– Es muy hábil con la aguja y el hilo -dijo lady Gatesbourne, cuya voz destacó sobre todas las demás.
La señorita Moorehouse parpadeó varias veces, como si intentase salir de un sueño. No podía negar que él mismo se había sentido arrebatado por el mismo tipo de trance.
La señorita Moorehouse echó un rápido vistazo a lady Gatesbourne, luego miró al techo. Una carcajada pugnó por salir de la garganta de Matthew, y aunque logró sofocarla no pudo evitar sonreír. Al parecer, lady Gatesbourne ensalzaba, con un tono más bien alto, las virtudes de una modista mientras apuraba grandes tragos de vino.
Seguramente la mujer dormiría, bien esa noche. Con suerte, se dormiría antes de que sirvieran el postre. Por Dios, sólo pensar en esa mujer como su suegra era suficiente para hacerle rechazar toda esa idea del matrimonio. Y desde luego no contribuía a su apetito.
La señorita Moorehouse sonrió y centró su atención en Daniel. Matthew cogió su copa y miró el líquido carmesí, intentando buscar un tema de conversación que tratar con lady Julianne. Cuando por fin se dirigió a ella, le dijo:
– Lady Julianne, ¿ha leído algún libro interesante últimamente?
– Oh, hummm, lo cierto es que no, milord. -Bajó la mirada y se puso a juguetear con la servilleta.
Dios, él había pensado que era una simple e inocente manera de comenzar una conversación, pero ella parecía a punto de desmayarse. Estaba a punto de cambiar al siempre seguro tema del clima cuando ella levantó la vista y dijo de golpe:
– Pero hace poco hemos fundado la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.
– ¿Quiénes?
– Lady Wingate, lady Emily, la señorita Moorehouse y yo.
– Así que una sociedad literaria -dijo él, moviendo la cabeza con aprobación-. ¿Se dedican a leer y discutir las obras de Shakespeare?
La cara de lady Julianne se cubrió repentinamente de rubor.
– Apenas acabamos de fundarla. Libros de ese tipo los trataremos en el futuro, estoy segura.
Maldición, esa joven se ponía colorada hasta por la caída de un sombrero. No es que no apreciara un sonrojo seductor, pero por el amor de Dios, sólo había mencionado libros. No daba la impresión de que ella fuera de naturaleza fuerte. A pesar de todo, se obligó a seguir hablando, aunque decidió cambiar de tema y borrar de la conversación cualquier cosa de índole literaria ya que parecía ponerla al borde del desmayo.
– ¿Podría decirme, lady Julianne, cuáles son sus pasatiempos favoritos?
Ella lo consideró durante varios segundos, luego dijo:
– Me gusta tocar el pianoforte y cantar.
– ¿Lo hace bien?
– Soy mediocre, pero intento mejorar. -Una pizca de picardía brilló en sus ojos-. Sin embargo, si le pregunta a mi madre, le dirá que canto como un ángel y que tengo un inigualable talento para tocar el pianoforte.
Hummm. Lady Julianne no sólo era preciosa, sino modesta. Y al parecer tenía algo de sentido del humor. Ambas cosas eran muy alentadoras.
Aun así, no logró evitar que su mirada se desviara de nuevo al final de la mesa. Y vio que tanto Jennsen como Daniel escuchaban con atención algo que la señorita Moorehouse estaba diciendo. Cerró los dedos alrededor de su copa de cristal e intentó centrarse en lady Julianne.
– ¿Qué más le gusta hacer?
– Leer. Bordar. Cabalgar. Bailar. Lo que suele gustar a las damas.
Sí, lo usual. El problema era que parecía que él había desarrollado una fuerte preferencia -muy poco conveniente- por lo inusual.
– Me encantan los animales -continuó lady Julianne-. Me gusta montar a mi yegua cuando estamos en el campo, y pasear a mi perro por Hyde Park cuando estamos en Londres.
Él se obligó a mantener su errática mirada fija en ella y concentrarse en la parte positiva de lo que había dicho. Que le gustase cabalgar y que le encantasen los animales era algo bueno.
– ¿De qué raza es su perro?
Se le iluminó la cara y mencionó a un perro de raza enana, de esos que emitían pequeños ladridos, destrozaban las alfombras y mordían los tobillos; pequeñas bestias que se apropiaban de los cojines de raso para dormir y eran un constante incordio, y a los que Danforth desdeñaba olímpicamente.
– Cuando regrese a Londres, pienso comprar varios perros más de la misma raza para que mi Princesa de las Flores tenga compañía -añadió con entusiasmo lady Julianne.
Matthew la miró por encima del borde de la copa.
– ¿Llama a su perra Princesa de las Flores?
Lady Julianne sonrió, una sonrisa deslumbrante que sin duda alguna atraía a la mayoría de los hombres como el canto de una sirena.
– Sí. Es un nombre que le va a la perfección. Le encargué a mi modista que le hiciera varios trajecitos con gorritos a juego.
Por Dios. Danforth jamás se lo perdonaría. Podía imaginarse la reacción de su perro si llevaba tal criatura a su casa.
– ¿Le gustan los perros grandes?
– Me gustan todos los perros, pero personalmente prefiero las razas pequeñas. Los perros grandes no pueden sentarse sobre tu regazo, y te manchan simplemente con poner una pata sobre ti. Aunque por supuesto, no asustan a mi Princesa de las Flores. Es muy feroz y no duda en atacar a cualquier perro más grande que ella.
Al instante se imaginó a Princesa de las Flores vestida de tul con un minúsculo gorrito a juego, con los dientes cerrados sobre la cola de Danforth mientras éste le dirigía una mirada infeliz.
La imagen de dicha doméstica que había intentado visualizar en su imaginación se desvaneció como una nube de humo. Lo que era completamente ridículo. Salvo por lo de Princesa de las Flores, lady Julianne era perfecta en todos los sentidos. Perfecta para él en todos los aspectos. ¿Qué más se le podía pedir a una esposa que fuera hermosa, modesta, ocurrente, amena, tímida, amante de los animales y que encima también fuera la heredera que necesitaba? Nada. No podía pedir nada más.
Una vez más su mirada se desvió al otro extremo de la mesa. Y se quedó paralizado. Daniel había abandonado su conversación con la señorita Moorehouse y ahora hablaba con su hermana, lady Wingate, que estaba sentada a su otro lado. La señorita Moorehouse, sin embargo, no parecía un gatito abandonado. No, ella hablaba con ese bastardo de Jennsen que estaba pendiente de cada una de sus palabras como si lo que saliera por sus labios fueran perlas de sabiduría. Esos labios preciosos y llenos. Que acababa de humedecerse justo en ese momento. Una rápida mirada a Jennsen confirmó que él también había visto el gesto. Y le había gustado lo que había visto. Maldita sea.
¿Cuánto tiempo más duraría esa interminable cena?
– ¿Y bien? -demandó Matthew a Daniel en el instante que el último invitado abandonó la sala y se quedaron por fin solos.
– ¿Y bien qué? -preguntó Daniel, acomodándose en el sillón favorito de Matthew ante la chimenea y estirando las piernas.
Matthew intentó reprimir la impaciencia de su voz, fracasando miserablemente.
– Ya sabes. ¿Cómo fue tu conversación con la señorita Moorehouse?
– Muy bien. ¿Cómo fue la tuya con lady Julianne?
– De maravilla. ¿Qué averiguaste sobre la señorita Moorehouse?
– Pues un montón de cosas. ¿Sabías que tiene un extraordinario talento para…?
– El dibujo. Sí, lo sé, Dime algo que no sepa.
– Bueno, iba a decir talento para la conversación. Para conversar de verdad. No sólo porque con ella se puede discutir de manera inteligente sobre una amplia variedad de temas, sino porque sabe escuchar. Con atención. Como si lo que estuvieras diciendo captara todo su interés o fuera importante para ella.
Matthew estaba delante de la chimenea y apoyó el hombro contra la repisa. Una imagen de la señorita Moorehouse cuando esa misma tarde habían hablado en la terraza surgió en su mente: esos ojos enormes fijos en él, la cabeza ladeada como si escuchara sus palabras con suma atención. Como si nada más tuviese importancia.