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– Son del color del barro -dijo ella con voz indiferente.

– Son del color de la miel y el chocolate -corrigió él-. ¿Nadie le ha dicho nunca lo bonitos que son sus ojos?

– Nunca -dijo ella sin titubear.

– ¿Ni siquiera su amigo Franklin?

Ella vaciló, y luego dijo:

– No.

Matthew decidió enseguida que ese hombre era idiota.

– Pues ya queda dicho. -Su mirada descendió hasta la boca de Sarah-. Y sus labios. Son… impresionantes.

Ella no dijo nada durante unos largos segundos, sólo clavó la vista en él con expresión ilegible. Luego, le tembló ligeramente el labio inferior y una mezcla de resignación, decepción y alguna cosa más pareció asomar a sus ojos. Aunque alzó la barbilla, Matthew sospechó que el coraje que había exhibido antes la había abandonado.

– Por favor, deje de jugar conmigo, milord -dijo ella quedamente-. Lamento haberme entrometido e invadido su privacidad. No fue mi intención. Y ahora, si me disculpa… -Le tendió la camisa.

Matthew se sintió como si estuviese siendo despedido. De la misma manera en que se había sentido en el jardín. Y la punzada de dolor que detectó en sus ojos provocó en su pecho una sensación de vacío a la que no pudo dar nombre. Estaba claro que ella pensaba que él se estaba burlando de ella, y aunque parte de él quería que así fuera, no había nada más alejado de la verdad.

– Puede quedarse la camisa, señorita Moorehouse. No querría estropearle la diversión.

– Gracias. Ya se la devolveré. -Ella entrecerró los ojos mirando hacia su mano que todavía sostenía sus gafas-. Si me devuelve las gafas, me iré.

Lo cual era precisamente lo que su sentido común le instaba hacer. Pero en el fondo de su ser él quería que se quedara. Y quería descubrir si ella era tan suave como parecía. Si sabía tan deliciosa como parecía. Sólo un roce, una mera degustación… para satisfacer esa imperativa curiosidad.

Sin mirar, extendió la mano y depositó las gafas sobre el escritorio, al lado del cuchillo. La sorpresa se reflejó en los ojos de Sarah.

– ¿Por qué ha dejado ahí mis gafas? -preguntó ella.

– Porque sí.

– No puedo ver sin ellas, milord. Incluso a esta distancia… -indicó el espacio entre ellos con un movimiento de su mano- no lo veo muy bien.

– Entonces tendré que acercarme más. -Matthew dio un paso adelante y levantó las manos para enredarlas en su pelo-. ¿Así me ve mejor?

Ella tragó audiblemente.

– Hummm, la verdad, me siento un poco… presionada. Si hay algo que quiera…

– Lo hay. -Dejó caer la mirada a la boca de ella. Y tuvo que contener un gemido. Por Dios, ella parecía tan… madura. Tan deliciosa. Tan besable-. Quiero besarla.

Ella frunció el ceño.

– Está bromeando.

– No lo estoy.

– No sea ridículo.

– No lo soy.

– Esta mañana ni siquiera podía recordar mi nombre.

– Recuerdo su nombre ahora -le dijo con la mirada clavada en sus labios-. Señorita Sarah Moorehouse.

– Entonces debe de estar loco.

– No lo estoy. ¿Y usted?

– Por supuesto que no. Yo sólo tengo…

– ¿Tanta curiosidad como yo? -Matthew tomó la cara de Sarah entre sus manos y con la yema del pulgar le rozó el exuberante labio inferior. Un gemido jadeante surgió de su boca, inflamando todavía más el deseo de él.

– La curiosidad, como puede recordar…

– … mató al gato. Sí, lo sé. -Se acercó todavía más a ella, hasta que su cuerpo tocó el suyo desde las rodillas al pecho-. Qué afortunados somos de no ser gatos.

– No puedo encontrar ni una sola razón por la que pueda sentir deseos de besarme.

Matthew inclinó la cabeza hasta que sus labios estuvieron a un soplo de los suyos y susurró:

– No se preocupe. Yo encontraré suficientes razones para los dos.

Rozó sus labios sobre los de ella una vez, luego otra muy suavemente. Ella abrió los labios con un ronco suspiro y él aprovechó la invitación para ahondar el beso.

E inmediatamente se perdió. En el embriagador perfume a flores y en el delicioso sabor de ella. Le deslizó una mano suavemente bajo el brazo hacia el hueco de la espalda, y la atrajo más hacia él. Dios, era tan suave, tal y como él había sabido que sería. Cálida y voluptuosa, y sabía tan bien…, tan condenadamente bien. Hacía mucho tiempo que no abrazaba a una mujer. Que no besaba a una mujer. Demasiado tiempo…

Profundizó más el beso, su lengua exploró el calor aterciopelado de la boca de ella. Sarah vaciló durante varios segundos, y luego, con un gemido ronco, abrió los labios y tocó la lengua de él con la suya. Y de repente, lo que él había pensado que era un simple beso se transformó. Sintió cómo lo atravesaba una lujuria urgente, cálida, excitante y pura. De repente quería algo más. Más…

Sin interrumpir el beso, se acercó más, inmovilizándola contra la pared con la parte inferior de su cuerpo e introduciendo ligeramente la rodilla entre sus piernas. Habría conseguido mantener el control si ella hubiera permanecido pasiva entre sus brazos, pero Sarah cerró los brazos alrededor de su cuello, se relajó bajo sus brazos y se dejó llevar, presionando su cuerpo contra el de él.

La reacción del cuerpo de Matthew fue veloz e implacable, y con un gemido se frotó contra ella, apretando su dureza contra la suavidad de Sarah.

El placer lo embargó y perdió cualquier sentido del tiempo y del espacio. Estaba embriagado por la sensación de su cuerpo contra el suyo, una sensación que le hacía sentir como si ella estuviera metiéndosele por debajo de la piel. Un beso condujo a otro, como una droga intoxicante, y la urgencia fue cada vez mayor. Irreflexiva, inevitable, nada importaba salvo el sabor y la sensación de ella. Deslizó las manos por la curva de su trasero y luego las subió hasta llenarlas con la plenitud de sus senos. La cabeza de Sarah cayó hacia atrás y él recorrió con los labios la incitante curva del cuello, rozando con la lengua el frenético latido de su pulso mientras ella enterraba los dedos en sus cabellos húmedos. Sonidos eróticos emergieron de su garganta y Sarah se retorció contra él, despojándolo de todo rastro de control. Su erección pulsó con fuerza, y Matthew la apretó más contra la pared.

«Detente…», tenía que detener esa locura, porque si no lo hacía iba a tomarla entre sus brazos, llevarla a la cama, y apagar ese maldito fuego que ella había encendido. Pero no podía hacerlo… por alguna razón… por alguna maldita razón que se le escapaba.

«Estás buscando esposa -le recordó su siempre servicial vocecilla interior-. Y esta mujer no es una heredera, no es una de las candidatas.»

Cierto. Y su amiga sí era una candidata. Y además, no estaba seguro de que se pudiera confiar en esa mujer. Por supuesto, había más razones que él no podía recordar en ese momento, pero que incluso su mente perdida en la lujuria sabía que existían. Lo que hacía que ese interludio fuera una idea muy, pero que muy mala. En todos los aspectos. Aunque, maldición, ella era tan deliciosa. En todos los sentidos. Y lo hacía sentirse mejor de lo que se había sentido en mucho tiempo. Tenía que detenerse…, pero simplemente no podía hacerlo.

Levantando el brazo, le agarró la muñeca y la llevó hacia arriba, deslizándola dentro de la bata y arrastrando la palma por su pecho desnudo. Un gemido le retumbó en la garganta y se pasó su mano por el pecho otra vez. Sarah empezó a tocarlo tentativa y lentamente cuando un sonido penetró la neblina de lujuria que lo rodeaba. Un sonido ronco, profundo, parecido a un… «guau».

Maldición. Con un esfuerzo hercúleo, levantó la cabeza. Se la quedó mirando fijamente, cautivado por la visión que ofrecía. Parecía completamente excitada y perdida en la misma neblina nebulosa que lo rodeaba a él. La respiración errática se escapaba de entre sus labios carnosos y húmedos, y tenía los ojos entrecerrados. Él giró la cabeza y le dirigió a Danforth una mirada airada que debería haber hecho que el animal se escabullera de su habitación con el rabo entre las piernas. Pero la mirada de Danforth saltó de él a la señorita Moorehouse, y Matthew casi podía oír a su perro pensando: «Bueno, bueno, ¿qué tenemos aquí?»