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– ¿Se cansa en algún momento?

– Oh, sí. A eso de medianoche. -Le tendió un pañuelo mojado y arrugado-. ¿Puedo ofrecerte mi pañuelo?

Ella sacó un pañuelo igual de mojado y arrugado del bolsillo del vestido y se lo tendió a él mientras sonreía abiertamente.

– ¿Puedo yo ofrecerte el mío?

Él frunció el ceño en un gesto exagerado.

– ¿Por qué señorita Moorehouse, insinúa que no presento mi mejor aspecto?

Ella levantó la barbilla y resopló airadamente.

– ¿Por qué lord Langston, está insinuando que no presento…?

Sus palabras fueron interrumpidas por otra salpicadura de agua cortesía de Danforth. Después de sacudirse bien a gusto, corrió en círculo, ladró dos veces y luego se dirigió hacia un bosquecillo cercano.

– Acaba de decirnos que se va a perseguir fauna silvestre -dijo lord Langston-. No le importa que no le esperemos para comer, pero se sentirá insultado si no le guardamos algo. -Señaló el lago con la cabeza-. ¿Quieres venir conmigo a lavarte las manos?

– Sí, aunque me temo que tendré que lavarme algo más que las manos después de esta excursión.

– De eso nada. Pareces fresca como una margarita.

Ella soltó una carcajada.

– Sí, una margarita que ha sido pisada, mojada y manchada.

Acuclillándose en la orilla del lago, Sarah sumergió el pañuelo en el agua y se refrescó lo mejor que pudo, observando por el rabillo del ojo que lord Langston simplemente recogía agua entre sus manos ahuecadas y se la echaba por encima de los brazos, la cara y el cuello. Cuando él ya estaba de pie, ella se levantó, luego se quedó quieta mientras él se sacudía el pelo húmedo y se lo echaba hacia atrás con las manos, exactamente de la misma manera que había hecho cuando se levantó de la bañera.

Una imagen de él gloriosamente desnudo y mojado apareció de repente en su mente, calentándola hasta el punto de que casi sintió que el vapor traspasaba sus ropas húmedas. Se le cayó el pañuelo de los dedos y fue a aterrizar sobre la punta de su bota.

Ambos se inclinaron a la vez y sus cabezas chocaron.

– Ay -dijeron al unísono, levantándose al mismo tiempo y llevándose los dos una mano a la frente.

– Lo siento -dijo él-. ¿Estás bien?

«No. Todo es por tu culpa.»

– Sí, gracias. ¿Y tú?

– Estoy bien. -Le tendió el pañuelo-. Tu pañuelo, sin embargo, ha conocido días mejores.

Intentando no tocarle, ella recogió el trozo de tela mojada.

– Gracias -dijo.

– De nada. -Curvó la comisura de la boca-. Te has tomado toda esta situación con bastante deportividad. No te has quejado ni una sola vez.

– Eso es porque has prometido darme de comer, y no quiero arriesgarme a perder la comida. Después de almorzar, ya me quejaré todo lo que quieras.

– Y yo asentiré con compasión mientras finjo que te estoy escuchando como debe hacer todo buen anfitrión. ¿No? -Extendió el brazo con una floritura y con una mirada pícara en los ojos. Ella no tenía planeado tocarle, pero dado el carácter juguetón de su gesto, supo que sería una maleducada si lo rechazaba.

Apoyando la mano ligeramente sobre su antebrazo, ella imaginó que estaba tocando un trozo de madera. ¿Ves qué fácil?

Podía hacerlo. Podía pasar el tiempo con él de una manera estrictamente platónica. Le gustaba su compañía, su charla, la amistad que había entre ellos, incluso tocarle el brazo. Todo era perfecto.

Recogieron la cartera y la mochila y se situaron bajo un enorme sauce para disfrutar del picnic, él depositó la mochila encima de una manta.

– Vamos a ver -comentó él, sacando los alimentos uno por uno-. Tenemos huevos duros, jamón, queso, muslitos de pollo, pasteles de carne, espárragos, pan, sidra y tarta de fresa.

– Para mí es suficiente -dijo Sarah con un asentimiento de cabeza que le descolocó las gafas-. ¿Qué preparó la cocinera para ti?

– Eres una mujer con buen apetito, por lo que veo.

– Algo más que eso. Por lo menos después de cavar durante dos horas y ser recompensada con la gracia del perrito.

Él le dirigió una mirada de fingido reproche.

– Pensaba que no ibas a quejarte hasta después de la comida.

– Lo siento. Me olvidé. Por lo que respecta a la comida, un poco de cada cosa suena perfecto. ¿Te gustaría que sirviera?

– ¿Y dejarás algo para mí?

– Es probable. Quizá.

Él arqueó las cejas.

– Hummm. Me parece que lo único que quieres es quedarte con mis muslitos de pollo.

Ella sofocó una risita y resopló airadamente.

– Te aseguro que no. Voy detrás de la tarta de fresa.

Mientras él servía la sidra, Sarah preparó dos platos generosos. Después de pasarle el suyo, ella se sentó a su lado, de cara al lago, procurando mantener una respetable distancia entre ambos. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Sentarse a su lado y observar el lago mientras comían.

Comieron en silencio durante varios minutos, mirando el lago, y Sarah se limitó a disfrutar del hermoso día y el precioso paisaje. El gorjeo de los pájaros llenaba el aire y los rayos del sol penetraban intermitentemente a través de las hojas susurrantes y brillaban sobre el agua del lago.

– ¿Vienes al lago a menudo? -preguntó ella manteniendo la mirada en la superficie lisa y brillante del agua.

– Casi todos los días. O camino hasta aquí o vengo a caballo. Es mi lugar favorito. El agua produce en mí un efecto tranquilizador.

– Entiendo por qué. Es… perfecto. ¿Y qué haces cuando vienes?

– Algunas veces nado, otras me lanzo desde las rocas o simplemente me siento debajo de este árbol. El tronco de este sauce tiene una parte lisa que es muy cómoda. Algunos días traigo un libro, otros vengo sólo con mis pensamientos. -Por el rabillo del ojo, Sarah vio que él se giraba hacia ella-. ¿Hay algún lago cerca de tu casa?

– No. Si lo hubiera, no sabría dónde pasar mi tiempo, si en el lago o en el jardín.

Se permitió girarse hacia él. Los rayos de sol dorados y las sombras que se filtraban entre las largas hojas del sauce lo iluminaban dándole un aire intrigante que su ojo artístico deseó capturar de inmediato. Sus ojos color avellana parecían más verdes que marrones debido sin duda al denso follaje que lo rodeaba. Por Dios, no estaba segura sí la palabra «bello» sería la más adecuada para describir a un hombre, pero no cabía duda de que era la más indicada para ese hombre.

Aunque se había quedado sin aliento ante el impacto de su imagen, estaba muy orgullosa por no haber dejado caer el trozo de queso que estaba comiendo. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo. Mirarlo directamente a los ojos y seguir hablando de manera coherente sin dejar caer el queso.

– Un jardín en el lago -propuso Sarah-. Eso solucionaría el problema. -Tomó un sorbo de sidra y le preguntó-: ¿Qué libros sueles leer?

– De todo tipo. Hace poco he releído El paraíso perdido y estoy pensando qué leer ahora. ¿Podrías hacerme una recomendación? Sé que formas parte de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.

Sarah casi escupió el sorbo de sidra. Después de tragar y toser varías veces, le preguntó:

– ¿Cómo sabes eso?

– Lady Julianne lo mencionó ayer en la cena. ¿Podrías decirme qué hace una Sociedad Literaria de Damas?

Santo Cielo. Sarah sentía cómo el rubor le subía lentamente por el pecho.

– Nosotras, hummm…, escogemos libros, los leemos y luego discutimos sobre ellos.

– ¿Qué clase de libros?

El rubor llegó a su cuello. Menos mal que no se había quitado el sombrero. Al menos el ala le proporcionaría alguna protección si el rubor subía aún más. Volviendo la mirada al lago, le dijo:

– Obras literarias. ¿Otro huevo?

– No, gracias.

Sintió la mirada de Matthew sobre ella, pero mantuvo la mirada fija en el agua.

– ¿Dónde crees que está Danforth? -preguntó ella.