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Sonó otro «guau» seguido por una suave risa femenina. Una risa que él reconoció al instante. Una risa que hizo que se enderezara en la silla como si le hubieran pegado una tabla a la espalda.

– Qué perro tan tontorrón, quédate quieto. -La risueña voz de la señorita Moorehouse flotó hasta el interior a través de las puertas entreabiertas que daban a la esquina más alejada de la terraza.

Como en un sueño, él se levantó. Ya había atravesado la mitad de la alfombra Axminster en dirección a las puertas cuando Danforth emergió por la abertura. Con la lengua colgando y agitando el rabo, el perro se dirigió directo hacia él. Saludó a Matthew con tres ladridos ensordecedores, y luego se sentó. Sobre su bota.

Segundos después la señorita Moorehouse apareció en la estancia procedente de la terraza.

– Vuelve aquí, perro travieso. No he terminado…

Su mirada cayó sobre Matthew y sus palabras se interrumpieron como si las hubieran cortado con un hacha. Se detuvo en seco como si se hubiera estrellado contra un muro.

El corazón de Matthew dio un vuelco. Clavó los ojos en ella, observando el sencillo vestido gris y el moño desaliñado del que se habían soltado docenas de mechones brillantes. Un sombrero le colgaba a la espalda, sujeto por las cintas de raso que llevaba atadas flojamente alrededor del cuello. Tenía las mejillas sonrosadas y el pecho agitado como si hubiera corrido una larga distancia.

Sarah se humedeció los labios, un gesto que le hizo apretar sus propios labios para no imitarla. Se ajustó las gafas que se le habían deslizado hasta la mitad de la nariz y luego le ofreció una torpe reverencia.

– Lord Langston, discúlpeme. Pensaba que los caballeros estaban ocupados con el tiro con arco.

– Ya hemos terminado el torneo. Pensaba que las damas se habían ido al pueblo.

– Me he quedado para explorar detenidamente sus extensos jardines. Espero que no le importe.

«No, si no comienza a escupirme nombres latinos de flores.» O a preguntarle sobre las straff wort o las tortlingers.

– En absoluto.

Sarah miró en derredor y frunció el ceño.

– Ésta no es la sala.

– No. Éste es mi estudio privado.

El rubor inundó sus mejillas.

– Oh. Debo pedirle perdón de nuevo. No tenía intención de entrometerme.

Se entrometía de todas maneras. En su privacidad y en su muy aburrido -esto… productivo- trabajo con los libros de cuentas. Debería despacharla, por supuesto. Sin embargo se encontró diciendo:

– No se ha entrometido. Es más, estaba a punto de pedir el té. ¿Le gustaría acompañarme?

Por Dios, ¿de dónde diablos había surgido esa invitación? No había estado a punto de pedir el té. De hecho, aún era muy temprano para que él lo tomara. Era como si hubiera perdido el control de sus labios.

Con sólo pensar en labios, dirigió la mirada a su incitante boca. Intentó no mirarla, intentó apartar la mirada de esos exuberantes labios que sabía que eran cálidos y deliciosos. Vaya, parecía que también había perdido el control sobre sus pupilas.

Ella lo estudió durante varios segundos, como si fuera un acertijo que estuviera tratando de descifrar, luego dijo:

– Tomar el té suena delicioso. Gracias.

Danforth soltó lo que pareció ser un «guau» de aprobación. Probablemente porque el animal sabía que con el té venía su bocado favorito: las rosquillas.

Bueno, puede que eso fuera lo mejor. Después de todo, ¿no había decidido pasar algún tiempo con ella para enriquecerse de su extenso conocimiento sobre plantas, y que lo ayudara en su búsqueda? Sí, lo había hecho. Era necesario que pasase tiempo con ella. Y siempre que fuera capaz de mantener la conversación alejada de las straff wort y las tortlingers, las cosas irían bien. Se recordó que tenía que preguntarle a Paul sobre las straff wort y las tortlingers para que la señorita Moorehouse no volviera a pillarlo desprevenido.

– Póngase cómoda, por favor -dijo Matthew, señalando el conjunto de sillones cerca de la chimenea. Sacó la bota de debajo de Danforth y cruzó la estancia hacia el cordón que había cerca del escritorio. Cuando terminaba de recoger los libros de cuentas, Tildon contestó a la llamada.

Después de ordenar que sirvieran el té en la terraza, Matthew se unió a la señorita Moorehouse junto a la chimenea.

En lugar de sentarse, ella permaneció frente a la chimenea mirando con fijeza el retrato que colgaba encima de la repisa. Él siguió la dirección de su mirada y miró la pintura que nunca dejaba de provocarle un nudo en el estómago.

– ¿Su familia? -preguntó ella.

Él sintió que le palpitaba un músculo en la mandíbula.

– Sí.

– No sabía que tenía un hermano y una hermana.

– No los tengo. Ya no. Murieron los dos. -Las palabras salieron más entrecortadas de lo que hubiera querido, ya que aunque pensaba en James y Annabelle todos los días, rara vez hablaba de ellos. Sintió el peso de la mirada de ella y se volvió en su dirección. La encontró mirándolo con los ojos muy serios.

– Lamento su pérdida -comentó con suavidad.

– Gracias -dijo él por rutina; años de práctica habían conseguido que dominara la pena que una vez lo había mantenido paralizado. Había aprendido a vivir con ella. La culpa, sin embargo, no se había desvanecido nunca-. Ocurrió hace mucho tiempo.

– Pero la pérdida de un ser querido es un dolor que no se cura nunca.

Matthew arqueó las cejas, asombrado tanto por sus palabras como por lo bien que reflejaban sus pensamientos.

– Lo dice como si lo supiera por experiencia.

– Lo sé. Cuando tenía catorce años, mi querida amiga Delia, una chica que conocía desde la infancia, falleció. Todavía la extraño y continuaré haciéndolo durante el resto de mi vida. Y también quería al marido de mi hermana, Edward, como si fuera mi propio hermano.

Él asintió. Ella comprendía su pena.

– Su amiga, ¿cómo murió?

Un profundo dolor brilló en sus ojos y se tomó varios segundos para responder.

– Nosotras íbamos a caballo y le sugerí una carrera. -Su voz se volvió un susurro y miró al suelo-. El caballo de Delia se hizo daño poco antes del final y la tiró. Se rompió el cuello en la caída.

Inmediatamente Matthew reconoció la culpa que escondía su voz. ¿Cómo podría no hacerlo? Era tan familiar para él como su propia voz, y una profunda sensación de empatía lo atravesó.

– Lamento profundamente su pérdida.

Ella levantó la vista y lo miró. Sus ojos se encontraron y Matthew no pudo evitar sentir un vacío en el corazón ante la expresión desolada que mostraban. Era una mirada que él conocía demasiado bien.

– Gracias -susurró ella.

– Creo que ya sé por qué le dan miedo los caballos.

– No he vuelto a montar desde entonces. No es exactamente el miedo lo que me detiene, es más…

– No querer volver a recordar cosas demasiado dolorosas. -Era una afirmación más que una respuesta. Sabía con exactitud cómo se sentía ella.

– Sí. -Lo estudió con sus enormes ojos, agrandados por las gafas-. Ahora es usted el que suena como si lo supiera por experiencia propia.

Matthew sopesó con rapidez qué y cuánto contarle. Era algo de lo que nunca hablaba. Pero esa mirada desolada que le había dirigido hizo que se le retorcieran las entrañas. Había hecho aflorar todos sus instintos protectores. Había conseguido que quisiera reconfortarla.

Tras aclararse la garganta, él dijo: