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Matthew levantó las manos en señal de fingida rendición, esperando aligerar la tensión que crepitaba en el aire.

– Como soy el anfitrión sería descortés por mi parte no demostrar imparcialidad. Por lo tanto, me mantendré neutral y os desearé a los dos buena suerte.

Sin embargo, Matthew apostó mentalmente por Jennsen. La conducta de ese hombre dejaba claro que estaba acostumbrado a obtener lo que quería, y lo que quería en ese momento era superar a Berwick, y reírse de Hartley y Thurston.

Matthew había oído rumores de que la decisión de Jennsen para abandonar su América natal estaba motivada por algo más que el deseo de expandir sus negocios, y que su pasado no era tan limpio como cabía suponer. Había ignorado los rumores porque provenían de los competidores de Jennsen, pero ahora, después de haber visto la fría determinación y el férreo control que exhibía en el campo de tiro, no podía por menos de preguntarse si esos rumores no serían ciertos.

Con la misma serenidad que había exhibido durante todas las rondas, Jennsen levantó el arco y apuntó. Segundos más tarde la punta de la flecha impactaba contra el círculo de diez puntos. Se giró hacia Berwick, y Matthew pudo apreciar que no había ningún brillo de triunfo en los oscuros ojos de Jennsen. Más bien, miraba a Berwick con una fría e indescifrable expresión que Berwick devolvió con la misma frialdad antes de inclinar la cabeza admitiendo su derrota.

– Liquidaré mi deuda cuando regresemos a la casa -dijo Berwick con voz cortante.

Thurston y Hartley mascullaron algo parecido, aunque su disgusto era más que evidente. Jennsen asintió conforme.

– Bueno, ha sido entretenido -dijo Daniel con voz alegre-. Por mi parte voy a celebrarlo con un brandy. ¿Alguien me acompaña?

– Un brandy -convino Thurston, sonando como si estuviera rechinando los dientes. Se dirigió hacia Matthew mientras el grupo atravesaba el césped hacia las dianas para recuperar las flechas-. Y una partida de whist con tus preciosas invitadas, Langston.

– Una sugerencia excelente -dijo Hartley-. Unas preciosas mujeres, las tres. Es una lástima que no hayas invitado a más, Langston.

Matthew se contuvo para no mencionar las otras dos invitaciones que había enviado, o el hecho de que Hartley y Thurston habían aparecido inesperadamente con Berwick y desequilibrado de esa manera la balanza entre hombres y mujeres.

– Sí, son todas preciosas -afirmó.

– Lady Julianne, especialmente -dijo Berwick, a sus espaldas-. Es una de las mujeres más bellas que he visto.

Matthew apenas pudo contenerse para no mirar al cielo. Maldición. Lo último que necesitaba era un rival decidido a lograr las atenciones de lady Julianne, especialmente cuando contaba con tan poco tiempo.

Jennsen se giró hacia Hartley y le dijo:

– Has dicho que las tres mujeres son preciosas. Pero hay cuatro…, y sí, todas son preciosas.

Hartley frunció el ceño desconcertado.

– ¿Cuatro? ¿Te refieres a lady Gatesbourne o a lady Agatha?

Matthew se puso rígido. Maldita sea, sabía demasiado bien a quién se refería Jennsen.

– Me estaba refiriendo a la señorita Moorehouse -dijo Jennsen con suavidad. Intercambió una mirada con Matthew, que padeció el mismo examen inescrutable con el que Jennsen había obsequiado a Berwick hacía sólo un momento.

– ¿La señorita Moorehouse? -repitió Hartley en tono de incredulidad-. Sin duda alguna estás bromeando. Es la dama de compañía de lady Wingate.

– Y no es precisamente preciosa -indicó Thurston torciendo el gesto con desagrado.

– A menos que estés a oscuras -añadió Berwick.

– Disiento por completo -dijo Jennsen-. Aunque siempre he creído que la belleza es algo subjetivo.

Sus ojos oscuros desafiaron a Matthew.

– ¿No estás de acuerdo, Langston?

Matthew apretó la mandíbula. Obviamente, Jennsen estaba estableciendo algún tipo de reclamo sobre la señorita Moorehouse, algo que no debería importarle ni molestarlo lo más mínimo, especialmente dada su situación y su necesidad de cortejar a lady Julianne. Pero maldición, lo molestaba. Una oleada de celos, tan indeseada como innegable, lo invadió, y sólo con un gran esfuerzo logró dominarse.

Devolviéndole la misma mirada intensa a Jennsen logró imprimir a su voz una calma que estaba muy lejos de sentir:

– Sí, estoy de acuerdo en que la belleza es algo subjetivo.

Y siempre que pusiera sus ojos en cierta dama, es decir, en lady Julianne, las cosas irían bien.

Después de degustar un brandy en la sala con sus invitados, Matthew logró escabullirse de una partida de billar y se dirigió a su estudio privado. Una vez allí, intentó concentrarse en los libros de cuentas de la hacienda, pero la tarea le resultó imposible y frustrante. Y sin ningún motivo aparente. Con los caballeros en la sala de billar y las damas aún en el pueblo, la casa estaba tranquila. Ni siquiera Danforth roncaba en la alfombrilla junto a la chimenea como solía hacer habitualmente a esa hora del día. No tenía ninguna excusa para no poder aprovechar ese rato y repasar sus finanzas, para ver qué más podía vender y para encontrar la manera de reducir gastos.

Por desgracia, sabía que no importaba cuan duramente se volcara en los libros de cuentas, sólo tenía dos opciones posibles: casarse con una heredera, lo cual era la opción más práctica, o bien continuar con su búsqueda y tener éxito, algo en lo que había fallado el año anterior. Pero incluso si tenía éxito en la búsqueda, el honor le dictaba que tenía que casarse. Y pronto. Y dado que la búsqueda hasta ese momento había sido un fracaso, su esposa tendría que ser una heredera.

Aunque la casa estaba tranquila, no así sus pensamientos. No, sus pensamientos estaban repletos de imágenes de ella. Y de ese apasionado beso que habían compartido. Un beso que de alguna manera había puesto a prueba su autocontrol como ningún otro beso lo había hecho hasta el momento. Quizá porque ella era diferente a todas las mujeres que había besado. A pesar de su escasa experiencia -y así lo creía, pues aunque anduviera pintando hombres desnudos, no parecía una mujer muy experimentada- ella era… natural. Inexperta. Totalmente carente de malicia y vanidad. Y la encontraba irresistiblemente atrayente. Encontraba irresistible eso y esos ojos enormes. Esas curvas deliciosas. Esos labios suaves y plenos…

Se pasó las manos por la cara. Maldición, había querido saber cómo se sentiría ella contra su cuerpo, cómo sabría, y ahora que lo sabía había sido incapaz de pensar en otra cosa desde que ella había abandonado su dormitorio. No cabía duda de que su mala actuación en el campo de tiro con arco era resultado de tal distracción. Esa obsesión por una mujer que en todos los sentidos era opuesta a lo que normalmente le atraía, lo desconcertaba. Siempre le habían gustado las mujeres pequeñas, de voz suave y belleza clásica, o sea, rubias y de ojos azules. Mujeres como lady Julianne. Pero por alguna razón, lady Julianne -que era la heredera que necesitaba- no captaba su atención.

En lugar de ello, había sido cazado por una solterona sin pelos en la lengua, de ojos castaños, pelo oscuro, alta y con gafas; una joven que jamás podría ser descrita como una belleza clásica. Pero había algo en ella que lo tenía obnubilado. Era algo a lo que no podía dar nombre porque nunca lo había experimentado antes. Y basándose en las palabras y el comportamiento de Logan Jennsen, Matthew no era el único que había caído bajo su hechizo. Por todos los infiernos.

Pero a diferencia de él, Jennsen tenía libertad para cortejar a quien deseara. No era que Matthew quisiera cortejar a la señorita Moorehouse. Ni siquiera sería su tipo eliminando el factor «heredera» de la ecuación. Era sólo que esa situación, con ella invadiendo sus pensamientos a cada instante, lo tenía confuso e irritado.

Soltó un suspiro frustrado y ya estaba a punto de centrar la atención en los odiosos libros de cuentas cuando oyó un «guau» familiar. Movió la mirada a las puertas francesas que, abiertas, permitían el paso de la brillante luz del sol del atardecer. Aparentemente, Danforth se había despertado en el lugar que había encontrado para echar la siesta. Probablemente bajo los cálidos rayos de sol en la terraza. Bestia afortunada.