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El sonido de su nombre pronunciado con ese tono susurrante, ronco y profundo envió un cálido estremecimiento por su cuerpo. No podía negar que lo había visto, y que era una vista que jamás olvidaría. Sin embargo, por desgracia, se temía que ella no resultaría tan inolvidable. Aunque por la forma en que la estaba mirando…, con esa luz provocativa en la mirada, con esos ojos oscuros, profundos e intensos y el reto que había en ellos, casi podía oír cómo le preguntaba: ¿te atreves?

¿Se atrevería?

Si se lo hubieran preguntado unos días antes, no habría tenido ninguna duda con la respuesta. No era el tipo de mujer que se bañaría desnuda delante de un hombre. Pero algunos días antes, también habría jurado que no era el tipo de mujer que se escondía detrás de una cortina para observar cómo un hombre tomaba un baño. O que soñaría con los besos de un hombre desnudo. Suspiró trémulamente. ¿Dónde estaba su ira ante la invasión de su intimidad? ¿Por qué no le exigía que se marchara de inmediato? ¿Por qué se sentía en ese momento inexplicablemente más viva -salvo esos mágicos momentos que había pasado entre sus brazos- de lo que recordaba haberse sentido nunca? En lugar de decir o sentir lo que debía, guardó silencio, y se dejó llevar por una silenciosa euforia y una excitación que era casi dolorosa.

Ningún hombre la había mirado así. Nunca la habían hecho sentirse así. Jadeante. Imprudente y atrevida. Tan llena de fantasías que no podía nombrar. Tan… viva.

Nadie salvo él.

– ¿Te gustaría que te lavara la espalda? -Su voz era un susurro seductor que la envolvió, instándola a ceder, a aceptar el reto.

Su sentido común intentó advertirla de que se negara, pero su corazón -tan lleno de curiosidad y deseo- ahogó por completo la censura.

Sin protestar, sin apartar la mirada de sus ojos, soltó lentamente una mano de las rodillas y tanteó el fondo de la bañera hasta encontrar la pastilla de jabón. Sacando la mano del agua, se la tendió.

Con los ojos brillantes él tomó el jabón, luego se movió a un extremo de la bañera. Sarah oyó el crujido de las botas cuando él se arrodilló detrás de ella.

– Inclínate hacia delante -le ordenó con suavidad.

Con una punzada de excitación hizo lo que le decía, cerrando los brazos alrededor de las piernas dobladas y apoyando la barbilla sobre las rodillas. Las manos de Matthew vertieron agua caliente sobre sus hombros y luego comenzó a tocarla de una manera que sólo pudo describir como mágica. Deslizó lentamente las palmas jabonosas y los dedos de arriba abajo por su espalda, por sus hombros, masajeándolos y produciendo una de las sensaciones más maravillosas y relajantes que hubiera experimentado nunca. No pudo evitar el gemido de puro placer que salió de su garganta más de lo que podía evitar un nuevo amanecer.

– ¿Te sientes bien? -preguntó Matthew mientras Sarah sentía su cálido aliento en la nuca.

– Sí. -Dios mío, sí. Era algo más que sentirse bien.

– Tienes una piel muy bella. Increíblemente suave. ¿Sabías que éste… -deslizó los dedos hacia abajo por la columna vertebral, por debajo del agua, hasta el hueco de su espalda- es uno de los lugares más sensibles del cuerpo de una mujer?

Sarah tuvo que tragar dos veces para que le saliera la voz.

– Lo… creo.

Los dedos de él continuaron la lenta caricia, y ella ya no supo qué decir. Sólo podía sentir. Escalofríos de placer atravesaron su cuerpo, y cada respiración se transformó en un suspiro placentero. Sus manos subieron lentamente, luego le vertió agua por la espalda y los hombros para aclarar el jabón.

– ¿Más? -preguntó él suavemente.

«Dios, sí. Por favor, sí. No te detengas nunca.» Lo cierto era que parecía que toda su existencia se resumía en esa palabra.

Una parte de ella intentaba protestar, intentaba decirle que tenía que detener esa locura. Pero ya había llegado muy lejos. Aquello era completamente impropio. Y podía conducir al escándalo. A la ruina. Pero su cuerpo se negaba a perder aquellas sensaciones maravillosas que lo recorrían.

– Más -dijo por fin ella.

Tomándola ligeramente por los hombros, la instó a reclinarse. Ella obedeció, pero la modestia la obligó a cruzar las piernas y a colocar los brazos sobre los pechos.

Segundos después las manos jabonosas comenzaron su magia una vez más, esta vez le masajearon un brazo, apartándolo de los pechos y acariciándolo hasta la muñeca. Los ojos se le cerraron cuando él le acarició cada dedo hasta que se sintió completamente laxa. El otro brazo se apartó de los pechos por voluntad propia, y recibió el mismo tratamiento. Después él volcó su magia en el cuello, luego se abrió camino lentamente hacia abajo, por la clavícula hasta la parte superior de los pechos.

Sarah se forzó a abrir los párpados y observar cómo sus manos se deslizaban por la curva de sus pechos. Se quedó sin aliento e involuntariamente arqueó la espalda. Los pulgares de Matthew rozaron con ligereza los pezones que se endurecieron hasta convertirse en unas cimas tensas y arrugadas, que suplicaban más caricias sensuales. Con arrobamiento, ella observó esos largos dedos sobre sus senos mojados; cómo giraban y tiraban levemente de los pezones, consiguiendo que gimiera. La imagen de sus manos sobre ella, de su piel oscura contra la suya, la hizo suspirar y sentir como si su cuerpo estuviera quemándose. Los pliegues entre sus piernas estaban excitados e hinchados, y dolían por la necesidad de ser tocados. Ella se retorció, juntando los muslos, pero en vez de aliviarla el movimiento sólo sirvió para inflamarla más.

Él continuó rodando los pezones entre los dedos y tirando suavemente de ellos.

– Tu piel es pura seda bajo mis manos, Sarah. Tan suave y cálida.

Sus palabras le acariciaron la oreja. Ella giró la cabeza, buscando, tanteando, y en ese momento sus labios encontraron los de ella. Gentiles, persuasivos. Demasiado suaves. Ella quería más, necesitaba más.

Con un suspiro ella abrió los labios y él profundizó lentamente el beso. Sarah sintió como si él se hundiera en ella y que ella se perdía en él. La sensación de su lengua tocando la suya, de sus manos acariciándole los pechos, la llenó de una urgencia cada vez más ardiente que crecía y exigía algo… algo a lo que no podía dar nombre pero que quería desesperadamente. Algo que necesitaba. Una dolorosa necesidad imposible de negar.

De pronto, sus manos y sus labios desaparecieron, y ante el repentino abandono emitió un gemido de protesta. Antes de que ella pudiese preguntarle, él se puso de pie al lado de la bañera, mirándola. Aunque no podía verle la cara con claridad, podía oír su jadeante respiración.

– ¿Más? -preguntó él con un ronco susurro.

Sarah clavó los ojos en él, en ese hombre que en tan sólo unos días había alterado sus emociones de una manera que nunca hubiera creído posible. Su mente, su corazón y su cuerpo doliente suplicaban más. Pero ¿se atrevería a pedirlo?

Si le decía que sí. ¿Lamentaría su decisión por la mañana? Tal vez. Pero en su corazón sabía que lamentaría más perder esa oportunidad que nunca había soñado tener.

– Más -susurró ella.

Él le tendió las manos, y con la decisión firmemente tomada, Sarah se las agarró. Con suavidad él tiró de ella hasta levantarla. De pie delante de él, con el agua resbalándole por la piel, permaneció inmóvil mientras la mirada del marqués se deslizaba lentamente por su figura mojada. Un rastro de calor seguía a su examen, como si unas diminutas llamas surgieran al paso de su excitada mirada eliminando toda modestia.

Cuando sus ojos se encontraron, él susurró:

– Perfecta.

No era la palabra que habría usado nunca para describirse a sí misma. No era la palabra que habría imaginado que le diría un hombre. Su corazón latió rápidamente en respuesta, luego él se estiró para alcanzar y quitarle las horquillas del pelo, dejándolas caer sobre el agua. Los rizos rebeldes cayeron libres hasta rozarle las caderas. Luego, lentamente, él introdujo los dedos entre los mechones.