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Aclarándose la voz, Sarah dijo:

– El que nos preguntemos si los científicos locos como el doctor Frankenstein existen realmente, es una manera perfecta de empezar el debate sobre el libro de Shelley.

Julianne, la única hija de los condes de Gatesbourne, una de las más ricas familias de Inglaterra, se aclaró la garganta para añadir:

– Si mi madre sospechara que he leído ese libro, se desmayaría al instante.

Sarah se volvió hacia Julianne, observando su profundo sonrojo. Sarah sabía que algunas personas consideraban a la hermosa heredera rubia, fría y altiva; incluso ella misma lo había pensado cuando se conocieron años atrás. Pero rápidamente se había dado cuenta de que más que altiva, Julianne era dolorosamente tímida. Se sometía con docilidad a su arrogante madre, pero Sarah sospechaba que bajo esa apariencia tan perfectamente equilibrada, Julianne ocultaba un espíritu aventurero que anhelaba algo más que un simple paseo por Hyde Park bajo la estricta vigilancia de su dama de compañía, y Sarah estaba determinada a conseguir que su amiga extendiera las alas para volar.

Sarah apenas fue capaz de refrenar su naturaleza franca para no decirle lo bien que podría venirle a su severa madre una buena dosis de sales. Pero simplemente añadió:

– Somos la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, un título que implica que leemos y discutimos las obras de Shakespeare, aunque en realidad leemos lo que queremos; con eso debería bastar. Ya que El moderno Prometeo -o Frankenstein, si lo preferís- es, a pesar de los escándalos que lo rodean, considerado una obra literaria, nadie puede acusarnos de mentir. -Curvó los labios hacia arriba-. Esos escándalos son precisamente la razón por la que lo escogí como primer libro a debatir.

– Tengo que admitir que esto es lo más divertido que he hecho en mucho tiempo -dijo Carolyn con un entusiasmo que contrastaba con su calmada manera de ser.

La actitud de su hermana hizo que Sarah albergara esperanzas de que Carolyn estuviera cerca de abandonar la concha de reserva tras la que se ocultaba. Esa pequeña rebeldía de leer un libro escandaloso escrito por una mujer que se había relacionado con un hombre casado y tenido un par de niños con él antes de casarse, indicaba que Julianne había dado los primeros pasos para escapar del agobiante control de su madre, y resultaba justo lo que necesitaba Emily para olvidar los problemas financieros de su familia.

– Es una aventura divertida -dijo Sarah mostrando su aprobación-. Creo que todas estaremos de acuerdo en que Mary Shelley posee una imaginación vivida y formidable.

– Puedo entender por qué al principio se creyó que el libro estaba escrito por un hombre -añadió Emily-. ¿Quién podría sospechar que una mujer pudiera concebir semejante historia?

– Ésa es sólo una de las muchas injusticias de la sociedad actual -dijo Sarah, refiriéndose a un tema que la afectaba profundamente-. Las mujeres están infravaloradas. A mi parecer ése es un grave error.

– Puede que sea un error -añadió Carolyn-, pero así es como son las cosas.

Emily asintió con la cabeza.

– Y son los hombres quienes más desprecian a las mujeres.

– Precisamente -dijo Sarah, ajustándose las gafas-. Y prueba una de mis teorías favoritas: no hay nada más molesto en la tierra que un hombre.

– ¿Hablas de algún hombre en particular? -preguntó Carolyn con la voz cargada de diversión-. ¿O hablas en general?

– En general. Sabes cuánto me gusta observar la naturaleza humana, y basándome en mis detalladas observaciones, he llegado a la conclusión de que a la inmensa mayoría de los hombres se les puede definir con una sola palabra.

– ¿Una palabra que no sea «fastidioso»? -preguntó Julianne.

– Sí. -Sarah arqueó las cejas e hizo una pausa, como si fuera una profesora esperando las respuestas de sus alumnas. Como nadie se aventuró, las apremió-: ¿Los hombres son…?

– ¿Enigmáticos? -dijo Carolyn.

– Eh… ¿viriles? -propuso Emily.

– Hummm… ¿peludos? -añadió Julianne.

– Memos -indicó Sarah con un brusco asentimiento de cabeza haciendo que las gafas se le volvieran a resbalar por la nariz-. Casi sin excepción. Sean jóvenes o viejos creen que las mujeres no son más que estúpidos adornos que se pueden ignorar o simplemente utilizar para tolerarlas después. Algo a lo que dar una palmadita en la cabeza y luego dejar tirado en cualquier esquina para continuar bebiendo su brandy o coqueteando.

– No sabía que tuvieras tanta experiencia con caballeros -dijo Carolyn con suavidad.

– Una puede sacar sus propias conclusiones de la mera observación. No me hace falta jugar con fuego para saber que acabaré quemándome. -El rubor inundó las mejillas de Sarah. Era cierto que tenía muy poca experiencia con los hombres, y que las miradas masculinas siempre parecían pasarla por alto para recaer en alguna mujer más atractiva. Al ser de naturaleza pragmática y muy consciente de las limitaciones de su apariencia, hacía tiempo que había dejado de lamentarse por ese hecho. Ser invisible para los hombres le había permitido observar su comportamiento durante largas horas mientras estaba sentada en las esquinas de las numerosas veladas a las que había asistido recientemente con Carolyn, todo para intentar alentar a su hermana a que abandonara el luto. Y basándose en esas observaciones, Sarah sentía que su opinión estaba justificada con creces.

Eran memos.

– Si tu teoría es cierta -dijo Carolyn- entonces está claro que los caballeros creen que las mujeres son también buenas para coquetear con ellas. -Aparecieron una arruguitas alrededor de sus ojos, pero Sarah percibió la profunda tristeza que invadía la mirada de su hermana-. ¿O acaso se limitan a coquetear con las plantas?

La culpa dejó a Sarah sin palabras, y jugueteó con el lazo que aseguraba su larga trenza, de la cual se escapaba un buen puñado de rizos indomables. El marido de Carolyn, Edward, había sido un hombre modelo: devoto, amoroso y fiel. No había sido en absoluto un memo. Pero Carolyn estaba acostumbrada -más que cualquier otra persona- a su franqueza.

– Sólo coquetean con las plantas después de beber demasiado brandy. Lo cual ocurre con demasiada frecuencia. Pero ahora estoy hablando de los memos del libro que hemos seleccionado y, por lo que a mí respecta, Victor Frankenstein era rematadamente memo.

– Estoy totalmente de acuerdo -dijo Julianne asintiendo enfáticamente y olvidando su usual reserva como a menudo sucedía cuando las cuatro se reunían-. Todo lo malo que ocurre en la historia, los asesinatos y las trágicas muertes, fueron por su culpa.

– Pero Victor no mató a nadie -argumentó Emily, inclinándose hacia delante-. El responsable fue el monstruo.

– Sí, pero fue Victor quien lo creó -señaló Carolyn.

– Y después lo rechazó. -Sarah cerró los puños, acordándose de la aversión que sentía por el científico y la profunda simpatía que sentía por la grotesca criatura que había creado-. Victor descartó a ese pobre diablo como si fuera basura, huyendo de él, dejándolo solo. Sin conocimientos de la vida, sin mostrarle cómo sobrevivir. Lo había creado él, pero no le mostró ni un ápice de decencia. Y sólo porque era un monstruo. Ciertamente no era culpa del monstruo ser así. No todo el mundo es hermoso. -Encogió los hombros con filosofía mientras sospechaba que la empatía que sentía por el monstruo era quizás el reflejo de su propia lucha personal.

– El monstruo era algo más que feo -puntualizó Julianne-. Era enorme y horrendo. Totalmente aterrador.

– Incluso así, aunque nadie hubiera encontrado la manera de tratarle con decencia, sin duda alguna Victor, su creador, debería haberle mostrado un poco de bondad -insistió Sarah-. El monstruo no se volvió ruín y cruel hasta después de darse cuenta de que nunca sería aceptado. Por nadie. Qué diferente hubiera sido su vida si sólo una persona hubiera sido amable con él.