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– Pero las gafas le quedan bien. Algunas veces me pongo las mías, cuando leo cosas con letra pequeña.

Ella clavó los ojos en él y luego parpadeó.

– Oh, Dios mío. -Eran sólo tres palabras, pero fueron dichas con el mismo tono jadeante y áspero que había usado después de que la besara. Los ojos de Matthew bajaron involuntariamente a la boca de Sarah, dándose cuenta de inmediato de su error cuando el deseo de besarla de nuevo lo puso duro como una piedra.

Besarla otra vez era una idea muy mala. Pero maldición, quería hacerlo. Muchísimo. Allí, bajo la luz del sol, donde podría verla, donde podría observar cada una de sus reacciones. Sin embargo, antes de que pudiera inclinarse sobre ella, sonó un golpe en la puerta. Maldiciendo mentalmente la interrupción, exclamó:

– Adelante.

Tildon entró y anunció.

– El té está servido en la terraza, milord.

Tras dar las gracias al mayordomo, que cerró las puertas en silencio, Matthew aspiró profundamente antes de devolver la atención a la señorita Moorehouse. Su sentido común le decía lo afortunado que era de que Tildon hubiera golpeado la puerta en ese momento, si no, lo más probable era que la hubiera besado otra vez. Maldita sea, ¿a quién intentaba engañar? La habría besado de nuevo y punto.

Lo que se suponía que no debía estar haciendo con ella. No, debería estar hablando, averiguando qué secretos sabía y decidir si lo podía ayudar en su búsqueda. No necesitaba saber lo bien que besaba. Eso ya lo sabía. Y lo hacía bien.

Fenomenalmente bien.

Frunció el ceño interiormente y cambió de postura para aliviar la creciente incomodidad que ocultaban los pantalones. Maldición, ese incordiante deseo por ella era sencillamente inaceptable. Lo que necesitaba era mantener la atención alejada de sus labios y concentrarse en la tarea propiamente dicha: averiguar más cosas sobre ella. Y con ese propósito, extendió el codo, ofreciéndole el brazo y le indicó la terraza con la cabeza.

– ¿Vamos?

Capítulo 8

Sarah necesitaba averiguar más cosas sobre él.

Lo que significaba que no podía pasarse el tiempo pensando en la forma que la hacía sentir.

Sentada ante la mesa cuadrada de hierro forjado cubierta por un mantel de lino, observó el juego de té de plata que Tildon había dispuesto en la terraza. Además de té, había una bandeja con un buen surtido de bocaditos de pepino y berro sobre finas rebanadas de pan crujiente, bollos con mermelada de fresa, y panecillos frescos recién horneados todavía calientes.

El aroma que despedían llegaba hasta ella por la suave brisa del verano, pero no era eso lo que le hacía la boca agua. No, era lord Langston que tan eficazmente la distraía de su objetivo que no era otro que averiguar más cosas sobre él.

Y de ser posible, algo que lo hiciera parecer menos atractivo. Algo que no le hiciera bullir la sangre como cuando había descubierto que besaba de maravilla. O algo que no le desgarrara el corazón como la historia del triste suceso acontecido a sus hermanos. Porque en verdad le había desgarrado el corazón. Por Dios, no quería que le ocurriera eso. No se lo podía permitir.

Pero ¿cómo podía ignorar la empatía y la simpatía que sentía por él? Sabía que llevaría la pena consigo durante el resto de sus días porque ella misma padecía ese tipo de dolor que ni el paso del tiempo lograba entumecer. Él conocía ese sentimiento. La entendía. Y eso la acercaba más a él de lo que cualquier referencia a su buen aspecto físico pudiera hacer.

Aunque no podía negar que era extremadamente apuesto, a pesar de que no quería notarlo era corta de vista, no ciega. En esos segundos antes de que Tildon llamara a la puerta, había llegado a pensar que lord Langston tenía intención de besarla otra vez. Y en vez de sentirse consternada, indignada, desinteresada o cualquiera de las cosas que debería sentir, había notado cómo su corazón latía de excitación, teniendo que recurrir a toda su fuerza de voluntad para no rodearle el cuello con los brazos y apretar su cuerpo contra el de él. Para experimentar una vez más el aturdimiento que había sentido entre sus brazos la noche anterior. Sentir sus manos sobre ella, la urgente necesidad, la exigencia… que la impulsaba a acercarse más mientras sus lenguas se enlazaban.

Deslizó la mirada por su figura masculina mientras él despedía a Tildon para después acercarse a la mesa y sentarse en el asiento junto al de ella. Sarah dejó escapar un suspiro, y una calidez, que nada tenía que ver con el sol de la tarde, la atravesó.

– ¿Se encuentra bien, señorita Moorehouse?

La voz de él la arrancó con brusquedad de esos caprichosos pensamientos y descubrió que estaba observándola. La expresión que mostraba sugería claramente que él sabía que ella lo había estado mirando.

Maldición. Podía sentir perfectamente cómo el rubor ascendía por su cuello.

– Estoy bien, gracias -dijo ella con el tono más educado que pudo encontrar.

– Parece… acalorada.

– Es por culpa del sol -mintió, haciendo una mueca interior ante la mentira.

– ¿Prefiere tomar el té dentro?

«Sí, preferentemente en su dormitorio mientras lo veo tomar un baño.»

Sarah a duras penas logró contener un gemido horrorizado. Por Dios, esto no iba bien. Tenía que olvidarse de ese beso. Tenía que dejar de pensar en besarlo otra vez. Y, sobre todo, tenía que dejar de pensar en volver a verlo desnudo.

Se suponía que tenía que hacer… algo. Algo que no lograba recordar. Frunció el ceño y se obligó a concentrarse. Ah, sí. Tenía que centrarse en intentar averiguar sus secretos. Perfecto. Porque si bien había sentido una profunda empatía por él y despertado sus simpatías con la historia que le había contado -un tema que sospechaba que él no solía tratar con otras personas-, todavía tenía secretos… Por ejemplo, la verdadera naturaleza de sus salidas nocturnas al jardín. No podía desde luego preguntarle directamente por qué lo hacía. No, tenía que obtener la información sutilmente. Alentándolo a hablar de otras cosas, esperando a que sin querer se le escapara algo.

Pero ¿cuál era la mejor manera de proceder? Lo mejor sería adoptar una mirada conspiradora y apelar a su vanidad. Por sus observaciones, había llegado a la conclusión de que a los hombres les gustaba que les contaran secretos, y que no eran para nada inmunes a la adulación.

Cogiendo la taza de té de porcelana china de la que salía el vapor humeante, le dijo:

– La transformación del niño del retrato en el hombre que es ahora ha sido extraordinaria, milord.

Él encogió los hombros.

– Creo que muchos niños pasan por lo que podríamos llamar una fase embarazosa.

– No todos los niños. Mi hermana, por ejemplo. Fue una niña muy guapa y lo sigue siendo.

– Su hermana es mayor que usted.

– Sí. Me lleva seis años.

– ¿Entonces cómo sabe que fue una niña muy guapa?

– Mi madre me lo dijo. Con mucha frecuencia. Creo que pensaba que si me lo recordaba muchas veces podría conseguir que superara la «fase embarazosa», como usted la llamó, que padecí desde mi nacimiento.

Después de tomar un sorbito de té, añadió:

– Mi madre piensa que soy así sólo para fastidiarla. Insiste en que no tengo necesidad de utilizar las gafas y que si me quedara quieta durante horas y le permitiera utilizar una plancha para alisar mis indomables rizos, no sería tan poco atractiva. Aunque me deja claro que nunca sería tan hermosa como Carolyn, piensa que al menos debería intentarlo.

Él se detuvo cuando llevaba la taza de té a los labios y frunció el ceño.

– No me puedo creer que le dijera eso.

– Claro que lo hizo. Y muy a menudo. -De hecho, todavía lo hacía, pero sus palabras ya no le afectaban-. Mientras era pequeña me importaba mucho, sobre todo porque no quería que Carolyn, a la que adoraba, sintiera el mismo desagrado que mi madre por algo que yo no podía evitar.