– ¿Por qué estás cambiando de tema?
– ¿Qué tema?
– El de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses.
– Quizá porque estás ignorando la palabra «damas».
– Algo que obviamente me impide ser miembro, pero no que me hables de ello.
– ¿Eres una dama?
– No.
– ¿Estamos en Londres?
– No.
– ¿Tenemos algún tipo de libro por aquí?
– No.
– Creo que ya te he respondido.
– Hummm. Creo que la dama protesta demasiado.
Ella alzó la barbilla.
– Como miembro de la Sociedad Literaria de Damas Londinenses, estoy familiarizada con Hamlet, milord. Esa cita es del acto dos, escena tres, sin embargo no es adecuada en este caso.
– ¿Ah, no? Me pregunto…
Ella centró la atención en un huevo duro, pero le resultó difícil concentrarse sabiendo que él la miraba fijamente.
Luego, él se rió entre dientes.
– Ah. Creo que ya lo entiendo. ¿No será que las damas no leen obras literarias?
Santo cielo. Ese hombre se pasaba de listo. Antes de que ella pudiera pensar la respuesta, él continuó:
– Así que, ¿qué estáis leyendo? Supongo que algo sedicioso y escandaloso. Algo que haría que vuestras madres se llevaran las manos a la cabeza.
Adoptando el tono más formal que pudo, Sarah dijo:
– Te aseguro que no sé de qué hablas.
– Vamos, Sarah. Estoy muerto de curiosidad.
– ¿Y no hemos hablado ya de que la curiosidad mató al gato?
– Sí. Y acto seguido te contesté que no somos gatos.
Los recuerdos la inundaron y le dio un vuelco el corazón. Claro. Y luego la había besado. Y ella no había vuelto a ser la misma desde ese momento.
– Dímelo -la urgió con suavidad.
– No tengo nada que decir.
– Si lo haces, te contaré algo de mí que no sabe nadie.
Incapaz de evitarlo, se giró hacia él, observando el reto burlón de sus ojos. Campanas de alarma sonaron en su cabeza, recordándole que también había sido una mirada retadora lo que la había convencido para dejar que viera cómo tomaba un baño. Y esa mirada había provocado estragos en su ser.
«Sí. Y fue la experiencia más inolvidable de tu vida.»
Cierto. Lo que no era bueno, ya que ahora debía olvidarse de todo el asunto. Y pararse a pensar en eso mientras estaba con él era, ciertamente, una idea bastante mala.
Mientras intentaba arduamente olvidarse de ese baño -algo poco probable- ese hombre había encontrado una nueva manera de tentarla. Una manera que se sabía incapaz de resistir. Sarah se humedeció los labios.
– ¿Un secreto por un secreto?
La mirada de él voló a su boca.
– Sí. Me parece que es un trato justo. ¿Tengo tu palabra de que lo que te diga no saldrá de aquí?
– Por supuesto. -Las palabras salieron sin que ella las pudiera detener-. ¿Tengo yo también tu palabra?
Él se posó la mano en el corazón.
– Palabra de honor, tu secreto estará a salvo conmigo.
Después de un rápido debate mental, ella decidió que no había peligro en contarle nada, en especial después de que él le hubiera dado su palabra. Y el incentivo de oír un secreto suyo era demasiado tentador como para dejarlo pasar. ¿Ves qué fácil? Podía hacerlo.
Intercambiar secretos era el tipo de tontería que haría con cualquiera de sus amigas.
– Muy bien. Admito que la Sociedad Literaria de Damas Londinenses centra su atención en… obras menos tradicionales.
– ¿Como cuáles?
– Bueno, existimos desde hace poco tiempo, así que por lo tanto sólo hemos leído un libro.
– Que no es uno de los escritos por Shakespeare.
– Correcto. Hemos leído Frankenstein.
Un vivo interés asomó a los ojos de Matthew.
– El moderno Prometeo -dijo.
– ¿Lo has leído?
– Sí. Es una interesante elección para un grupo de damas, una que haría arquear considerablemente algunas cejas, dada la grotesca naturaleza de la historia y el escandaloso comportamiento de la autora.
– Lo que es precisamente la razón de que nos llamemos como lo hacemos… para evitar llamar la atención.
Él asintió lentamente.
– Supongo que el libro te habrá provocado un fuerte impacto.
– ¿Por qué dices eso?
– Porque eres una de las personas más compasivas que conozco. Y dudo que describieras al doctor Frankenstein como a un memo. Me imagino que los aprietos del monstruo te habrán llegado al corazón.
Una extraña sensación la atravesó ante su sorprendente valoración que, aunque acertada, sonó ofensiva en el silencio que siguió. Sarah levantó la barbilla.
– El doctor Frankenstein creó un ser al que rechazó sólo por su apariencia. Llamarle memo es insultar a los memos. Y si sentir simpatía por un pobre hombre maltratado, una criatura no querida, me hace parecer sensible, que así sea.
– No cabe duda que te hace parecer sensible… y lo digo como un cumplido. No tengo la menor duda de que si tú te hubieras encontrado con el monstruo, su vida hubiera sido diferente. Lo habrías aceptado incondicionalmente. Le habrías ayudado. Lo habrías acogido bajo tu ala y le habrías brindado la bondad que él tan desesperadamente quería y necesitaba.
Sus palabras la dejaron paralizada.
– ¿Cómo sabes eso? Quizá me habría sentido horrorizada por su cara y su tamaño.
– No. Tú habrías tomado su fea y gigantesca mano en la tuya, lo habrías conducido a tu jardín, donde le habrías enseñado lo básico sobre las tortlingers y las straff wort, hablando con él como si no fuera diferente. Te habrías hecho amiga de él y le habrías ayudado, lo mismo que has hecho con las hermanas Dutton y con Martha Browne.
Sarah parpadeó y lo miró fijamente.
– ¿Cómo sabes lo de las Dutton y lo de Martha?
– Tu hermana se lo contó a lord Surbrooke, que a su vez me lo contó a mí. Eres muy amable al ayudarlas como lo haces.
– Son mis amigas. No tiene nada que ver con la amabilidad.
– Por el contrario, tiene mucho que ver. Tiene que ver con la decencia y la generosidad. La lealtad y la compasión. Son rasgos de tu personalidad, Sarah.
– Cualquiera haría eso…
– No, no lo haría. Sólo las personas que son como tú, y todos los demás deberíamos estar agradecidos por eso. Pero lo que más abunda en el mundo es el egoísmo. No te engañes pensando que tener un corazón tierno no es un don especial y raro.
Un sentimiento cálido la inundó ante sus palabras, y un rubor acalorado cubrió sus mejillas.
– Yo… no sé qué decir.
Él le dirigió una mirada de reproche.
– Creo que ya hemos hablado sobre qué se debe decir cuando se recibe un cumplido.
Sí. Lo recordaba. Con total exactitud. Fue la tarde que habían tomado té en la terraza, y él le dijo que era una artista con mucho talento. Recordó el placer que sintió ante sus palabras. Unas palabras que le había dicho antes de saber que él tendría que casarse en unas semanas. Casarse con una heredera.
Que lo más probable era que fuera Julianne.
Ella tragó saliva y luego asintió.
– En ese caso, gracias.
– De nada.
Sarah no pudo evitar mirarlo y quedar atrapada por su mirada. El calor la invadió al ser plenamente consciente del anhelo casi doloroso de tocarle. Consciente del abrumador deseo de que él la tocara. Y del deseo inútil de convertirse de repente en una heredera.
Por Dios, quizá después de todo no podía hacerlo. No podía estar a solas con él y fingir que no lo deseaba y necesitaba. Que no sentía los deseos y las emociones que la recorrían de pies a cabeza.
Pero como su única alternativa era levantarse de un salto y escapar corriendo por el camino, se obligó a mirar al agua. Y a decir algo que la ayudara a ahuyentar la repentina tensión que sintió.
Doblando las rodillas, envolvió los brazos alrededor de los tobillos.