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Él se rió.

– Sí, pero usted es más alta. Y huele mucho mejor.

Sarah ocultó la sonrisa detrás de la taza de té.

– Gracias. Creo.

– Y además es muy inteligente.

Sarah emitió un bufido.

– Aunque agradezco su valoración, basándome en mis observaciones, la mayoría de los caballeros no encuentran que la inteligencia sea una cualidad atractiva en una mujer.

– Bueno, a pesar de que pueda parecer un poco desleal con mi género, compartiré un secreto con usted. -Acercó más la silla y sus rodillas chocaron por debajo de la mesa, provocándole un cosquilleo en la pierna. Inclinándose hacia ella, le dijo con voz muy seria-: Lamento informarla de que muchos caballeros son, por desgracia, memos.

Sarah parpadeó, no sabía si sentirse aturdida, complacida o fascinada de que considerara a muchos miembros de su género de la misma manera que ella. No cabía duda de que su opinión, y su manera de expresarla, la asombraban, y pensar que compartían la misma opinión con respecto a ese tema la hizo sentir una calidez que no lograba describir, una calidez que, a pesar de no ser igual, le producía el mismo efecto que el de su cercanía.

La rodilla de lord Langston permaneció tocando ligeramente la de ella, tan ligeramente que supuso que sería algo accidental. Pero la calidez, combinada con el brillo de desafío en sus ojos, le indicaba que él sabía muy bien lo cerca que estaba.

«Aparta la pierna», susurraba la vocecilla interior de Sarah. Sí, era obvio que debería apartar la pierna. Debería echar la silla hacia atrás. Poner algo de distancia entre ellos. Terminar con ese insensato contacto, renegar del calor que se extendía a través de lodo su cuerpo.

Pero su cuerpo la traicionó e hizo exactamente lo que quería hacer…, acercarse más a él. Hasta que sus caras quedaron separadas a menos de cincuenta centímetros.

– ¿Me está diciendo, milord, que usted no forma parte de las tropas de los memos?

– ¿Qué pasaría si le afirmara con toda certeza que no?

– Diría que está mintiendo.

En lugar de ofenderse, él parecía estar divirtiéndose.

– ¿Por qué piensa que soy memo?

– Porque muy de vez en cuando pienso que todo el mundo lo es.

– ¿Incluida usted?

– Oh, especialmente yo. Siempre digo o hago cosas que no debo.

– ¿De verdad? ¿Cuáles?

– Diría que he pecado de memez hace tan sólo unos segundos, cuando he sugerido no sólo que mi anfitrión mentía sino que era un memo. -Eso y permitir que sus rodillas se rozaran. Lo cierto era que el contraste entre su inocente conversación y la «muy inocente» presión de la rodilla de él contra la suya la hacía sentir una especie de calor exultante que nunca había conocido.

Él cambió de posición, aumentando el contacto entre su pierna y la de ella, y su corazón dio un vuelco.

– Encuentro su franqueza muy refrescante -dijo él suavemente.

– ¿En serio? La mayoría de la gente la encuentra abrumadora.

La mirada de lord Langston se volvió seria y buscó la suya.

– Siempre he preferido la cruda verdad a las perogrulladas poco sinceras. Y me temo que dado mi título y mi posición, la mayoría de las veces tengo que padecer perogrulladas poco sinceras. Sobre todo de las mujeres.

– Si esas mujeres elogian su apariencia o su casa, sin duda alguna no puede acusarlas de ser poco sinceras.

Él encogió los hombros.

– Pero ¿qué motivos tienen para hacerlo?

– Me aventuraría a especular que es porque encuentran que ambos, usted y su casa, les resultan muy atractivos.

– De nuevo debo preguntar por qué. Por ejemplo, tanto lady Gatesbourne como lady Agatha se han deshecho en cumplidos hacia mí desde el momento que llegaron. Han elogiado mi persona, mí casa, mi jardín, mis platos, mis muebles, mi corbata, mi perro…

– Sin duda alguna estará de acuerdo en que Danforth es digno de elogios -interrumpió ella con una sonrisa.

– Naturalmente. Sin embargo, cuando lady Gatesbourne se refirió a él como «lindo perrito», Danforth estaba sentado sobre su zapato y ella tenía en la cara una expresión de absoluto horror. Puede que en ocasiones sea un poco memo, pero sé reconocer una adulación poco sincera cuando la oigo.

– Las dos damas sólo se esfuerzan por causar una buena impresión, milord.

– Sí. Porque lady Gatesbourne tiene una hija casadera, y lady Agatha tiene una sobrina casadera. No están interesadas en mí, están interesadas en mi título. ¿Puede hacerse una idea de cómo se siente uno al ser perseguido por esa razón?

– No. No puedo. -La verdad es que ella no tenía ni idea de cómo se sentía uno al ser perseguido. Punto.

– Es… decepcionante. Créame, esas buenas señoras no me elogian porque les guste la porcelana china de la familia o porque mi corbata esté bien anudada.

– ¿Está seguro? Después de todo, la porcelana china de la familia es preciosa.

Él arqueó una de sus cejas oscuras y le dirigió una mirada de fingida reprimenda.

– ¿Está diciendo que mi persona, mi casa, mi jardín y mis muebles no lo son?

Sarah intentó no hacerlo, pero acabó riéndose.

– Parece que ahora es usted el que busca cumplidos.

– Sólo porque usted es muy tacaña ofreciéndolos -dijo él, su tono dolido quedó desmentido por la chispa de diversión que le brilló en los ojos.

Ella se esforzó por no sonreír. Chasqueó la lengua y meneó el dedo delante de él.

– No necesita mis cumplidos. Tiene más que suficiente con las adulaciones que recibe de todo el mundo, no necesita las mías.

– Puede que no necesite sus cumplidos, pero me gustaría tener tan sólo uno.

Ella alzó la barbilla y frunció los labios pomposamente.

– Creo que es mi deber no enaltecer su vanidad.

– ¿Y me está permitido enaltecer la suya?

Ella se rió.

– Le aseguro que no soy vanidosa… -Tanto sus palabras como su risa se vieron interrumpidas cuando él capturó su mano y entrelazó los dedos con los de él.

– ¿No es vanidosa? -dijo él suavemente, mientras le acariciaba la palma de la mano con el pulgar-. Seguramente su amigo Franklin le hace cumplidos.

Ella tuvo que tragar dos veces para aclararse la garganta.

– No habla demasiado.

– Ah. Es un tipo fuerte y silencioso.

– Exacto.

– Entonces, por favor, permítame… -Él le estudió la mano, rozando con la yema del dedo cada uno de sus dedos. La vergüenza que sintió al ver las débiles manchas de carboncillo se evaporó cuando pequeños escalofríos de placer le subieron por el brazo-. Es usted una artista con mucho talento.

El placer la inundó, pero se sintió obligada a corregirle.

– Difícilmente podría llamarme artista…

Esta vez él interrumpió sus palabras tocándole los labios con los dedos. Negó con la cabeza.

– La respuesta correcta para un cumplido, señorita Moorehouse, es «gracias». -Retiró lentamente los dedos de su boca.

– Pero…

– No, «pero», no. -Se acercó más a ella-. Sólo «gracias».

Sus caras estaban separadas ahora por menos de treinta centímetros, y a Sarah le resultó imposible pensar en nada que no fuera eliminar ese espacio.

– Gra-gracias.

Una leve sonrisa asomó a los labios de él.

– De nada. Yo no sé dibujar. ¿Estaría dispuesta a hacer un pequeño boceto de Danforth para mí?

– Estaría encantada. Lo cierto es que estaba haciéndole uno cuando se escapó corriendo para su estudio.

– Y lo siguió.

– Lo hice.

– Y ahora está aquí. Tomando el té. Conmigo. -Cuando él pronunció esas palabras, un ligero estremecimiento la recorrió de pies a cabeza.

– Sí, aquí estoy. -«Con mi rodilla presionando la suya y su mano sujetando la mía. Y mi corazón latiendo tan fuerte que temo que pueda oírlo.»

Lord Langston frunció el ceño.

– ¿Dónde está su bloc de dibujo?