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Ante sí encontró un montón de camisas pulcramente dobladas.

Una risita entrecortada se le escapó de los labios y rápidamente agarró la camisa de arriba. ¡Por Dios, sí que había sido fácil!

Cerró el cajón y apretó firmemente el tesoro contra su pecho. De nuevo, el delicioso olor de lord Langston invadió sus sentidos. Se quedó paralizada y bajó la vista a la camisa blanca. Había algo perturbador e íntimo en ver la tela blanca apretada contra sus pechos. Como en un sueño levantó lentamente la prenda. Luego, cerrando los ojos, enterró la cara en la suave tela e inspiró profundamente.

Una vivida imagen de él surgió en su mente: cuando caminaba hacia ella esa tarde con los rayos cálidos del sol arrancando destellos de su espeso pelo oscuro. Su perezosa sonrisa. Las arruguitas de sus ojos cuando se reía. Los ojos color avellana, los cuales, incluso cuando se reía, le parecían tristes de alguna manera. Su voz profunda…

– Eso será todo, Dewhurst -dijo la profunda voz de lord Langston en el pasillo-. Buenas noches.

– Muy bien, milord. Buenas noches.

«Dios mío.»

Sarah levantó la cabeza tan rápido que casi se le cayeron las gafas. Miró frenéticamente a su alrededor, buscando un escondite, pero a diferencia de su habitación, allí no había biombos. Sin mucho donde elegir, y sin tiempo, se dirigió hacia la pesada cortina de terciopelo que cubría las ventanas. Acababa de esconderse cuando oyó que se abría la puerta. Luego se cerró.

Cerró los ojos con fuerza durante varios segundos y luchó contra el pánico. Qué incordio. ¡Qué hombre tan fastidioso! ¿Por qué no estaba en la salita donde se suponía que debía estar?

Un largo suspiro llegó a sus oídos seguido por el suave crujido del cuero. Al recordar que el sofá de cuero no estaba en dirección a las ventanas, se arriesgó a mirar a hurtadillas por el borde de la cortina.

Lord Langston -su perfil era claramente visible- estaba sentado en uno de los sillones de cuero. Con los codos apoyados en las rodillas y la frente apoyada en las palmas de las manos. Parecía muy cansado. Y triste. Su postura decaída le recordó la manera en que había visto a Carolyn una vez, cuando su hermana creía que nadie la miraba, y se sintió invadida por una repentina simpatía hacia él. ¿Qué lo hacía tan infeliz?

Antes de que ella pudiese hilvanar alguna teoría, él se inclinó hacia delante y se quitó la bota. Luego le siguió la otra. Se puso en pie y para su fascinación -eh…, alarma- comenzó a desvestirse.

Sarah agrandó los ojos y se olvidó de respirar. Parpadeando observó cómo se quitaba lentamente la chaqueta. Luego la corbata, seguida de la camisa.

Oh, Dios… La Sociedad Literaria de Damas Londinenses había elegido, definitivamente, al candidato perfecto para tomar prestada la camisa, porque lord Langston con el pecho desnudo no podía ser calificado de otra manera que no fuera perfecto. Sarah curvó los dedos en el borde de la cortina y deslizó una mirada hambrienta por los anchos hombros. Una oscura mata de vello negro se extendía por el pecho y se estrechaba en una línea que dividía su abdomen plano y musculoso.

Aún seguía empapándose de la extraordinaria vista cuando él comenzó a desabrocharse los pantalones negros. Y, antes de que ella pudiera llenar de aire sus pulmones, él se quitó la prenda.

Si hubiese podido hacerlo, Sarah habría abierto la boca y dado las gracias de que sus globos oculares estuvieran firmemente sujetos a sus cuencas, ya que de otra manera se habrían caído, produciendo un ruido indeseado sobre el suelo.

Lo único con lo que podía comparar a lord Langston era con la escandalosa estatua con la que se había tropezado en casa de lady Eastland durante una velada musical el pasado mes. Tan asombrada se había quedado que lo había grabado en su memoria para dibujar un boceto más tarde, el que había visto lord Langston en el jardín esa misma mañana. El mismo bajo el que había escrito Franklin N. Stein después de que hubieran decidido hacer el Hombre Perfecto. Porque hasta ese momento había creído que la estatua era lo más perfecto que se podía encontrar.

Estaba claro que estaba equivocada. Ahora estaba segura de que no podía haber un espécimen masculino más perfecto que lord Langston. Mientras que la estatua era simplemente un reflejo de la realidad, nada podía haberla preparado para ver a un hombre desnudo real… literalmente en carne y hueso.

Le recorrió el cuerpo musculoso con su ávida mirada, percibiendo las caderas estrechas y las largas piernas, luego se dirigió a su ingle con una fascinante atracción que sólo experimentaba en librerías y jardines. Una intrigante sombra de vello oscuro rodeaba una virilidad absolutamente cautivadora.

«Pero, por Dios, ¿es que no había aire en esa habitación?»

Antes de que pudiese tragar el aire que tan desesperadamente necesitaba, él se giró, invitándola a contemplar una vista trasera igual de fascinante. Santo cielo, no había ni un solo centímetro en ese cuerpo que no fuera absolutamente hermoso.

El deseo de acercarse más, de estudiar cada uno de sus músculos, de tocar toda la piel que estuviera a su alcance fue casi abrumador. Lo cierto era que tuvo que afianzar los pies y agarrarse con fuerza a la cortina para no ceder a la tentación. Se le empañaron las lentes y frunció el ceño, parpadeando con rapidez para hacer desaparecer la molesta neblina que le impedía la vista. Luego se dio cuenta de que aquello se debía a su propia respiración entrecortada contra la tela de las cortinas. Se reclinó un poco y se forzó a cerrar la boca.

Con una gracia que marcaba cada músculo de su cuerpo -lo que provocó que su corazón latiera imparable y se quedara sin respiración-, él se acercó a la gran bañera de cobre. Y por primera vez ella vio las volutas de vapor que se elevaban desde el borde. Abrió de nuevo la boca cuando la comprensión la envolvió como una nube caliente y húmeda.

Estaba a punto de ver cómo un lord Langston -perfecto y muy desnudo- tomaba un baño.

Capítulo 6

Un calor abrasador atravesó el cuerpo de Sarah, y si hubiera podido arrancar la mirada de la figura desnuda de lord Langston, lo más probable es que hubiera bajado la vista para averiguar si su falda estaba ardiendo. Como un olmo viejo, permanecía arraigada a ese lugar sin respirar apenas para no volver a empañar las lentes, y casi sin parpadear, pues ver cómo una de las musculosas piernas de lord Langston pasaba por encima del borde de la bañera era una imagen que no podía perderse.

Por desgracia, su conciencia escogió ese momento para despertar y hacerse notar.

«¡Interrumpe esta denigrante invasión de su intimidad de inmediato! -le exigió su odiosa voz interior-. Aparta la mirada en este mismo instante y dale a ese pobre hombre la privacidad que se merece.»

Lo que ese pobre hombre merecía, decidió Sarah, era una ovación en toda regla. Él levantó su otra pierna y ella ladeó la cabeza para no perderse tan increíble vista. Otra oleada de calor la atravesó. Cielos. Lord Langston había sido ciertamente bendecido. En todos los sentidos.

Su irritante conciencia intentó protestar de nuevo, pero la aplastó como lo haría con un molesto mosquito. Porque la verdad era que no podía dejar de mirarlo. Tenía que vigilarlo. ¿De qué otra manera sabría cuál era el mejor momento para escapar hacia la puerta? Y además, ella era una especie de… científica. De acuerdo, su especialidad era la jardinería y no la anatomía, pero sí que poseía la misma pasión por aprender que un científico. La sed de conocimiento de un científico.