Maldita sea, ¿qué estaba haciendo Tom Willstone deslizándose a hurtadillas en mitad de la noche por una propiedad privada? ¿Lo habría visto el herrero del pueblo? ¿Habían sido los indiscretos ojos de Tom los que había sentido sobre él un momento antes? Tampoco es que fuera un delito cavar fosas en su propiedad, pero dada la naturaleza de su tarea, Matthew tenía pocas ganas de que lo vieran. La observación conducía a la especulación, y la especulación a interminables preguntas…, ninguna de las cuales querría ni podría contestar.
Otro rayo cruzó el cielo y vio cómo Tom desaparecía en medio de los olmos y arbustos que separaban su propiedad, Langston Manor, del camino que conducía al pueblo de Upper Fladersham. No sabía lo que estaba haciendo Tom allí ni lo que podría haber visto, pero tenía que enterarse. Tendría que ir al pueblo.
Se le puso un nudo en el estómago sólo de pensarlo. No había ido al pueblo desde hacía casi veinte años. No desde entonces…
Interrumpió bruscamente sus pensamientos, no pensaba dejarse llevar por aquellos dolorosos recuerdos. No tenía por qué ser él quien fuera al pueblo. Simplemente haría lo que llevaba haciendo dos décadas: enviaría a alguien en su lugar. Por suerte, Daniel estaba entre los invitados. Su mejor amigo haría el viaje por él.
Sus invitados… Daniel -el amigo en el que más confiaba-, y varios amigos más. Y un rebaño de jovencitas, en el que cada una parecía una réplica de las demás, un grupo de mujeres parlanchinas donde no se distinguían individualidades. Y luego estaban las damas de compañía, mamás con los ojos puestos en el matrimonio o tías con el mismo objetivo, que lo miraban con la misma codicia que unos buitres carroñeros observarían a un cadáver reciente. Si esas defensoras de la virtud conocieran la verdad sobre su vida y sus circunstancias, dudaba que estuvieran tan ansiosas por lanzar sus hijas a sus brazos.
Una risa carente de humor escapó de sus labios, ahogada por el ruido de la lluvia y los truenos. Pero de todas maneras no tenía importancia. Después de todo, había cosas que podían ser pasadas por alto si a cambio se obtenía el título de marquesa de Langston. Esbozó una mueca de disgusto pensando en las joyas de la sociedad que había invitado a su casa. Todas parecían… vulgares. Eran las típicas mujeres de su clase…, flores de invernadero que parloteaban durante horas sobre temas insustanciales como el clima y la moda. A pesar de que cada una de sus invitadas poseía las cualidades necesarias que él buscaba en una esposa, ninguna le había llamado la atención.
Bueno, salvo la que se había sentado en el extremo opuesto de la mesa del comedor. La hermana menor de lady Wingate, que estaba presente en la reunión por insistencia de su hermana. La chica a la que se le habían deslizado las gafas por la nariz. ¿Cuál era su nombre? Sacudió la cabeza, sintiéndose incapaz de recordarlo.
La única razón por la que se había fijado en ella era que la casualidad lo había llevado a mirar en su dirección después de que sirvieran la sopa. Ella se había inclinado sobre su plato, probablemente para disfrutar del aroma. Cuando se incorporó, las lentes de sus gafas estaban completamente empañadas por el vapor de la sopa. Una inesperada risita pugnó por escapársele de la garganta, una risa nacida de la empatía, ya que era lo mismo que le pasaba a él cuando tomaba el té y llevaba puestas las gafas. Imaginó el parpadeo tras las lentes opacas y no pudo evitar esbozar una sonrisa divertida. Segundos más tarde, con las lentes limpias, sus miradas se encontraron. Algo chispeó en los ojos de la chica, pero antes de que pudiera descifrarlo, apartó la mirada y otro invitado reclamó su atención.
Ah, sí, sus invitados, todos estarían dormidos, confortablemente acurrucados en sus camas. Unas camas calientes y secas. Afortunados diablos.
Parpadeó para aclarar la lluvia de los ojos, luego intentó olvidar la punzada de envidia que lo invadió y clavó de nuevo la pala en la tierra.
– Atención, por favor, prestad atención. Se abre la sesión.
La emoción atravesó a Sarah Moorehouse de la cabeza a los pies cuando dijo con suavidad las palabras que tanto había esperado pronunciar. Estaba de pie al lado de la chimenea de mármol del dormitorio de invitados que le había correspondido en la hacienda de lord Langston, el calor del fuego que ardía en la chimenea se filtraba por la fina bata de algodón y el camisón. Las sombras titilaban en la estancia, pareciendo aún más amenazadoras por los relámpagos, los truenos y la lluvia que golpeaba con fuerza las ventanas oscuras.
Era la noche perfecta para hablar de monstruos.
Y de asesinatos.
Lentamente se acercó a la cama, deslizando la mirada sobre las tres mujeres posadas sobre el enorme colchón como palomas en una rama, sus camisones eran de un blanco impoluto y resplandecían bajo las luces danzantes. Lady Emily Stapleford y lady Julianne Bradley la miraban con ojos agrandados y expectantes, rodeándose las rodillas con los brazos. Sarah había tenido sus reservas sobre si las jóvenes conseguirían llevar a cabo el plan de escaparse de sus acompañantes para acudir a esa reunión clandestina, pero habían llegado exactamente a la una de la madrugada. La hora perfecta para proceder.
Sarah intercambió una larga mirada con su hermana mayor, Carolyn. Gracias a su matrimonio, diez años antes, Carolyn había ascendido de posición social, de hija de un simple médico a vizcondesa de Wingate. Pero debido a la muerte de su amado marido, tres años atrás, se había convertido en una afligida viuda con el alma tan destrozada que Sarah se había llegado a preguntar si su hermana se recuperaría alguna vez. El brillo en los ojos azules de Carolyn compensaba cualquier escándalo que sus actividades nocturnas pudieran causar, y Sarah se sentía profundamente agradecida de que a pesar de su pérdida, Carolyn estuviera haciendo un enorme esfuerzo por volver a la vida social.
Tras acomodarse sobre la cama de tal manera que las cuatro mujeres formaron un pequeño círculo, Sarah se ajustó las gafas sobre la nariz, levantó la barbilla y dijo en un tono serio y adecuado para la ocasión:
– Empezaré haciéndoos una pregunta que, dada la naturaleza de nuestro debate, seguramente se nos ha ocurrido a todas: ¿creéis que el doctor Frankenstein es sólo una invención de la imaginación de Mary Shelley o pensáis que es posible que realmente fuera un científico loco que se dedicara a exhumar tumbas y robar restos humanos para crear un monstruo?
Emily, la más atrevida de las compañeras de Sarah, susurró:
– ¿Fue un científico loco? Quizá todavía existe y continúa con su labor. Es posible que Mary Shelley lo conociera y trabajara para él antes de mantener ese escandaloso romance con Percy, ese hombre casado.
Sarah miró a la hermosa lady Emily con la que había entablado amistad hacía cinco años por medio de su hermana. Había congeniado inmediatamente con la inquieta Emily, cuyos ojos verdes solían brillar con travesura y cuya vivaz imaginación sólo era equiparable a la de la propia Sarah. Con veintiún años, Emily era la mayor de los seis hijos de lord y lady Fenstraw. Por culpa del reciente revés en la fortuna familiar debido a la desafortunada inclinación de su padre por las malas inversiones y las caras amantes, Emily no tenía más remedio que casarse pronto y bien.
Desafortunadamente, sus observaciones de la sociedad habían demostrado a Sarah que el padre de Emily no era el único caballero de su clase cuyas derrochadoras tendencias y falta de perspicacia económica habían tenido tales desgraciadas consecuencias financieras en su familia. Y lo peor era que incluso una chica tan bella como Emily acababa siendo menos atractiva por la falta de dote. Por no hablar de alguien como ella misma -una chica absolutamente carente de fortuna y con la avanzada edad de veintiséis años- para la que la soltería era un hecho inevitable. Lo que por otra parte le convenía, ya que gracias a sus observaciones había llegado a la conclusión de que los hombres sólo daban problemas.