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En el mismo momento que pisó las losas de la terraza, se subió las faldas y corrió, con las últimas palabras del padre de Matthew reverberando en su mente. «Flor de oro, flor de oro…» Santo Dios, si tuviera razón…

Cuando llegó al rincón escondido donde Flora derramaba agua desde su jarra, a Sarah le estallaban los pulmones. Jadeando, se dejó caer de rodillas y, sin prestar atención a la grava que se le clavaba en la piel a través de la tela del vestido, comenzó a examinar la base de la estatua, recorriendo con los dedos cada centímetro de piedra. La esperanza corría por sus venas, fortaleciéndose con cada veloz latido de su corazón. Tenía que tener razón. Tenía que estar en lo cierto.

Había completado casi una cuarta parte de la circunferencia cuando notó una grieta en la piedra. Una grieta demasiado perfecta para ser accidental. Sin apenas poder respirar, metió los dedos por la estrecha abertura y descubrió una pequeña oquedad de forma rectangular que parecía contener algo dentro.

Intentó mover las piedras haciendo palanca, pero se dio cuenta con rapidez de que necesitaba algún tipo de herramienta. Poniéndose en pie de un salto, miró a su alrededor buscando algo, cualquier cosa, un palo que sirviera, pero su rápida búsqueda no produjo resultados. Maldición, tendría que regresar a la casa. O… a la casa del jardinero, que estaba mucho más cerca. Había visto hacía un rato a Paul trabajando en el otro extremo del jardín durante su rápido paso por la terraza, por lo que no se lo encontraría en la casa. Lo que le venía muy bien, ya que no tenía el menor deseo de responder preguntas. Sólo tomaría prestada una herramienta o un cuchillo y él jamás lo sabría.

Se dirigía en esa dirección cuando oyó unos pasos que hacían crujir la grava. Por el sonido pesado, dedujo que era un hombre. Un hombre con prisa. Segundos más tarde el hombre apareció y se frenó en seco al verla.

Sarah se lo quedó mirando fijamente. Pasmada. Era Matthew.

Con la respiración entrecortada, él le preguntó:

– ¿Qué haces aquí?

Ella parpadeó dos veces para asegurarse de que era él de verdad y no un producto de su imaginación desbocada.

Cuando él no desapareció, ella se humedeció los labios.

– ¿Qué haces tú aquí?

Matthew respiró hondo para recuperar el aliento, luego se acercó a ella con lentitud. Estaba paralizada. Cuando sólo los separaba la longitud de un brazo, él se detuvo. Y se forzó a mantener los brazos a los costados. Si no lo hacía, cedería al deseo incontrolable de tomarla entre sus brazos, y olvidar todas las cosas que necesitaba decirle en ese momento.

– Estoy aquí porque tengo algo que decirte, Sarah.

Ella salió del trance en el que parecía haberse sumido al verlo.

– Matthew, me alegro tanto de que estés aquí. Creo que he…

Él le tocó los labios con la yema de los dedos.

– No puedo esperar ni un segundo más para decirte que te amo.

Cuando le había impedido continuar, ella había parecido a punto de discutir con él, pero ahora agrandó los ojos.

– ¿Me amas?

– Te amo. Te amo tanto que no puedo pensar en nada más. Estaba a medio camino de Londres cuando me di cuenta de que no podía hacerlo.

– ¿Hacer qué?

Incapaz de seguir sin tocarla, la tomó de las manos, entrelazando sus dedos con los de ella.

– Ir a Londres.

– Así que regresaste. Y me alegro tanto de que lo hayas hecho porque yo he…

– No. No regresé.

Ella arqueó las cejas y lo miró de arriba abajo.

– Pues parece todo lo contrario.

– Quiero decir que regresé. Obviamente. Pero no de inmediato. Fui a ver a tu familia antes de volver a casa.

– Es maravilloso, pero tengo que decirte que… -sus palabras se interrumpieron cuando las de él penetraron en su cerebro-. «¿A mi familia?»

– Sí. En vez de ir a Londres, visité a tus padres.

– ¿Pero por qué? No puedo encontrar ni una sola razón por la que harías eso.

Él curvó los labios ante la frase familiar.

– No te preocupes. Yo encontraré suficientes razones para los dos.

– Pues me encantaría conocer esas razones.

– La verdad es que sólo hay una razón. -Levantó una de sus manos y le besó los labios-. Quería decirles que deseaba casarme con su hija.

Matthew buscó su mirada para ver su reacción, esperando encontrar alegría. En vez de eso, vio una total y absoluta sorpresa. De hecho, se había puesto totalmente pálida. No era precisamente la reacción que él había esperado. Cuando ella permaneció en silencio, él dijo:

– La única vez que vi una expresión más asombrada que la tuya fue en la salita de tus padres hace unas horas.

– No… no puedo imaginar que estuvieran más conmocionados que yo.

– Bueno, admito que al principio hubo una pequeña confusión.

– Supongo.

– Pensaron que la hija con la que quería casarme era tu hermana.

Ella parpadeó. Luego inclinó la cabeza.

– Sí, estoy segura de que pensarían eso.

– Cuando les dije que me refería a su hija Sarah…

– Estoy segura de que mi madre no te creyó.

– De hecho, no lo hizo. -Matthew tensó la mandíbula al recordar la conversación con la madre de Sarah. Había fruncido la boca y básicamente le había dicho que era tonto por pensar en Sarah cuando Carolyn era tan hermosa.

A él le había dado una gran satisfacción poner en su sitio a esa mujer que tan poca bondad había mostrado hacia Sarah. Se aseguró de que entendiera que él no toleraría tales comentarios despectivos en el futuro ni más insultos contra Sarah, quien, debía recordar, iba a ser la marquesa de Langston. El padre de Sarah había permanecido en silencio durante toda la conversación. Cuando terminó, le había dirigido a Matthew una mirada aprobatoria. Bueno, lo cierto era que parecía a punto de aplaudir.

– Aunque tu madre no me creyó al principio, logré convencerla de que te quería a ti. Sólo a ti. Siempre a ti. -Su mirada buscó la de ella, y la confusión aturdida que vio en sus ojos lo instó a continuar-: Y ahora, parece que tengo que convencerte a ti.

Levantando sus manos unidas, él las presionó contra su pecho.

– Sarah, me enamoré de ti en este mismo lugar, la primera vez que hablamos. Desde ese momento, no he podido pensar en otra cosa que no seas tú. Tus ojos, tu sonrisa me robaron el corazón, y he sido tuyo desde ese día. Intenté convencerme a mí mismo de que podía marcharme y vivir sin ti, que podría casarme con otra persona para salvar la hacienda que mi padre dejó en la ruina a causa del juego. Lo cierto es que hice un buen trabajo para autoconvencerme hasta que llegó el momento de irme. Incluso hice dos horas de camino antes de darme cuenta de que era un completo memo.

La miró directamente a sus bellos ojos que aún tenían una mirada aturdida.

– Te amo, Sarah. Sé que te estoy pidiendo que vivas una vida de penurias, pero te juro que haré todo lo posible para asegurarme de que siempre sea confortable. Haré lo imposible para compensarte y que la hacienda no se venga abajo…, pero tengo que decirte que en definitiva habrá dificultades económicas. Hay bastantes probabilidades de que siempre sea así. Si fracaso en la misión de saldar las deudas de mi padre, incluso puedo acabar en la prisión de deudores.

Los ojos de Sarah echaron fuego al oír eso.

– Si alguien intenta meterte en prisión, tendrá que ser sobre mi cadáver.

Matthew curvó una de las comisuras de los labios.

– No me había dado cuenta antes de esa vena luchadora que tienes.

– Nunca he tenido nada por lo que luchar. Hasta ahora. -Ella soltó una de sus manos y ahuecó la palma sobre su mejilla-. Yo también te amo. Tanto que me duele.

– Excelente. Me alegra saber que no sólo me pasa a mí.

Se arrodilló ante ella.

– Sea o no una promesa en el lecho de muerte, no puedo casarme con nadie que no seas tú. Sarah, ¿me harás el honor de convertirte en mi esposa?