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Su saciada languidez fue sustituida por el asco que sintió por sí misma al haber sido seducida por completo sin ningún esfuerzo aparente hasta el punto de olvidar todas sus dudas y preocupaciones. Abrió el armario y se vistió tan rápido como pudo con un vestido marrón oscuro. Al recordar al fallecido Tom Willstone, cogió el atizador de la chimenea, aunque su intención no era ponerse en peligro. Armada de esa manera, abandonó la habitación y se apresuró hacia las escaleras, decidida a averiguar de una vez por todas lo que el exasperante lord Langston estaba tramando.

Capítulo 11

Matthew caminaba por un oscuro camino del jardín con todos los sentidos alerta. Además del cuchillo que normalmente ocultaba en la bota derecha, había deslizado otro en la izquierda y, para más seguridad, había llevado a Danforth. Si alguien lo estaba observando, esperando que encontrara lo que estaba buscando, tendría que pasar por un infierno para conseguir quitárselo, eso si lograba encontrarlo. Si el asesino de Tom Willstone estaba acechando, no iba a permitir que lo pillara desprevenido.

Se encaminó a la esquina noroeste del jardín, un área en la que no le gustaba trabajar. Si hubiera sabido algo sobre jardinería un año antes, cuando empezó esa búsqueda, habría cavado en esa zona durante los meses de invierno, cuando las rosas no estaban en flor. Pero no lo había sabido en su momento, y ahora la zona noroeste era la única sección que le quedaba por cavar. Así que se dirigió a la rosaleda.

Y no eran sólo unas cuantas rosas. No, había centenares de ellas. Todas preciosas y fragantes. Todas preparadas para hacerle estornudar.

Como si con sólo pensarlo, hubiera accionado el aroma de las flores, notó un cosquilleo en la nariz. Un estornudo lo acometió de repente, de forma tan violenta que no tuvo tiempo de contenerlo. Lo siguieron dos más en rápida sucesión antes de que pudiese amortiguar el ruido poniéndose el pañuelo sobre la nariz.

Maldición. Era obvio que se estaba acercando a su destino. Y ésa era la llegada sigilosa que pretendía. Por supuesto, se habría dado cuenta de que se estaba acercando si su cerebro no estuviese tan obnubilado…, algo que sí era culpa suya.

Mascullando un juramento, dejó de lado todos los pensamientos que concernían a esa atrayente mujer y se puso una máscara improvisada en la parte inferior de la cara atándose las puntas del pañuelo en la parte de atrás de la cabeza y apretando la tela blanca sobre la nariz. Como en otras ocasiones, le fue de ayuda en cuanto a los estornudos, pero no para los ojos que sentía llenos de arena y le picaban más a medida que se acercaba a la rosaleda.

Exhalando un suspiro de resignación, se abrió paso por la senda que llevaba a la rosaleda. Cuando alcanzó el extremo más alejado, se detuvo mirando a su alrededor y escuchando. Aunque nada parecía fuera de lugar, nuevamente se sentía observado. Miró a Danforth, notando la postura alerta del perro. ¿Estaría percibiendo algo?

Matthew esperó casi un minuto, pero como Danforth no soltó ni un solo gruñido decidió que era el momento de ponerse a trabajar. Confiaba en los sentidos de Danforth para detectar la presencia de intrusos. Si hubiera traído consigo al animal la noche que había visto a Tom Willstone, quizás el hombre aún estaría vivo.

Con la paciencia que había desarrollado durante el año anterior, Matthew comenzó a cavar una zanja a lo largo de la base de los rosales, esperando tener suerte. Mientras clavaba la pala en la tierra, dejó vagar sus pensamientos… hacia lo único en lo que no quería pensar. Ella. Y no se trataba de meros pensamientos. No, su mente se recreó con la imagen de unas curvas sensuales que no contribuían a que se concentrara. Dejando de cavar, se apoyó en el mango de madera de la pala y cerró los ojos para inmediatamente imaginarla en el baño. Toda su piel mojada y satinada en una bañera llena de agua humeante, mirándole con esos hermosos ojos antes de levantarse muy lentamente del agua, como el cuadro de Botticelli al que tanto se parecía. La sensación de esa piel, de ese pelo, de su sexo resbaladizo e hinchado, el olor de su esencia a flores, los eróticos sonidos que había emitido, todo eso estaba en su mente. Había ido al dormitorio de Sarah con intención de quedarse sólo un momento para ver cómo reaccionaba ella al percatarse de que él tenía intención de pagarle con la misma moneda. Y luego pensaba irse.

¿Por qué no lo había hecho? Abrió los ojos y sacudió la cabeza. Por Dios, no lo sabía. Todo lo que sabía era que ella le había dirigido una mirada y había quedado cautivado. Totalmente seducido. Y había sido incapaz de marcharse.

Habían sido esos malditos ojos. Tan grandes, líquidos y suaves. Como unos estanques de oro fundido en los que un hombre podía ahogarse con facilidad. Y cada vez que lo miraba, era exactamente así como se sentía…, como un hombre ahogado. Pero no eran sólo sus ojos lo que le perdían. Era todo… toda ella.

Nunca le había afectado tanto ni tan rápido una mujer. Intentó recordar a alguna otra que le hubiera fascinado como lo hacía ésta, llenando cada recoveco de su mente, haciendo que agonizara por tocarla y minara su control por completo, y fracasó. Lo cual, dadas las circunstancias, no anunciaba nada bueno.

Un angustiado gemido vibró en su garganta. ¿Cómo había ocurrido eso? ¿Cómo era posible que esa mujer -que no era el tipo de mujer que siempre le había atraído en el pasado- fuese la única mujer que le afectara de esa manera tan profunda?

Un maldito absurdo, eso es lo que era. Y también una maldita molestia. Un condenado infierno.

Bueno, esa inexplicable atracción que sentía por ella tenía que deberse a que era totalmente diferente a todas las mujeres que le habían atraído. Lo que quería decir… que la atracción o como quisiera que se llamara esa sensación, no era más que una extraña aberración que esperaba que se desvaneciera pronto.

Se animó un poco al pensar en eso. Sí, sin duda alguna desaparecería pronto. Era sólo el resultado de demasiadas noches sin dormir. De demasiadas preocupaciones. De pasear de arriba abajo delante de la chimenea. De cavar demasiado.

Y también tenía que tener en cuenta que llevaba demasiado tiempo sin una mujer. No cabía la menor duda de que cualquier mujer que se hubiera levantado de una bañera de agua humeante y hubiera permanecido delante de él, mojada y desnuda, habría despertado su ardor.

La vocecilla interior comenzó a reírse a carcajadas llamándolo idiota. «Te has alejado de otras mujeres antes», le recordó. «Pero no podrías haberte alejado de Sarah a menos que te estuvieran apuntando a la cabeza con una pistola.» La molesta voz le hizo fruncir el ceño y pensó en mandarla al infierno.

Maldita sea, tales pensamientos no le ayudaban en nada. Con un resoplido de frustración, Matthew apoyó la bota en el borde de la pala para seguir cavando. Acababa de dar la primera palada cuando Danforth, que estaba sentado en silencio, se incorporó de repente. El perro levantó el hocico, comenzó a mover nerviosamente las fosas nasales, y tensó todo el cuerpo como si se dispusiera a entrar en acción. De su garganta emergió un gruñido sordo y al instante siguiente echó a correr por el camino.

Sin pérdida de tiempo, Matthew sacó el cuchillo de la bota derecha, y con el arma en una mano y la pala en otra, corrió tras Danforth.

Cuando se acercó al final de la rosaleda, escuchó un susurro en la maleza seguido por el sonido de un movimiento de hojas. Segundos después, Matthew dobló un recodo del camino y se detuvo. Y se quedó mirando fijamente. Allí estaba Danforth, que, en lugar de arrinconar y mantener a raya cualquier amenaza potencial, movía el rabo y le colgaba la lengua en una muestra de felicidad canina mientras contemplaba a Sarah con adoración, sentado felizmente sobre sus pies. Sarah estaba apoyada contra el grueso tronco de un olmo. Palmeaba la cabeza a Danforth con una mano y con la otra agarraba firmemente un atizador, intentando acallar frenéticamente cualquier tipo de sonido del perro.