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– No me ofendes. Estaré encantado de encargarme de tus deberes de anfitrión. No me opongo a pasar el tiempo con un grupo de hermosas jóvenes.

– Excelente. -Reanudó su camino hacia la puerta.

– Matthew… ¿Te das cuenta de que esta búsqueda es con toda certeza una pérdida de tiempo?

Se detuvo y asintió con la cabeza.

– Lo sé. Pero tengo que intentarlo.

– Bueno, ten cuidado, amigo.

Matthew abandonó la estancia y cerró la puerta, luego se dirigió hacia las escaleras, sintiéndose inquieto y de mal humor, y todo por culpa de ella. Excavar sería bueno para él esa noche. Sí, cavaría fosas, montones de fosas que, como todas las anteriores, no servirían para nada. Cavaría hasta quedarse exhausto para no pensar. Hasta que estuviera tan cansado que no ansiara lo que no podía tener.

La señorita Moorehouse.

Maldita sea, sospechaba que iba a tener que cavar un buen número de fosas para lograr eso.

Cuando llegó al último escalón, observó la procesión de sirvientes que cargaban con cubos de agua caliente y humeante. Una de sus invitadas había ordenado un baño. Una punzada de envidia lo atravesó. Un baño caliente sonaba mucho mejor que excavar fosas. Quizás ordenara uno para él cuando regresara.

Estaba a punto de volverse hacia su dormitorio cuando los sirvientes se detuvieron y llamaron a una de las puertas.

– Señorita Moorehouse, traemos el agua para su baño.

Matthew se ocultó con rapidez en un pequeño hueco y se mantuvo fuera de la vista hasta que el último de los sirvientes desapareció en el dormitorio. Cuando el pasillo quedó de nuevo vacío, se encaminó rápidamente a su alcoba con una sonrisa en los labios.

La excavación tendría que esperar un rato.

Ahora mismo estaba mucho más interesado en un baño.

Capítulo 10

Con sólo una bata anudada con holgura, Sarah añadió unas gotas de aceite de lavanda al agua humeante de la bañera situada delante de la chimenea de su dormitorio. Sumergió los dedos bajo la superficie y los movió lentamente notando que el agua caliente necesitaría enfriarse un poco antes de poder meterse. Pero no importaba. Tenía mucho que hacer mientras esperaba.

Girándose, miró al hombre que se sentaba enfrente de ella en el sofá. La tenue luz del fuego arrojaba sombras misteriosas y se le aceleró el pulso sólo con mirarlo. Su ávida mirada se movió sobre él, los hombros anchos y atractivos cubiertos con una inmaculada camisa de lino blanco, la corbata anudada holgadamente, las botas y los pantalones negros. Permanecía completamente quieto, en silencio, como si estuviera esperando a obedecer cada una de sus órdenes. Sonrió.

Franklin N. Stein era realmente el Hombre Perfecto.

Bueno, salvo por el hecho de que su pierna derecha era algo más gruesa que la izquierda. Pero sólo porque se habían quedado sin relleno. Por supuesto, no se habrían quedado sin relleno si no hubieran estado, con esas risitas tan tontas, dotando a Franklin en otras áreas de los pantalones de una manera que no podía ser anatómicamente posible.

Y ése no era el único problema que tenía. El mayor problema era que no tenía cabeza.

Sarah miró frunciendo el ceño al descabezado, pero muy bien dotado, Franklin. No, eso no estaba bien. Carolyn, Emily y Julianne se habían ido a sus respectivos dormitorios después de ayudarla a rellenar y ensamblar a Franklin. Lo había escondido en el armario mientras le llenaban la bañera. Pero no lo había dejado allí después de que los sirvientes se fueran. Sencillamente no podía dejar allí a su creación en unas condiciones tan espantosas mientras se bañaba y dormía.

Cruzando la habitación hacia el armario, tomó su camisón más viejo. Luego se dirigió a la cama y despojó a una de las almohadas de su funda. Después de rellenar la funda con su camisón de lino, le dio forma redonda. Luego colocó la provisional cabeza sobre los anchos hombros de Franklin. Dando un paso atrás, examinó su trabajo.

Un poco lleno de bultos, pero estaba definitivamente mejor. Aunque ahora no tenía cuello. Por supuesto, era mejor eso que no tener cabeza. Pero ahora que tenía cabeza, lo que en realidad necesitaba era una cara.

Y en ese momento una cara -la cara perfecta- se materializó en su mente. Unos inteligentes ojos color avellana. Unos rasgos cincelados. Unos labios llenos que no sonreían demasiado, pero que cuando lo hacían…

Oh, Dios.

Se le aceleró el corazón cuando recordó cómo le había sonreído lord Langston en la cena. A pesar de que ella se había sentado al lado del encantador lord Surbrooke y enfrente del entretenido señor Jennsen, una parte de ella había estado pensando en lord Langston. El cual se había pasado toda la larga cena departiendo con Julianne. Julianne había parecido totalmente aturdida.

Sarah cerró los ojos e intentó contener el indeseado sentimiento que la había atosigado toda la noche, pero le fue imposible contenerse por más tiempo. Los celos la inundaron y, con un gemido, enterró la cara entre las manos.

Como no tenía manera de controlar aquella inútil emoción decidió dejarla fluir, revolcarse en ella durante varios minutos, luego enterraría aquel ridículo sentimiento en la parte más profunda de su alma.

Maldición, no quería sentir celos, y en especial, no los quería sentir por una de sus más queridas amigas. Los celos eran una emoción tonta y vacía que no servía para nada, para nada que no fuera ansiar cosas que no podía tener. Como la belleza.

Había aceptado hacía mucho tiempo las limitaciones de su apariencia. En lugar de maldecir inútilmente a las Parcas por no haberla dotado con la extraordinaria belleza que habían otorgado a Carolyn, había concentrado su tiempo y energía en otros intereses como la jardinería y el dibujo. Se había obligado a dejar de lado los sueños femeninos que llenaban la mente de la mayoría de las chicas, sueños poco prácticos sobre el amor, los romances y las grandes pasiones y, al hacerlo, había encontrado una gran satisfacción en los confines de su jardín y su bloc de dibujo. Sus grandes pasiones nada tenían que ver con el romanticismo. Se sentía satisfecha con sus intereses, sus amistades, su mascota, el amor que sentía por la cocina, y estaba contenta con su vida.

Aunque alguna que otra vez, sobre todo cuando permanecía en la cama por las noches sola y rodeada por la oscuridad, una sensación de vacío la embargaba y atenazaba. La hacía ansiar cosas que no tenía, que nunca tendría. El amor -un amor mágico- y una gran pasión. Un marido y unos hijos a quienes amar.

Permitirse tales pensamientos la llenaba de ansiedad y frustración. Tenía una vida satisfactoria, por la que debería sentirse agradecida. Tenía un techo firme sobre su cabeza y, a diferencia de su amiga viuda Martha Browne, nunca le faltaba comida; a diferencia de sus amigas las hermanas Dutton, tenía una excelente salud. Y la mayor parte del tiempo se sentía feliz.

Pero a veces, como ahora, quería más. Quería las cosas que Carolyn había tenido con Edward: amor, magia y pasión. Quería la belleza vivaz de Emily que conseguía que no uno sino dos hombres la agasajaran durante toda la velada. Quería la serena belleza que poseía Julianne. Una belleza que hacía girar las cabezas. Que hacía que un hombre se sentara junto a ella en la cena y que la mirara como si fuera la mujer más bella del mundo.

Sarah se dejó caer en el sofá y presionó las manos con fuerza contra los ojos para contener las lágrimas que amenazaban con desbordarse. ¡Estúpida! Eran pensamientos estúpidos e inútiles. Sueños ridículos y fútiles que no servían para nada más que para que sintiera una soledad y un vacío que jamás podría llenarse. Necesitaba desterrar esos pensamientos de su mente, enterrarlos en lo más profundo de su alma donde no le podían hacer daño. Ni burlarse. Ni herirla. Hasta la próxima vez que les permitiera salir a la luz.