«Sí, y mira lo mal que terminó la búsqueda de conocimiento para el doctor Frankenstein», dijo la socarrona voz interior.
Tonterías. Las cosas habrían ido mucho mejor si el doctor Frankenstein hubiera conseguido que su creación se pareciera a lord Langston. Deslizó la mirada por la forma masculina y apenas pudo contener un suspiro apreciativo.
«Mucho mejor.»
Estaba desarrollando un nuevo conocimiento -y un notable aprecio- por la anatomía propiamente masculina.
Lo observó introducirse en el agua vaporosa, luego vio cómo apoyaba la cabeza hacia atrás contra el borde de la bañera. Después de exhalar un largo suspiro, cerró los ojos.
Sarah lo estudió, notando cómo debido a su estatura, las rodillas flexionadas sobresalían del agua. Aunque sus rasgos estaban relajados, detectó líneas de tensión alrededor de la boca y los ojos cerrados, ¿Qué lo preocupaba tanto que incluso invadía ese momento de paz?
Sarah posó la mirada sobre el mechón de pelo oscuro que le caía sobre la frente y, de golpe, sus dedos ardieron por el deseo que sintió de acariciarlo. Por descubrir si era tan sedoso como parecía. Echó a volar su imaginación y se vio a sí misma caminando hacia él, arrodillándose al lado de la bañera. Pasándole los dedos entre los cabellos para luego deslizados por sus facciones. Memorizando la textura de su piel. La forma de sus labios…
Como si la llamaran por señas, los labios de lord Langston se abrieron ligeramente, atrayendo la atención hacia su boca. A pesar de todos sus esfuerzos por ignorar tales cosas… ¿por qué siempre acababa admirando lo que nunca podría tener? Siempre se había sentido atraída particularmente por los labios de los hombres. Y los de ese hombre eran muy hermosos. Llenos, perfectos y muy atrayentes. ¿Cómo conseguían parecer firmes y suaves a la vez? De nuevo, se imaginó arrodillada al lado de la bañera, delineando lentamente el contorno de la boca con la yema de los dedos, luego se inclinaba hacia delante para rozar sus labios con los de él. Cerró los ojos y contuvo el aliento. ¿Cómo se sentiría su boca contra la de ella? Y su piel… ¿cómo se sentiría bajo las palmas de sus manos? ¿Áspera? ¿Suave?
Una oleada de calor palpitante la atravesó, concentrándose en un punto de su vientre. Era una sensación que reconoció, ya que a menudo la sentía cuando yacía a solas en la cama, en la oscuridad, anhelando… algo. Una sensación que la dejaba inquieta y acalorada, y que la hacía sentir como si su piel encogiera de alguna manera. Cambió de posición ligeramente, apretando los muslos, pero el movimiento no alivió su necesidad en absoluto; más bien sirvió para enardecer esas palpitantes sensaciones.
Abrió los ojos y apretó los dedos sobre el terciopelo de la cortina cuando él extendió la mano para coger una gruesa pastilla de jabón del platito que estaba encima de la mesita al lado de la bañera. Paralizada, lo observó deslizarse el jabón por la piel mojada, lavándose los brazos, el pecho. Luego dejó de verle las manos, probablemente para deslizar el jabón por la parte inferior de su cuerpo, y maldijo a la bañera de cobre por impedirle la vista. Esperando mejorar el ángulo de su visión, se puso de puntillas. Maldición, no servía de nada.
Cuando lord Langston acabó de enjabonarse, volvió a dejar el jabón en el platito, luego se sumergió bajo el agua para enjuagarse, desapareciendo de su vista. Antes de poder tomar una bocanada de aire, él reapareció y se pasó las manos por la cara mojada. Luego se levantó lentamente.
Ella no había creído posible que hubiera nada más perfecto que lord Langston desnudo, pero era obvio que se había equivocado.
No había nada mejor que un lord Langston desnudo y mojado.
El agua resbalaba por su cuerpo, dejando regueros plateados que brillaban intensamente bajo el resplandor del fuego de la chimenea. Que Dios la ayudara, no sabía dónde mirar. No sabía en qué orden recrearse la vista ante el delicioso espectáculo que se mostraba ante ella. Él levantó los brazos, echó la cabeza hacia atrás y, con lentitud, se apartó el pelo mojado de la cara.
Sarah se sintió como si fuera engullida por el fuego de la chimenea. La visión de él era tan cautivadora, tan estimulante, tan… excitante que sintió debilidad en las piernas. En verdad necesitaba apoyarse contra la pared si no quería caer derechita al suelo, otra inesperada molestia para una mujer que no se consideraba propensa a desmayarse. Con la mirada fija en él, dio un paso hacia atrás. Una tabla del suelo crujió bajo sus pies. Sarah se quedó paralizada mientras el sonido pareció estallar como un trueno en el silencio de la habitación junto con el frenético latido de su corazón. Su mirada voló a lord Langston, pero estaba claro que no había oído nada, ya que ni siquiera levantó la cabeza ni vaciló en sus abluciones.
Gracias a Dios. Qué humillante sería que la atrapara en su dormitorio, mirando embobada su desnudez, aunque ¿quién podría culparla de mirarlo embobada? El solo pensamiento de que la pudiera descubrir le puso un nudo en el estómago. Sin apenas atreverse a respirar, pisó con cuidado sobre la tabla que había crujido y se sintió llena de alivio cuando no se produjeron más sonidos.
Lo observó frotarse enérgicamente con una gran toalla blanca para luego ponerse una bata azul marino. Una parte de ella suspiró interiormente de alivio al ver que estaba cubierto, deseando que se fuera al vestidor para poder escapar. Pero había otra parte de ella que lamentaba la pérdida de la visión más perfecta que había contemplado nunca. Lo cierto era que no podía esperar a llegar hasta su bloc de dibujo para plasmarlo en papel, si bien sabía que, aunque viviera cien años, no olvidaría lo que había visto. Supuso que debería sentir al menos un ápice de remordimiento por haberse quedado boquiabierta mirándolo, pero lo único que sentía era pesar por que la función hubiera terminado y no haber tenido un telescopio a mano.
O un abanico, por Dios, ¡qué calor hacía allí dentro! Él se aseguró el cinturón de la bata y se dirigió hacía la parte oscura de la habitación en la esquina más alejada de ella. Sarah contuvo el aliento, esperando que él saliera por la puerta que había al lado que, suponía, conducía al vestidor. Oyó que se abría y cerraba un cajón, y segundos después, en lugar de abandonar la habitación como ella había esperado, lord Langston emergió de las sombras y atravesó la estancia con la mirada fija en el escritorio. El escritorio estaba situado a no más de medio metro de su escondite.
¡Por Dios! ¿Qué estaba haciendo? Con la mala suerte que estaba teniendo ese día, lo más probable era que él se pusiera a escribir una carta. Qué incordio de hombre. ¿Por qué no podía sencillamente ir a vestirse como haría cualquier otro hombre que sólo llevara una bata? ¿Y ella creía que era el Hombre Perfecto? Obviamente debía de estar perdiendo la cabeza. Era un memo que le había arruinado una fuga perfecta distrayéndola con su desnudez. Le ardían los ojos, sentía débiles las rodillas, la mente entumecida, la respiración entrecortada ante esa magnífica desnudez. La cual, por cierto, él había tenido la desfachatez, eeeh… la decencia, de cubrir.
Él se acercó al escritorio y ella contuvo el aliento, rezando para que no tuviera intenciones de sentarse y escribir una larga misiva.
Sus oraciones fueron escuchadas.
En lugar de sentarse al escritorio, él cambió bruscamente de dirección y tiró con fuerza de la cortina.
Antes de que pudiera siquiera boquear, el musculoso antebrazo de lord Langston golpeó con fuerza contra su pecho, inmovilizándola contra la pared. Se quedó sin respiración y el impacto le torció las gafas. Percibió el vislumbre indefinido de un filo plateado antes de que el frío metal presionara contra su cuello.
Demasiado horrorizada para moverse, lo miró y sintió como si los ojos se le salieran de las órbitas, si era por la presión de su brazo o por el cuchillo que sostenía contra su garganta, no lo sabía. Una inconfundible sorpresa titiló en la mirada de él, que acto seguido entrecerró los ojos.