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Le llevó varios segundos recordarlo.

– Lo dejé en su estudio. En la silla, al lado de la chimenea.

– Ah, eso explica por qué no lo he visto antes.

– ¿En serio? ¿Por qué?

– Estaba demasiado ocupado mirándola a usted. -Lo primero que se le ocurrió fue que él bromeaba, pero no había ni rastro de burla en su intensa mirada.

Parte de Sarah, la parte soñadora que tan firmemente había mantenido enterrada durante más de dos décadas, esa parte de su alma que siempre había querido oír unas palabras como las que él acababa de pronunciar, luchó por liberarse de su confinamiento. Quería deleitarse con esas palabras, con esa cálida manera que él tenía de mirarla, con la excitación que él la hacía sentir.

Pero luego estaba ese otro «yo», la parte pragmática y carente de sentimientos que no dudó en adelantarse y advertirla con tolla severidad: «Tonta, no permitas que te convenza con esas tonterías ni hagas un mundo de sus palabras.»

Tenía razón. Estaba siendo estúpida. Se aclaró la voz.

– ¿Mirándome? ¿Tengo la cara manchada de carbón?

Él negó con la cabeza.

– No. Lo cierto es que su piel es… -le soltó la mano y le pasó los dedos por la mejilla- extraordinaria.

– Al contrario, tengo un montón de pecas por el sol.

– Ah, sí, esa inclinación que tiene de quitarse los sombreros cuando está al aire libre. Desde aquí, con la luz del sol, puedo ver sus pecas con toda claridad. Pero aun en contra de su opinión, esas diminutas imperfecciones no me disgustan. Más bien me tientan a tocar cada una de ellas. -Matthew le pasó el dedo por la mejilla, acariciándola suavemente y luego lo deslizó por el puente de la nariz.

«Debe de querer algo de ti», la advirtió su vocecilla interior. «Y está utilizando todo su encanto para obtenerlo.» Basándose en sus observaciones, los caballeros a menudo utilizaban la adulación para sus propios propósitos. No podía negar que ella misma había pensado utilizar tal treta con la esperanza de obtener información de él.

Pero ¿qué podía querer lord Langston de ella? Obviamente no podía ser información. ¿Qué podía saber ella que le interesara a él? Y desde luego sus motivos no tenían nada que ver con estar buscando compañía femenina, porque si así fuera, habría volcado sus encantos en quien quisiera, ya fuera Emily, Julianne o Carolyn. No, tenía que haber otra razón.

¿Pero cuál?

No lo sabía, pero tenía que mantenerse alerta. Mantenerse en guardia. Pero por el amor de Dios qué difícil era cuando la estaba mirando de esa manera. Como si fuera algo precioso y raro. Y absolutamente deliciosa.

Él le miró fijamente los labios.

– Cuando estábamos en el estudio… ¿llegué a decirle lo mucho que deseaba besarla?

«¿Llegué a decirle yo lo mucho que yo misma lo deseaba?» Las palabras se precipitaron hacia su garganta, suplicando ser dichas, y tuvo que apretar los dientes para contenerlas. Con el corazón palpitando con fuerza, negó con la cabeza y las gafas se le deslizaron por la nariz. Antes de que pudiera colocárselas de nuevo, él extendió la mano y se las ajustó. Luego, suavemente le ahuecó la mejilla con la cálida palma de la mano.

– ¿Puedo decirle lo mucho que deseo besarla en este momento? -susurró Matthew.

Ella se quedó sin habla. De hecho sus pulmones se quedaron sin aire. Sintió como si una llama ardiente se le extendiera bajo la piel, derritiendo sus entrañas, quemando cada célula de su cuerpo. Un latido sordo pulsó entre sus muslos. Y él ni siquiera la había besado. Apenas la había tocado.

Ella se humedeció los labios y observó cómo los ojos de él se oscurecían con el gesto.

– No puedo ni imaginar por qué desea hacer eso, milord.

– ¿No? -Él frunció el ceño y le acarició el labio inferior con el pulgar-. Quizá sea ésa la razón. Que usted no se lo imagina. Que usted no se lo espera. La encuentro muy refrescante.

– Le aseguro que soy de lo más anodina.

– Permítame que disienta. Pero incluso aunque así fuera, lo es de una manera muy refrescante.

Confundida por completo y halagada a su pesar, se obligó a decir:

– Creo que este sol tan brillante le ha afectado la cabeza, milord. Estoy segura de que con sólo levantar un dedo tendría a sus pies a cuantas mujeres quisiera.

La mirada de él se clavó en la suya con una intensidad que la hizo curvar los dedos de los pies calzados con esos zapatos tan robustos.

– Y si yo levantase un dedo, señorita Moorehouse, ¿la tendría de rodillas a mis pies?

«Al momento.» Las palabras resonaron en su mente, y pareció que apartaban de un plumazo toda una vida de sentido común y decoro. Por Dios, el efecto de ese hombre en ella era absolutamente perturbador, tanto que la asustaba. Ella solía ser sensata, pero en ese instante se sentía todo lo contrarío. Quería que la besara otra vez, lo quería tanto que le dolía. Quería sentir sus caricias. Sentir sus manos sobre su cuerpo y deslizar las suyas por el cuerpo de él.

No debería querer esas cosas. Esas cosas no eran posibles para ella. En especial con un hombre como él. Un hombre que podía tener a la mujer que quisiera. Un hombre del que no se fiaba.

Aun así, ella quería esas cosas. Con una intensidad que la estremeció. Era como si la represa detrás de la que había ocultado todos sus anhelos y secretos tuviera una fuga y la inundara con deseos que tan desesperadamente intentaba contener e ignorar. Quería sentir otra vez la excitación y el asombro que había experimentado cuando la había besado. ¿Tendría otra oportunidad?

«Nunca», susurró la vocecilla de su interior. «No volverás a tener otra oportunidad, jamás con un hombre como éste.»

– Lord Langston, yo…

El sonido de voces que se acercaban interrumpió sus palabras. Mirando por encima de los anchos hombros de él, Sarah vio el grupo que atravesaba el césped. Se inclinó hacia él y dijo:

– Las damas han regresado del pueblo.

Él ni siquiera se molestó en mirar.

– Eso no es lo que iba a decirme.

Ella vaciló, a continuación negó con la cabeza.

– No.

– Pues dígame lo que me iba a decir.

– Aquí está, milord -chilló la aguda voz de lady Gatesbourne.

Sarah observó que la dama aligeraba el paso, las plumas de su turbante rebotaban de una manera peligrosa sobre su ojo. Segundos después todo el grupo se dirigía hacia la terraza.

Lord Langston se levantó y obsequió a las señoras con una reverencia.

– ¿Les ha gustado la visita al pueblo? -preguntó.

– Oh, fue muy excitante -exclamó lady Agatha-. No había nadie en el pueblo que no estuviera sobrecogido por las noticias.

– ¿Qué noticias?

– Se refieren a un tal señor Tom Willstone, el herrero.

Sarah notó el rápido brillo de interés que se reflejó en la mirada de lord Langston.

– ¿Qué le ha ocurrido al señor Willstone?

Lady Gatesbourne se pasó un pañuelo de muselina por la cara.

– Había desaparecido anteanoche, pero lo encontraron esta mañana temprano en las afueras del pueblo.

Lord Langston frunció el ceño.

– ¿Dijo dónde había estado?

– Me temo que no -dijo lady Agatha con la voz quebrada que terminó en una risita nerviosa-. Estaba muerto. Al parecer lo han asesinado.

Lord Langston se quedó de piedra. Miró a Carolyn, Emily y Julianne, que asentían con la cabeza, con una expresión indescifrable.

– Es cierto, milord -dijo Carolyn quedamente.

– ¿Asesinado? -repitió-. ¿Cómo?

– Al parecer lo golpearon con un palo hasta que murió -informó lady Gatesbourne con cierto entusiasmo morboso.

– Luego lo enterraron en un hoyo poco profundo cerca del bosque -agregó lady Agatha.

Sarah se quedó paralizada mientras una imagen cruzaba por su mente. La de lord Langston. Regresando a su casa bajo la lluvia. Anteanoche. Con una pala.

Capítulo 9