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– Buenos días -dijo él, resignado a pasar algunos minutos de conversación forzada.

Bajó la mirada y apenas pudo contener un respingo ante el contorno de la huella enorme de una pata que le arruinaba la falda del vestido. Por Dios, en cuanto ella lo notara no dudaría en poner el grito en el cielo. Tomó nota mental de mencionárselo a la señora Harbaker. El ama de llaves se ocuparía de que la prenda quedara totalmente limpia. Esperaba no verse forzado a reemplazarlo. Los vestidos de las mujeres costaban unas cantidades astronómicas de dinero.

– Observo que ha encontrado a mi perro -dijo él, rompiendo el silencio.

– Bueno, la realidad es que él me encontró a mí. -La mirada de Sarah se desplazó hasta el perro y esbozó una sonrisa-. Parece gustarle sentarse sobre los pies de la gente.

– Sí. Sentarse… Le enseñé a hacerlo. Sin embargo, requiere algo más de entrenamiento para que aprenda dónde plantar el trasero. -Cuando se inclinó para palmear con cariño el cálido y robusto pescuezo del perro, Matthew se prometió tener una seria charla con el animal sobre lo de buscar invitadas no deseadas durante el paseo matutino-. Espero que no la haya asustado.

– De ninguna manera. Yo también tengo un perro. La mía es casi tan grande como el suyo. La verdad es que salvo por el color del pelaje, son muy parecidos. -Posó la mirada en la mascota-. Es muy dulce.

Matthew apenas pudo ocultar la sorpresa que le producía que ella poseyera un animal tan grande. La mayoría de las damas que él conocía poseían perros falderos de pequeño tamaño, perruchos que malgastaban el tiempo estropeando alfombras, mordisqueando los tobillos y holgazaneando sobre almohadones de raso.

– ¿Dulce? Gracias. Sin embargo puedo asegurarle que preferiría que lo considerara un perro fiero y valiente.

Ella levantó la vista y una sonrisita se insinuó en sus labios.

– Estoy segura de que puede ser ambas cosas de una manera muy dulce. ¿Cómo se llama?

– Danforth.

– Un nombre interesante. ¿Cómo lo escogió?

– De alguna manera… era el adecuado para él. ¿Está sola? -preguntó él echando una mirada alrededor-. ¿No tiene dama de compañía?

Ella arqueó las cejas, luego curvó los labios con evidente diversión.

– A mi edad sería más apropiado que yo misma fuera dama de compañía, no que necesitara una, milord.

¿A su edad? Así que ella era mayor de lo que él había supuesto. No es que se hubiera fijado. La miró de soslayo. No parecía tener ni un día más de veinte años. A la luz del amanecer no se apreciaban bien los rasgos de la edad. Y no cabía duda de que esas gafas y ese vestido manchado le daban un aire de solterona.

– Es muy temprano para estar levantada -observó él, orgulloso de que su voz no denotara su fastidio.

– No para mí. Éste es mi momento del día. Me encanta esta quietud, la hermosa luz del sol naciente, la paz y la serenidad del amanecer. La promesa de un nuevo día lleno de posibilidades.

Matthew arqueó levemente las cejas. Era también su momento favorito del día, aunque no estaba seguro de haberlo podido expresar de manera tan elocuente.

– Sé lo que quiere decir.

– Sus jardines son preciosos, milord.

– Gracias…

Maldición, desearía poder recordar su nombre. Le sería mucho más fácil excusarse si pudiera decir «bueno, ha sido muy entretenido conversar con usted, señorita Jones, pero debo continuar mi camino». ¿Sería posible que su apellido fuera Jones? No, casi seguro que no…

– Me han comentado que es un experto horticultor y jardinero.

Su comentario lo trajo bruscamente de regreso a la realidad y contuvo el deseo de levantar la vista al cielo. Obviamente sus sirvientes le habían estado dando a la lengua. La próxima vez que contratara a alguien, pediría como requisito fundamental que todos los candidatos fueran mudos.

– Sí, es mi gran pasión -dijo, pronunciando la mentira que sus actividades nocturnas lo obligaban a contar más veces de las que deseaba.

La cara de Sarah se iluminó con una sonrisa, mostrando unos perfectos dientes blancos y rectos y unos profundos hoyuelos gemelos en sus mejillas.

– También es mi gran pasión. -Le indicó un grupo de plantas que rodeaban la fuente-. Estos hemerocallis flava son los especímenes más hermosos que he visto nunca.

«¿Hemero… qué?» Matthew apenas pudo contener un gemido. Maldición, si aquello no era mala suerte, entonces no sabía qué lo era. ¿Cuántas probabilidades había de que la primera mujer con la que conversaba en meses no hablara de algo que no fuera la moda o el clima y fuera una experta en jardinería?

– Ah, sí, son mis favoritos -dijo él entre dientes.

Y ahora sí que era el momento de escapar. Deslizó el pie de debajo de Danforth y dio un paso atrás. Casi chocó con el borde de la fuente. Y descubrió -o mejor dicho su trasero descubrió- que el borde de la fuente estaba mojado. Mojado y frío.

Refrenó el juramento que pugnó por salir de sus labios y se apartó de la piedra. Maldición, no había nada más incómodo que la lana fría y mojada pegada a las posaderas.

Sarah miró a la fuente y luego a sus caderas y él notó un leve temblor en sus labios. Ella levantó la mirada hacia la de él y dijo con la voz llena de diversión:

– Es una sensación de lo más incómoda, me ha sucedido lo mismo más veces de las que quiero recordar. ¿Puedo ofrecerle mi pañuelo?

¡Bah! Como si un pequeño pañuelo de mujer fuera a secar al instante su mojado trasero. Sin embargo parte de la molestia que sentía se evaporó al ver la empatía que ella mostraba ante su incomodidad.

– Gracias, pero apenas está mojado -mintió, intentando mantener el semblante impasible ante el reguero de agua que le corría por la parte trasera del muslo.

– Vale. Dígame, ¿utiliza algo especial? -preguntó ella.

– ¿Para secar los pantalones?

– Para fertilizar las plantas.

– Hummm, no. Sólo utilizo… eeeh… lo usual.

– Seguramente su fertilizante orgánico debe de contener algo especial -dijo ella con el tono y la expresión seria-. Algo fuera de lo normal. Sus delfinias son extraordinarias y la lanicera caprilfolium es la más fragante que he olido jamás.

Por Dios. Esa conversación lo hacía sentir como si fuese el centro de una diana mojada que corriera de un lado a otro en un campo de tiro.

– Tendría que consultarle a Paul, mi jardinero jefe, sobre eso, ya que de la fertilidad de los órganos se encarga él.

Ella frunció el ceño y parpadeó detrás de las lentes.

– ¿Está hablando del fertilizante orgánico?

– Sí, por supuesto.

La penetrante mirada de ella y la manera en que entrecerró los ojos lo hizo sentir como si fuera un muchacho al que hubieran pillado haciendo una travesura. Definitivamente era el momento de escapar. Sin embargo, antes de que pudiera moverse siquiera un centímetro, ella dijo:

– Hábleme sobre sus flores nocturnas.

– ¿Perdón?

– He intentado buscar dondiegos de día y dondiegos de noche pero no he tenido éxito. Deben de estar hermosísimos después de la lluvia de la última tarde. Evidentemente el agua les habrá sentado mejor que a usted.

Él se quedó paralizado, sintiéndose inmediatamente invadido por la sospecha.

– ¿Mejor que a mí?

– Sí. Lo vi regresar a la casa anoche. Con una pala.

Maldición. ¿Así que sí había alguien en la ventana cuando miró hacia la casa la noche anterior? Lo había sospechado. Estaba claro que era una de esas mujeres curiosas que se pasaban el tiempo espiando por las ventanas y escuchando detrás de las puertas, exactamente el tipo de invitada que no quería en su casa. Y ahora mostraba una expresión que sugería que ella no estaba precisamente convencida de que él hubiera estado sólo plantando flores. Doble maldición.