Lo paralizaban. Lo calentaban. La había imaginado acercándose a él, tocándolo. Besándolo. Y ahora, allí estaba ella.
Pero ¿por qué estaba allí? ¿Sería cierto lo de aquel juego? ¿O acaso ella no era -como él ya había pensado- lo que parecía? A menos que fuera una consumada actriz, no poseía ni una pizca de coquetería, pero sabía que guardaba secretos. Parecía inocente, pero dibujaba bocetos muy detallados de hombres desnudos. ¿Añadiría dibujos de él a su bloc? Encontró la idea muy excitante. De una manera irritante.
Aspiró y percibió un leve olor a flores…, una leve fragancia que lo hizo querer acercarse más para captar el esquivo perfume, algo que lo irritó todavía más.
Dirigió la mirada a su pelo alborotado y le ardieron los dedos por el deseo de arrancarle cada horquilla y soltar esos indomables rizos, que ella estaba empeñada en someter, para que formaran una cascada sobre sus hombros. Luego le estudió la cara, fijándose en cada rasgo que tan inexplicablemente se le había quedado grabado en la memoria y que no podía olvidar. Esos labios… esos labios exuberantes que eran más propios de una cortesana que de una solterona. Esos labios que parecían llamarlo como una sirena. Y esos enormes ojos, agrandados por las gafas, que brillaban como si lo estuvieran retando. En verdad, la señorita Moorehouse parecía muy -irritantemente- tranquila, mientras que él se sentía -irritantemente- todo lo contrario a tranquilo.
Apretó la mandíbula. Maldición, eso no le gustaba nada. El sentido común le indicaba que había llegado el momento de sacar a esa molesta mujer de su dormitorio.
Por desgracia, parecía que el sentido común no se había hecho aún cargo de la situación porque en vez de enviarla a su habitación se acercó un poco más a ella. Sonrió para sus adentros cuando observó la aprensión que brilló en sus ojos. Ah… Excelente. No estaba tan serena como parecía.
– Decir que me estaba espiando por mi culpa… es algo ciertamente audaz, señorita Moorehouse. Sin embargo, voy a ofrecerle un buen consejo: la próxima vez que decida robar algo, debería esforzarse por evitar los tablones rechinantes.
La irritación que brilló en los ojos de ella lo complació sobremanera.
– No estaba robando, milord. Si insiste en ello está siendo usted muy desnudo -agrandó los ojos ante el error-. Rudo, quise decir rudo.
– Hummm. Sí, hablando de desnudos…
– ¡No estaba hablando de desnudos!
– … ha visto bastante de mí.
Sospechó que estaba poniéndose colorada, y deseó que hubiera más luz en la estancia para poder apreciar el color que teñía sus mejillas. Sarah apretó los labios y él casi pudo ver cómo hacía acopio de valor. Alzó la barbilla y luego asintió con un fuerte movimiento de cabeza.
– Fue inevitable, me temo.
– La mayoría de las jóvenes solteras se desmayarían ante semejante vista.
– No soy como la mayoría de las jóvenes, milord, no soy propensa a los desmayos.
– Aunque ciertamente no es que estuviera viendo algo que no hubiera visto antes.
Ella parpadeó.
– ¿Perdón?
– Su amigo Franklin. Basándome en el boceto que vi, lo ha visto desnudo. -Una desagradable sensación lo recorrió cuando dijo esas palabras, una sensación que se parecía mucho a los celos.
– Oh. Hummm, sí.
– ¿Esas circunstancias fueron similares a ésta?
– ¿Circunstancias?
– Cuando vio desnudo a Franklin… ¿estaba tratando de robar (perdón) pedir prestada su camisa? ¿O la ocasión era de una naturaleza más… personal?
Como ella no respondió él se acercó más, hasta que sus cuerpos quedaron separados por menos de cincuenta centímetros. El pecho de Sarah subía y bajaba con cada respiración agitada, y las manos que agarraban con firmeza la camisa eran lo único que se interponía entre ellos. Ver su ropa en las manos de ella era algo íntimo e increíblemente excitante. Maldición, la encontraba muy excitante. De una manera que ni le gustaba ni entendía, pero que no podía negar. Igual que no podía negar la inexplicable necesidad de acariciarla y de tocarla. Ni podía negar el irracional pensamiento de borrar a ese tal Franklin de su mente.
Por lo que había visto del boceto, Franklin y ella eran más que simples amigos, pero ella transmitía una inocencia que contradecía la naturaleza íntima de ese boceto. Era un acertijo fascinante. Y él tenía intención de resolverlo.
– Sospecho que su madre no aprobaría estas actividades -dijo él con voz sedosa.
Sarah se pasó la lengua por los labios resecos, un simple gesto que él quiso que repitiera.
– Le aseguro que no le importaría lo más mínimo -dijo ella con suavidad-. Mi madre no se fijaría en mí ni aunque corriera desnuda por la cocina.
Súbitamente, visualizó una imagen de ella desnuda en la cocina… y él deleitándose en ella, caliente y excitado. Tuvo que aclararse la voz para poder decir:
– ¿Perdón?
– Perdóneme, milord. Algunas veces me despisto y hablo sin pensar. Y utilizo palabras impropias como «desnuda». Lamento haber ofendido su sensibilidad.
Frunció el ceño.
– Le aseguro que no soy tan sensible. Usted, sin embargo, parece obsesionada por cosas de naturaleza «desnuda».
– Eso no es cierto…
Sus palabras acabaron en un suave jadeo cuando él apartó una mano de la pared y capturó un rizo suelto del pelo de Sarah entre sus dedos. Ella se quedó inmóvil; incapaz de detenerse, él desplazó la otra mano hacia su pelo, quitándole lentamente todas las horquillas y dejándolas caer al suelo, donde aterrizaron con un suave repiqueteo. Ella no intentó detenerlo, sólo lo miró con los ojos muy abiertos, reflejando una combinación de asombro y perplejidad, como si no pudiera creerse que él la estuviera tocando ni supiera por qué lo hacía.
La sintió temblar, oyó su respiración agitada y una sombría satisfacción lo invadió al saber que eso…, lo que él estaba haciendo, también la afectaba a ella.
Con cada horquilla que le quitaba, más tirabuzones caían sobre su espalda hasta por debajo de la cintura. Un delicado perfume a flores emanó de los mechones liberados, y él inspiró profundamente. Cuando terminó, entrelazó los dedos por los brillantes y alborotados mechones. Tocándole la montura de las gafas, le preguntó:
– ¿Puedo? -Sin darle tiempo a negarse, le quitó las gafas y la miró fijamente-. Parece un cuadro de Botticelli -susurró.
Un sonido de incredulidad escapó de los labios de Sarah, que negó con la cabeza, agitando los rizos.
– No creo. Fue quien pintó la Venus.
– Sí. Y si usted estuviera desnuda, avergonzaría a la propia Venus.
– Necesita gafas.
– Le aseguro que no.
– Ahora es usted quien se obsesiona con cosas «desnudas».
La recorrió lentamente con la mirada, imaginando los pechos plenos y las largas piernas que su modesto vestido dejaba adivinar.
– Eso parece -convino él suavemente.
Le acarició la suave mejilla con el pulgar. Su piel era como cálido terciopelo.
– El estado natural de Venus es desnuda, ya sabe. -Ella abrió los labios y dejó escapar un suave gemido, el tipo de sonido jadeante y placentero que lo instaba a descubrir qué otros sonidos eróticos podría emitir ella.
Sarah asintió lentamente.
– Sí. También sé que se la asocia con el amor y la belleza. Y si bien puedo saber algo sobre el amor, la belleza no es aplicable a mí de ninguna manera.
Matthew capturó un puñado de rizos y lentamente pasó los dedos entre los satinados tirabuzones.
– Debo disentir. Su pelo es precioso.
En lugar de estar agradecida, lo miró como si hubiera hablado en otro idioma.
– De verdad que necesita gafas.
Él negó con la cabeza y con suavidad envolvió el puñado de rizos en torno a su puño para llevarlo hasta su cara e inspirar profundamente.
– Y huele bien. Como las flores del jardín bajo un sol estival. Y sus ojos… -Matthew observó sus profundidades castaño-doradas, deseando de nuevo que hubiera más luz.