuosa memoria tardó en socorrerla. Ah, sí, el examen de jardinería.

– Dígame, milord, ¿planta las straff wort a la sombra o bajo la luz del sol?

– ¿Perdón?

– Las straff wort. En el jardín. ¿Obtiene mejores resultados cuando las planta a la sombra o cuando las expone a la luz del sol?

Él lo meditó varios segundos y luego preguntó:

– ¿Dónde sería mejor según su experiencia?

– A la sombra. Si las planto al sol, las hojas se vuelven muy oscuras.

– Sí, lo mismo me pasa a mí. No hay nada peor que las hojas oscuras y marchitas.

– Oh, estoy de acuerdo. ¿Y las tortlingers? ¿No pierden vitalidad?

– Supongo que tendría que consultarlo con Paul. Es quien se encarga de las tortlingers. -Doblaron la esquina y quedaron a la vista del grupo de la terraza-. ¿Nos unimos a los demás?

– Lo cierto es que preferiría explorar los jardines un poco más, si no le importa. Me gustaría localizar las flores nocturnas.

– No me importa. Que se divierta, señorita Moorehouse. La veré en la cena.

Ambos tomaron caminos diferentes, lord Langston se dirigió a la terraza mientras que Sarah se dirigió hacia los jardines. En cuanto estuvo segura de que no podía verla entre los setos, se detuvo y entrecerró los ojos para mirar a su anfitrión a través del follaje.

«¿Así que sus straff wort prefieren mejor la sombra? ¿Y su jardinero jefe se encarga de las tortlingers

– Bueno, ha caído en la trampa, lord jardinero experto -murmuró para sí misma-. ¿No sabe que no existen ni las straff wort ni las tortlingers?

Lo que quería decir dos cosas: que lord Langston se traía algo entre manos.

Y que ella tenía que descubrir lo que era.

Capítulo 5

En la cena de esa noche, Sarah se sentó de nuevo en el extremo opuesto a su anfitrión, entre lord Berwick y el señor Logan Jennsen. Lord Berwick, al que le echaba algo más de treinta años, poseía el tipo de deslumbrante gallardía rubia que le garantizaba una constante atención femenina allá adonde fuera. Él le dirigió una sonrisa educada, le preguntó cortésmente por su salud, hizo un educado comentario sobre el clima, y después centró la atención en Carolyn, que estaba sentada a su otro lado.

Sarah soltó un suspiro de alivio. Ahora podría concentrarse en la deliciosa comida y no se vería forzada a entablar una incómoda conversación. Tomó una cucharada de sopa cremosa y, como solía hacer, saboreó el líquido en la boca unos segundos antes de tragarlo, identificando mentalmente los ingredientes que se deslizaban por su lengua. Nata fresca, brócoli, perejil, tomillo, una pizca de estragón…

– ¿Hace esto con frecuencia, señorita Moorehouse?

Sarah tragó precipitadamente al oír la profunda voz masculina que le llegaba de la izquierda y giró la cabeza. Los oscuros ojos del señor Jennsen la miraban fijamente.

Tras haberlo observado en varias veladas, Sarah sabía que el misterioso americano era inmensamente rico, y que la mayor parte del tiempo permanecía en los rincones observando a la multitud. Si era por elección propia o porque los miembros de la sociedad lo mantenían apartado -o una combinación de ambas cosas- no lo sabía. Lo invitaban a los acontecimientos -era demasiado rico para ignorarlo-, aunque luego lo mantenían a una distancia prudencial. Como si se tratase de una bestia exótica que en cualquier momento fuera a morderles. Y por supuesto, era americano. Y comerciante. Cualquiera de esas razones era más que suficiente para que la élite de la sociedad lo tratara de una manera no demasiado amigable. Aunque no los habían presentado hasta el día anterior, en las dos ocasiones que se había encontrado con él en Londres, había sentido una especie de afinidad hacia éclass="underline" ambos se sentían extraños.

El señor Jennsen era tan moreno como lord Berwick rubio; era un hombre alto, musculoso y robusto. Tenía rasgos regulares y angulosos, y una nariz que parecía haberse roto más de una vez, y que hacía que nadie pudiera considerarlo guapo. Pero con esos ojos agudos e inteligentes, y su dominante presencia era, sin duda alguna, sumamente irresistible.

No podía ignorar que desde que los habían presentado él le dirigía la palabra, algo que la asombraba, en especial cuando Emily, que estaba muy hermosa con su vestido de muselina verde pálido, estaba sentada justo enfrente de él. Después de limpiarse los labios con la servilleta, Sarah le dijo:

– No estoy segura de qué quiere decir con «esto», señor Jennsen.

– Estas veladas en retiros campestres. -Se le acercó un poco más, haciendo que a ella le llegara su aroma a jabón y a ropa blanca almidonada. Con un susurro que sólo ella pudo oír, añadió-: Estas cenas interminables.

Una risa sorprendida borboteó en la garganta de Sarah ante tan escandaloso comentario. Que el cielo la ayudara, no podía más que estar de acuerdo con él. Tosió para ahogar el sonido.

– ¿No le gusta la sopa?