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Exhaló un suspiro trémulo y con impaciencia se secó los ojos. Sintió que algo le presionaba el hombro y levantó la cabeza. Franklin, como si lamentara su estado de ánimo, se había inclinado hacia ella y su hombro de relleno tocaba ahora el suyo. Piedad…, un rasgo precioso en el Hombre Perfecto. Por desgracia, la cabeza llena de bultos había abandonado los hombros y ahora descansaba en el suelo cerca de los pies. La tendencia a perder literalmente la cabeza… No era tan preciosa. Era obvio que necesitaba aguja e hilo.

Con un suspiro, colocó a Franklin en posición vertical, recogió la cabeza del suelo y la colocó de nuevo sobre los hombros. Luego se incorporó y estiró la espalda. Basta. Ya había desaprovechado demasiado tiempo ansiando cosas que no podía tener. Deseando un hombre que nunca podría tener y al que ni siquiera debería desear. Un hombre cuyo interés por ella estaba rodeado por la sospecha y que sería, con toda seguridad, fugaz. Un hombre que, por lo que ella sabía, podía ser un cobarde asesino.

Pero en el instante que ese último pensamiento tomaba forma en su mente, su corazón lo negó con vehemencia. Tenía que existir otra razón para que lord Langston regresara a casa con una pala la noche que habían asesinado al señor Willstone. ¿Pero cuál? Sabía que sus afirmaciones de estar plantando flores nocturnas eran falsas. ¿Sería capaz de algún tipo de experimento similar a los del doctor Frankenstein? Por Dios, seguro que no. Pero eso sólo hacía que volviera a preguntarse lo mismo: ¿qué había estado haciendo esa noche?

Con un sonido impaciente se levantó. Era el momento de dejar a un lado esos pensamientos y meterse en la bañera. Pero antes necesitaba encargarse de Franklin; mejor no dejarlo allí desprotegido mientras ella se bañaba. Después de meterse el cuerpo bajo un brazo y la cabeza bajo el otro, se encaminó al armario y lo escondió en la esquina más alejada. No parecía estar particularmente cómodo, y no tenía la cabeza demasiado erguida, pero dado el reducido espacio, ella no podía hacer otra cosa. Menos mal que no tenía cuello, porque si no por la mañana padecería una tremenda tortícolis.

Cerró las puertas dobles del armario, luego atravesó la estancia, hundiendo los pies desnudos en la gruesa alfombra. Después de dejar las gafas en la mesita junto a la bañera, se desató el cinturón de la bata y se despojó de la prenda, dejándola caer a los pies. Luego, con cuidado, pasó por encima del borde de la bañera de cobre y se hundió lentamente en el agua caliente.

Un «aaah» de satisfacción surgió de sus labios. Doblando las rodillas para compensar el hecho de ser más larga que la bañera, se hundió en el agua hasta que el calor envolvente le alcanzó la barbilla. Luego descansó la nuca sobre el borde de la bañera, cerró los ojos y dejó que la cálida sensación la envolviera. El único sonido de la habitación era el tictac continuo del reloj de la repisa de la chimenea.

El calor vaporoso le aflojó los músculos tensos, y soltó un suspiro largo y profundo de satisfacción. Y recordó de repente otro baño…

Una imagen de lord Langston levantándose de la bañera tomó forma tras sus párpados cerrados. Los regueros de agua deslizándose por ese cuerpo mojado y desnudo. Cómo había levantado los musculosos brazos para retirarse de la cara el pelo mojado. Oh, Dios. No había nada tan perfecto como un baño…, a menos que se observara tomar un baño a un perfecto espécimen masculino.

– No hay nada tan perfecto como un baño… a menos que se observe tomar un baño a una perfecta y hermosa mujer.

Con una boqueada, Sarah abrió los ojos de golpe ante la voz suave, profunda y familiar cuyas palabras reflejaban tan fielmente sus propios pensamientos. Se enderezó de golpe, derramando agua por los bordes de la bañera, y entrecerró los ojos hacia la chimenea. Aunque lo veía algo borroso, no tuvo ningún problema en reconocer a la figura que apoyaba un hombro despreocupadamente contra la repisa de la chimenea. Era lord Langston. Sostenía una larga tela blanca en la mano, y al entrecerrar los ojos se dio cuenta de que era su bata.

Cogió las gafas de la mesa, se las puso y luego cruzó los brazos protectoramente sobre los senos. Al mirarlo, reparó en que él se había quitado la levita y la corbata, llevando sólo la camisa blanca y los pantalones negros. Tenía la camisa abierta en el cuello y se había enrollado las mangas hasta los codos.

Le pareció que el corazón le daba un vuelco. Parecía deliciosamente desaliñado, asombrosamente masculino y diabólicamente guapo. Cuando levantó la mirada hacia la de él, lo encontró mirándola con los labios curvados en una perezosa sonrisa.

– ¿Qué está haciendo aquí? -le preguntó en un susurro siseante.

Él arqueó las cejas y adoptó una expresión inocente.

– ¿No es obvio? La observo tomar un baño. De la misma manera que usted me observó a mí. -Levantó la mano con la que sujetaba la bata-. Y tomo prestada una prenda suya de ropa. Igual que usted me cogió la mía. Es algo insignificante que suelen llamar «ojo por ojo». -Paseó la mirada por sus pechos-. O «diente por diente», si lo prefiere.

No cabía duda alguna de que era la cólera lo que le aceleraba el pulso y le hacía palpitar el corazón a toda velocidad. Apretando las rodillas contra los pechos, le dijo:

– Quiere decir venganza.

El chasqueó la lengua.

– «Venganza» es una palabra muy fea. -Deslizó la mirada lentamente sobre ella y pareció que se le oscurecían los ojos-. Y déjeme decirle que no hay nada feo en la imagen que presenta en esa bañera. Está encantadora. Igual que… una figura de Botticelli.

Le pareció que un rubor le cubría todo el cuerpo, hasta por debajo de las raíces del cabello que, estaba segura, parecía un nido de paloma encima de su cabeza.

– Se está burlando de mí, milord. -«Por Dios, ¿ese sonido jadeante era su voz?»

– En absoluto. Pero en lugar de esconderme detrás de una cortina para observar cómo se baña, cosa que hizo usted, estoy siendo franco y honesto.

Sin apartar la mirada de ella, se alejó de la repisa de la chimenea y acercó una silla a la bañera. Después de extender la bata sobre el respaldo de la silla, se sentó. Con un gesto indolente de las manos, le dijo:

– Por favor, continúe. No me preste atención.

– ¿Que continúe?

– Con el baño. -Se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos sobre el borde de la bañera. Sumergió la yema de los dedos bajo la superficie y los deslizó perezosamente por el agua. Un brillo travieso apareció en sus ojos-. ¿Necesita que la ayude a encontrar el jabón?

Pensar en esa mano rebuscando bajo la superficie dejó sin aire sus pulmones. Incapaz de hablar negó con la cabeza, una acción que hizo que se le deslizaran las gafas por la nariz. Antes de que se las pudiera ajustar, él se las quitó y las dejó sobre la mesa.

– Se le empañarán con el vapor -dijo-. Y no las necesitará, tengo intención de quedarme muy cerca.

Ella tuvo que tragar saliva para poder hablar.

– Esto resulta muy impropio. -Parecía que por fin su sentido común hacía acto de presencia.

– No parecía pensar así cuando entró en mi dormitorio y me observó tomar un baño. Éste es el típico caso en que «alguien», no mencionaré su nombre -se acercó un poco y bajó la voz hasta convertirla en un susurro-, aunque ambos sabemos que me refiero a ti, se fija más en los defectos de los demás que en los suyos propios. Creo que se suele decir: «le dijo la sartén al cazo, no te acerques que me tiznas».

Caray. Por mucho que le fastidiara, no podía negar que tenía razón.

– Pero no es justo. Usted no sabía que yo le observaba mientras se bañaba.

– No. -Una sonrisa diabólica le curvó los labios-. Si hubiera sabido que tenía público, habría hecho que el espectáculo fuera más divertido. -Le rozó la pierna con la yema del dedo, dejándola sin aire y provocándole una oleada de escalofríos-. Tú ya has visto mi función, Sarah. Es justo que yo vea la tuya.