Ojalá su corazón hubiera elegido a Logan Jennsen en vez de a Matthew. Pero pensarlo era tan inútil como imaginar que habían encontrado el dinero.
Le quedaba una noche más con Matthew; unas pocas horas robadas que deberían durarle toda una vida. Tenía intención de atesorar cada momento.
Era casi medianoche cuando terminaron las partidas y todos se dirigieron a sus dormitorios. En cuanto entró en su habitación, se quitó rápidamente la ropa y se puso lo único que quería llevar encima…, la camisa de Matthew que había pedido prestada para Franklin, al que ya habían desmontado para devolver los artículos a sus dueños. Le devolvería la camisa a Matthew esa noche, mucho después de que él se la quitara.
Minutos más tarde oyó un suave golpe en la puerta. Con el corazón desbocado observó cómo se abría la puerta. Matthew entró con un pequeño ramillete de flores de lavanda. Después de cerrar la puerta con llave, ella surgió de las sombras.
Él se quedó paralizado cuando la vio, la recorrió con la vista de arriba abajo, con una mirada que mostraba una combinación de ardor y ternura que lo dejó sin aliento. Sin apartar los ojos, caminó hacia ella, titubeando, cuando se detuvo a menos de medio metro.
– Te has puesto mi camisa -dijo él.
Ella asintió con la cabeza.
– Recuerda que te dije que te la devolvería.
– Sí. -Él extendió la mano y tocó la tela-. Pero creo que deberías quedártela. En mí es una prenda normal, pero en ti parece algo… magnífico. -Le tendió el ramillete-. Para ti.
Sarah tomó las flores y se las llevó a la nariz para aspirar la fresca fragancia.
– Gracias. Son mis favoritas.
– Lo sé. Y ahora también son las mías.
Mirándole por encima de las flores color malva, le dijo:
– Los arreglos del comedor y el vestíbulo eran magníficos.
– Quería que supieras que pensaba en ti.
Al volver a oler las flores, notó algo brillante entre ellas. Lo cogió y se quedó paralizada ante el objeto que sacó.
Era un broche. Con la forma de un lirio, un lirio perfecto, una flor esmaltada en púrpura con esmeraldas verdes en las hojas y ribeteado en oro.
– Es muy bonito -susurró ella, pasando los dedos por los vivos colores.
– Sí. Era de mi madre -dijo Matthew suavemente-. Espero que lo uses. Y que al hacerlo me recuerdes con cariño.
«¿Con cariño?» Por Dios, esa palabra no le hacía justicia a lo que sentía por él. Parpadeando para contener sus ardientes lágrimas, dijo:
– Gracias, Matthew. Lo guardaré siempre como un tesoro. Yo también tengo un regalo para ti. -Se encaminó al escritorio, dejó las flores y el broche sobre la superficie pulida y luego cogió unos pergaminos enrollados y atados con una cinta. Regresó a su lado para dárselos.
En silencio, él quitó la cinta y desenrolló lentamente los bocetos. Miró el primero; tenía dibujadas dos flores con largos tallos curvos. Matthew sonrió.
– Straff wort y tortlingers -dijo él, leyendo las palabras que ella había escrito debajo de las plantas imaginarias-. No sé cómo, pero sabía que serían exactamente así.
Tomó el segundo boceto y lo miró durante largo rato; un músculo comenzó a palpitarle en la mandíbula. Cuando finalmente levantó la vista, la emoción que reflejaban sus ojos hizo que el corazón de Sarah se saltara un latido.
– Tú… como Venus. Es perfecto. Justo como sería Venus si llevara gafas. Gracias.
– De nada.
Volvió a atar la cinta con cuidado y luego cruzó la estancia para dejar los bocetos encima del escritorio al lado de las flores. Después caminó hacia ella, pero cuando llegó a su altura, no se detuvo, la tomó en brazos y la llevó a la cama, dejándola sobre el borde del colchón.
Sin decir nada, se arrodilló ante ella y extendió la mano para desabrocharle su camisa; lo único que llevaba puesto. Tras deslizarle la prenda por los hombros y los brazos, le rozó la piel con la yema de un dedo desde el hueco de su garganta al ombligo.
– Tiéndete -susurró con voz ronca.
Después de que lo hiciera, él le abrió las piernas y le subió los muslos colocándoselos sobre los hombros. El pudor de Sarah se evaporó con el primer toque de la lengua de Matthew sobre sus sensibles pliegues. Nunca había imaginado tal intimidad. Él le hizo el amor con la boca, la acarició con los labios y la lengua mientras sus dedos le rozaban la piel con delicada perfección. Cuando llegó al clímax, ella lanzó un grito que pareció provenir de las mismas profundidades de su ser.
Lánguida y relajada, lo observó quitarse las ropas. Luego Matthew cubrió su cuerpo con el suyo y la magia empezó una vez más. Sarah intentó memorizar cada roce. Cada mirada. Cada sensación. Pues sabía que serían los últimos.
Cuando despertó por la mañana, él se había ido.
Matthew llevaba dos horas en la carretera camino de Londres cuando detuvo a Apolo y se inclinó para palmear el cuello marrón del caballo castrado. Los rayos del sol naciente que teñían de malva el amanecer cuando abandonó Langston Manor habían dejado paso a un cielo azul salpicado con nubes algodonosas. Sus invitados no abandonarían su casa hasta media tarde, pero él se había sentido incapaz de quedarse.
No habría soportado decirle adiós a Sarah delante de todo el mundo. Quería recordar su imagen dormida después de haber hecho el amor, con su pelo extendido alrededor como un halo rizado de color café.
Delante de él, el camino se dividía en dos: el de la izquierda conducía al sudoeste, hacia Londres, mientras que el de la derecha conducía… en dirección contraría a Londres.
Miró los dos caminos durante un largo momento mientras miles de imágenes atravesaban su mente. Imágenes que sabía que lo obsesionarían hasta el final de sus días.
Sabía lo que tenía que hacer. No había vuelta atrás.
Pero antes de ir a Londres, tenía que visitar otro lugar primero.
Presionando con los talones los flancos de Apolo, cambió el rumbo y tomó el camino de la derecha.
Capítulo 18
Sarah estaba en su dormitorio mirando fijamente la cama, cada rincón de su corazón y de su mente estaba lleno de recuerdos. Los pálidos rayos del sol de última hora de la mañana, débiles por las nubes que cubrían el cielo, teñían la colcha de un color deslustrado que se correspondía perfectamente con su estado de ánimo. Un lacayo acababa de llevarse sus últimas pertenencias. Lo único que quedaba era esperar la llegada de los carruajes. Y luego se iría a casa. De regreso a la vida que siempre había vivido. La vida que siempre había sido suficiente.
Hasta que había llegado allí.
Hasta que se había enamorado loca y totalmente de un hombre que no podía ser suyo. Había sabido desde el principio que existía la posibilidad de que las cosas acabaran tal y como habían acabado, pero a pesar de ello una pequeña llama de esperanza se había instalado en su pecho; creía que podían encontrar el dinero. Que Matthew no se casaría con una heredera. Que al final se casaría con quien quisiera. Y que la afortunada sería ella.
Sueños tontos y ridículos que en el fondo no eran más que vanas esperanzas. Por supuesto que sabía que su corazón estaba en juego. Pero de alguna manera no había pensado que dolería tanto. No se había dado cuenta de que dejaría un profundo vacío en su pecho. No había sabido que perdería su alma junto con su corazón.
Se dirigió a la ventana y miró a los jardines que se extendían debajo. ¿Existiría realmente el dinero que el padre de Matthew declaraba haber escondido allí? ¿O quizá sus palabras habían sido sólo delirios de un hombre agonizante que exhalaba su último aliento roto de dolor?