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Él suspiró profundamente, rendido; estaba a punto de ponerse en pie cuando la excitada voz de Sarah le llegó desde el otro lado del seto.

– Matthew, creo que he encontrado algo.

Le llevó varios segundos salir de la niebla de derrota que lo envolvía. Cuando lo hizo, se puso en pie de un salto y rodeó el seto a toda velocidad.

Sarah, con la cara húmeda de sudor y roja por el esfuerzo, estaba de rodillas, apartando frenéticamente la tierra con las manos. Observó que había llegado casi al final de la hilera y que sólo quedaban unos metros por cavar.

– Mi pala ha dado contra algo duro -dijo ella, irguiéndose a su lado con los ojos llenos de excitación y esperanza.

Él se arrodilló a su lado y juntos apartaron la tierra restante. Menos de un minuto después detuvieron las manos. Y clavaron los ojos en lo que habían descubierto.

– Oh, Dios mío -susurró ella.

Él tragó saliva, casi incapaz de deshacer el nudo que sentía en la garganta, el nudo que se le había formado al ver el ladrillo que habían descubierto. No era el dinero, sino solamente… un ladrillo. Un jarro de agua fría que apagó de golpe el último rayo de esperanza.

Las lágrimas que brillaban en los ojos de Sarah le decían que ella se sentía exactamente como él. Le tembló el labio inferior y una sola lágrima resbaló por su mejilla. Y el corazón de Matthew simplemente se partió en dos.

– Sarah… -la tomó entre sus brazos para absorber sus silenciosos sollozos, cada uno de ellos era como una puñalada en el corazón.

– Yo cre-creía que lo había encontrado -susurró ella contra su cuello.

– Lo sé, cariño. Yo también lo creí.

– No puedo creer que no estuviera ahí. Tenía tantas esperanzas…, estaba tan segura… -Otro sollozo desgarrador la atravesó y él le presionó los labios contra el alborotado pelo. Maldición, verla y oírla llorar le destrozaba.

Ella lo miró y se pasó los sucios dedos por sus húmedas mejillas, secándose los ojos llenos de lágrimas con determinación.

– Todavía me quedan unos metros. Quiero terminar. Puede estar ahí.

Él le tomó la cara entre las manos, enjugando suavemente los restos de lágrimas. Había mil cosas que quería decirle. Cosas que compartir con ella. Decenas de miles de mañanas que quería pasar con ella. Y el dolor de saber que eso no iba a ocurrir nunca, casi le cortaba la respiración.

– Yo terminaré -dijo él.

Diez minutos más tarde tuvo que admitir la derrota otra vez.

– Nada -dijo con voz inexpresiva.

Él se giró y le tendió una mano sucia. Ella se la cogió con otra mano tan sucia como la suya, y se dejó llevar lejos de allí. En cuanto estuvieron a una distancia segura de la rosaleda, él se quitó el pañuelo de la cara y se detuvo. Ella lo miró y sus miradas se encontraron. Sintió la necesidad de decir algo, pero por Dios, no tenía ni idea de qué. Fuera como fuese, tuvo que aclararse la garganta para poder hablar.

– Gracias por tu ayuda.

El labio inferior de Sarah tembló y él rezó para que ella no llorara otra vez. Se sentía como una cuerda deshilachada a punto de romperse, y si veía sus lágrimas de nuevo, se moriría.

– De nada -susurró ella-. Siento que todo haya sido en vano.

– Y yo. -Más de lo que podía imaginar.

– Va a ser difícil… despedirnos.

– Sarah… -no sabía qué más decirle, y con un gemido, la tomó entre sus brazos y enterró la cara en su pelo. ¿Difícil? Iba a ser condenadamente imposible.

Respirando temblorosamente, él levantó la cabeza y la miró directamente a los ojos. Los ojos más hermosos que había visto nunca.

– Todavía nos queda esta noche -dijo él-. Nos queda una noche más.

Y luego él se iría y haría lo que tenía que hacer, cumpliría las promesas que había hecho, se ocuparía de sus responsabilidades, salvaría la hacienda que su padre había llevado a la ruina. Conservaría el honor, el honor de la familia. Pero a cambio, perdería a Sarah, quien significaba para él más que nada en el mundo.

Y si ahora le parecía horrible, sabía que al día siguiente sería aún más terrible.

La cena de esa noche acabó convirtiéndose en una celebración informal para conmemorar el final de la reunión campestre en Langston Manor. La comida y el vino fluyeron libremente, y Sarah intentó con todas sus fuerzas ocultar su sufrimiento y compartir las festividades. Afortunadamente, todos los demás, con excepción de Matthew -a quien prefería no mirar para no perder la compostura-, parecían estar de buen humor, así que no fue necesario más que inclinar la cabeza, sonreír y soltar algún comentario ocasional.

Como era su costumbre, se pasó la cena observando a su alrededor. Lady Gatesbourne y lady Agatha estaban enfrascadas en una conversación con lord Berwick; era obvio que ambas damas estaban midiéndolo de arriba abajo como un posible marido potencial, igual que un director de pompas fúnebres mediría un ataúd.

Emily y Julianne mantenían un vivo diálogo con lord Hartley, mientras Carolyn se reía de algo que Matthew había dicho.

Lord Surbrooke y lord Thurston charlaban sobre caballos, una conversación que parecía interesar también al señor Jennsen, que estaba sentado a su lado.

Se dio cuenta de su error cuando el señor Jennsen le dijo en un susurro:

– Le quedaré sumamente agradecido si me rescata de esta conversación tan aburrida sobre caballos.

Sarah no pudo evitar reírse entre dientes.

– Y pensar que creía que estaba fascinado.

– No. Sólo intentaba mostrar lo mucho que han mejorado mis modales.

– ¿Qué les pasa a sus modales?

– ¿No lo ha notado?

– ¿Notar qué?

Él la miró directamente a los ojos con una expresión muy seria.

– Es bueno que esté sentada porque lo que estoy a punto de decirle le causará un gran impacto. -Se acercó más a ella-. Soy americano. De América.

Sarah fingió sorprenderse.

– Nunca lo hubiera supuesto. ¿Usted? ¿Es un colono advenedizo?

Él se llevó la mano al corazón.

– Se lo juro. Lo que significa que tengo que mejorar mis modales, ya que aparentemente dejan mucho que desear. En especial, si espero tentar a cierta señorita para que venga a visitarme a mi casa de Londres.

Dada la manera en que la miraba, no había lugar a malinterpretaciones, y un cálido rubor inundó sus mejillas.

– No… no sé cuándo me será posible.

– Cuando tenga tiempo libre -dijo él con ligereza-. Es una invitación abierta, para las dos, para usted y su hermana, o con quien quiera viajar. -Su mirada buscó la de ella-. Me gusta muchísimo su compañía y me encantaría verla otra vez.

– Me… me siento muy halagada.

– No debería. -Le dirigió una pícara sonrisa-. Después de todo, soy sólo un americano grosero.

– Yo también he disfrutado de su compañía -dijo ella. Y lo había hecho. Pero no quería darle falsas esperanzas, y sabía que en cuanto llegara a casa, pasaría mucho tiempo antes de que su roto corazón pudiera amar de nuevo-. Pero…

– Nada de peros -dijo él con suavidad-. No hay necesidad de que se excuse ni de que me explique nada. Como usted, soy bastante observador. Sólo deseo que usted sea feliz, y debería ir a Londres, me encantaría mostrarle la ciudad. Sólo tiene que decirme cuándo.

El sonrojo de Sarah se hizo todavía más evidente. No estaba segura de qué era lo que había observado, pero sospechaba que él se había dado cuenta de que mostraba algo más que un interés pasajero por Matthew.

– Gracias por su amistad.

– De nada.

Él no añadió que le estaba ofreciendo algo más que amistad, pero no lo necesitaba…, estaba en sus ojos para que ella lo viera. Sarah cogió la copa de vino y bebió un sorbo para ocultar su consternación. Hasta que había ido a Langston Manor ningún hombre la había mirado dos veces. Ahora había dos hombres que se mostraban interesados en ella.