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– Por supuesto que no lo haces. Siempre tienes esa profunda arruga entre las cejas como si estuvieras royendo una piedra. Lo que me gustaría saber es a quién no frunces el ceño… ¿Es Jennsen o la señorita Moorehouse quien te tiene tan malhumorado?

– No estoy malhumorado. Estoy… preocupado. Jennsen está acaparando a la señorita Moorehouse. Esa pobre mujer debe de aburrirse como una ostra.

Daniel miró al otro extremo de la mesa y de nuevo a su amigo.

– No parece aburrida. De hecho, parece estar pasando un buen rato.

Matthew siguió la dirección de su mirada. Sí, ella parecía estar pasando un buen rato.

– También Jennsen parece pasarlo bien.

Sí, maldita sea, eso parecía. Por razones que no podía explicar, Matthew tensó la mandíbula.

– Parece que no te cae demasiado bien -dijo Daniel, acercándose más hacia él para que nadie pudiera oírlos-. ¿Por qué lo has invitado?

En realidad, Jennsen no le había caído mal hasta hacía unos quince minutos.

– Por lo mismo que invité a todos los demás. Porque es rico.

– No entiendo cómo podría serte de utilidad a no ser que pretendas robarle.

– Ni en broma.

– Hummm. Y supongo que eres consciente de que aunque sea rico, la heredera con la que tienes que casarte debe ser una mujer.

– Ya me he dado cuenta, gracias. Lo invité porque posee una brillante mentalidad financiera. Planeo ganarme su amistad y luego solicitar su consejo sobre las mejores oportunidades de inversión.

Sí, ése había sido el plan. En ese momento, sin embargo, sentía enormes deseos de mandar a Jennsen de vuelta a Londres. De inmediato. Antes de que ese bastardo pudiera comerse con los ojos a la señorita Moorehouse otra vez. Demasiado tarde. El bastardo acababa de comérsela con la mirada de nuevo. Matthew sintió que le palpitaba un músculo de la mandíbula.

– Dios mío, hombre, tu cara parece que anuncia tormenta. Si no lo creyera imposible, diría que te sientes celoso de que Jennsen preste atención a la anodina señorita Moorehouse…

La voz de Daniel se desvaneció y Matthew se giró hacia él. Su amigo lo miraba con la mandíbula desencajada.

– Puede que mi cara parezca que anuncie tormenta -dijo Matthew con ligereza-, una descripción con la que no estoy de acuerdo, pero al menos no parezco una carpa con la boca abierta.

Daniel cerró la boca de golpe. Luego susurró:

– ¿Estás loco? Ella es… es…

– ¿Es qué? -preguntó Matthew incapaz de ocultar la frialdad de su voz.

– Bueno… No es una heredera.

– Me doy cuenta de ello. Ya te he dicho que no tengo ningún interés romántico en ella. -Una vocecita interior emitió una tosecilla y masculló algo que sonó muy parecido a «mentiroso».

Maldita vocecilla estúpida.

– Dios mío, hombre, no puedo explicármelo. En especial con una belleza como lady Julianne por aquí. Quien, como recordarás, es la heredera que tanto necesitas. Y, desde luego, no parece ni de lejos una… solterona. -Entrecerró los ojos y lo miró de manera especulativa-. Pero hay algo en la señorita Moorehouse que ha captado tu interés…, algo que no tiene nada que ver con sus secretos. Si eso fuese todo, tus ojos no le lanzarían puñales a Jennsen. Ni la mirarías a ella como si fuera un trocito de fruta jugosa que quisieras comerte.

– Te aseguro que nada hay más lejos de la realidad -dijo Matthew con rigidez.

«Mentiroso», repitió con desprecio la estúpida vocecilla.

– Si tú lo dices…

– Lo digo. Simplemente estoy… sorprendido del interés que la señorita Moorehouse muestra hacia Jennsen.

– ¿Sorprendido? ¿De que una solterona, especialmente una tan simple, centre su atención en un hombre atractivo, soltero y escandalosamente rico?

– Aunque la señorita Moorehouse está soltera, no está… disponible. Siente afecto por un hombre llamado Franklin. -Apretó los dedos involuntariamente alrededor del tallo de la copa.

– ¿Y cómo sabes eso? -preguntó Daniel.

– Vi un boceto que ella dibujó de él.

– ¿Y sus sentimientos son correspondidos?

Una imagen del íntimo boceto surgió en la mente de Matthew.

– Sí, así lo creo. -Frunció el ceño-. Me pregunto qué tipo de nombre es Franklin.

Daniel negó con la cabeza y se rió entre dientes.

– Por Dios, ahora sí que lo he oído todo. Cómo te metes en estos líos es algo que no entiendo.

– Que mostraras un poco de comprensión por mis aprietos financieros y maritales no estaría del todo mal, ¿sabes?

– Oh, créeme, te comprendo. -Daniel levantó la copa y le hizo un brindis-. Te deseo la mejor suerte del mundo, amigo. No dudo que la vas a necesitar.

Sarah abrió silenciosamente la puerta de su recámara y se asomó con cautela. Después de asegurarse de que el pasillo débilmente iluminado estaba vacío salió con rapidez de la habitación. Con el corazón latiendo desbocado, se obligó a caminar despacio y a componer una expresión de absoluta inocencia. En caso de que tropezara con alguien la excusa que tenía preparada para explicar por qué andaba por ahí a esas horas de la noche cuando debería estar acostada era que le había pedido prestado un pañuelo a su hermana y se le había olvidado devolvérselo. Si el hipotético transeúnte sabía que el dormitorio de su hermana estaba en la dirección contraria, simplemente fingiría confusión, se disculparía, y se daría la vuelta.

Pero esperaba no toparse con nadie. Todos los caballeros estaban en la salita, bebiendo brandy o lo que fuera que los caballeros hicieran después de la cena, y todas las damas, incluyendo las de compañía, se habían ido a la cama a dormir. O por lo menos esperaba que las damas de compañía estuvieran dormidas, porque la Sociedad Literaria de Damas Londinenses se reuniría en su habitación a la una de la madrugada. Exactamente dentro de dos horas.

Y tenía que conseguir una camisa antes de que llegaran.

Gracias a la conversación que había mantenido antes de la cena con la muy bien informada Mary, una de las criadas, Sarah sabía cuál era la habitación de lord Langston. Todo lo que tenía que hacer era colarse dentro, coger una camisa y volver a salir con sigilo. Si lord Langston estaba en la salita, y su ayuda de cámara Dewhurst tomaba el acostumbrado té de las once -otra información cortesía de Mary-, ¿qué problemas podría encontrar?

Un momento después, y sin que se encontrara a nadie en el pasillo, se detuvo ante la habitación de lord Langston. Aspiró profundamente y luego llamó a la puerta, dispuesta a jurar y perjurar que creía que era la habitación de su hermana si alguien contestaba a su llamada. Y si alguien lo hacía, rezó para que fuese el ayuda de cámara y no lord Langston, pues parecía estar de mal humor durante la cena. Cada vez que había mirado en su dirección -lo que para irritación suya, ocurría con más frecuencia de la que le gustaría reconocer- tenía el ceño fruncido. Al ver que nadie contestaba a su llamada, asió el pomo de la puerta y la abrió lentamente. Después de otra rápida mirada al pasillo para asegurarse de que no estaba siendo observada, cruzó el umbral y cerró la puerta. Se recostó contra la hoja de roble, esperando unos segundos a que su corazón dejara de latir a un ritmo tan frenético. Cuando inspiró profundamente, sus sentidos fueron invadidos al instante por el olor de él. El olor a ropa limpia y un leve indicio a sándalo. El tipo de olor que le haría exhalar un suspiro femenino… si ella fuera la clase de mujer que hiciera tal cosa, lo que por suerte no era.

Recorrió la habitación con la mirada, notando el fuego que ardía en la chimenea e iluminaba la estancia con un cálido tono dorado. La gran bañera de cobre estaba situada delante del hogar. El sofá de cuero y los sillones a juego también estaban cerca de la chimenea. Los muebles eran de caoba. Un armario, un lavamanos y varias cómodas. La enorme cama con el cubrecama azul marino pulcramente doblado. Las mesillas de noche que flanqueaban la cama. El escritorio del rincón y un atril de lectura. Permaneció durante mucho tiempo con la mirada fija en el atril que sostenía un libro con cubiertas de cuero, pero contuvo las ganas de examinarlo y desplazó su atención hacia el armario y las cómodas. ¿Dónde estarían las camisas de su señoría? Apartándose de la puerta, se encaminó a la cómoda más cercana. Asiendo el tirador de latón, abrió el cajón superior.