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– Sí, estuve en el jardín -dijo él con ligereza-. Me fastidió que comenzara a llover, pues me obligó a dejar de trabajar con las flores nocturnas. Casi estaba terminando. Pero dígame, ¿qué hacía despierta a esas horas?

Sus sospechas se acrecentaron cuando una mirada inequívocamente culpable se reflejó en sus ojos. Estaba claro que se traía algo entre manos. ¿Pero qué?

– Ah, nada -dijo ella en un tono evasivo que sonó absolutamente forzado-. Simplemente me sentía inquieta e incapaz de dormir después del viaje.

Como hombre que sabía mucho de mentiras, le resultó evidente que ella no decía la verdad. ¿Qué demonios estaría haciendo en realidad? De inmediato descartó la posibilidad de un encuentro amoroso. Una sola mirada bastaba para ver que no era esa clase de mujer. ¿Estaría conspirando para robar la plata de los Langston? O peor todavía… ¿estaría espiándole?

Apretó los dientes al pensar en eso. ¿Podía ser ella la que había estado observándolo en el cementerio? Dado el estado desastroso de su pelo, parecía como si también la hubiera pillado la lluvia. ¿Habría abandonado su habitación para dar un paseo nocturno por el jardín y habría dado con él accidentalmente? ¿O lo habría visto salir de la casa y lo había seguido?

No lo sabía, pero tenía intenciones de averiguarlo.

– Espero que no haya sufrido ningún inconveniente por haber sido pillado por la lluvia, milord.

– Ninguno en absoluto -dijo él; la hábil maniobra para desviar la conversación de sí misma no le pasó desapercibida.

– ¿Y sus flores nocturnas siguen saludables?

«Maldición, ojalá lo supiera.»

– Oh, sí. Esas pilluelas van viento en popa.

– Sin duda agradecerán sus diligentes cuidados de la noche pasada.

– Exactamente.

– ¿Así que va a verlas todas las noches?

«Ah, sí, era una curiosa.»

– Depende de mi horario, por supuesto.

– Por supuesto. Me gustaría verlas. ¿En que parte del jardín están?

«Maldición, ojalá lo supiera.»

– Bueno, por ahí. -Agitó la mano vagamente en un arco que abarcaba tres cuartas partes del jardín-. Simplemente siga el camino y dará con ellas.

Ella asintió con la cabeza y la tensión que lo atenazaba bajó de intensidad. Mientras ella no tuviera la certeza de que sus propósitos fueran siniestros, seguiría pensando que sus salidas nocturnas eran para trabajar en el jardín. Excelente. Y ahora sí era el momento de escaparse.

– Si me excusa, señorita… -se aclaró la voz y tosió-. Danforth y yo continuaremos nuestro paseo.

Ella ladeó la cabeza y le dirigió una mirada tan penetrante y desconcertante que lo hizo sentir como si fuera un cristal transparente y ella pudiera ver en su interior.

– No sabe cómo me llamo, ¿verdad?

Fue una afirmación, no una pregunta, y para su vergüenza, sintió que el rubor le inundaba el rostro. Lo peor era saber que ella tenía razón.

– Por supuesto que sé quién es. Es la hermana de lady Wingate.

– Pero no puede acordarse de mi nombre. -Antes de que él pudiera intentar resolverlo de alguna manera cortés o incluso admitir que estaba en lo cierto, ella agitó la mano para quitarle importancia al asunto-. Por favor, no se preocupe. Me ocurre siempre. Soy Sarah Moorehouse, milord.

«Me ocurre siempre.»

Matthew no supo si fueron sus palabras o la manera práctica en que las dijo lo que le recordó que debía mostrarse cauteloso con ella. Sí, se daba cuenta de que esa mujer tan poco interesante podía pasar desapercibida…; algo que, obviamente, ella tenía asumido. Una inesperada oleada de simpatía lo invadió, y lamentó no haber recordado su nombre. Curiosa o no, era su invitada, y era más que reprochable haber tenido el mismo comportamiento que tantos hombres antes que él.

Por alguna razón inexplicable, no quiso marcharse. Seguramente era el resultado de querer averiguar más cosas sobre ella, como su inclinación a mirar por las ventanas, o quizá deslizarse a hurtadillas por los jardines en mitad de la noche. Pero no sentía deseos de reanudar su anterior conversación, así que señaló con la cabeza su bloc de dibujo.

– ¿Qué estaba dibujando?

– Su fuente. -Deslizó la mirada hacia la estatua femenina-. Es la diosa romana Flora, ¿no?

Él arqueó las cejas con sorpresa. Podía no saber mucho de plantas, pero conocía muy bien la mitología. Y estaba claro que la señorita Sarán Moorehouse también.

– No creo que nadie la haya identificado con anterioridad, señorita Moorehouse.

– ¿De veras? Pues las rosas primaverales que fluyen de sus labios son una pista muy obvia. Y, ¿dónde si no iba a estar la diosa de las flores más que en un jardín?

– Dónde si no, cierto.

– A pesar de ser una figura menor de la mitología romana, Flora es mi diosa favorita.

– ¿Por qué?

– Porque también es la diosa de la primavera, mi estación favorita, simboliza el ciclo de la vida. Celebro su fiesta todos los años.

– ¿El día de Flora? -preguntó arqueando las cejas.

– ¿Lo conoce?

– Sí, sin embargo, nunca lo he celebrado. -Intrigado le preguntó-: ¿Y qué hace?

No le pasó desapercibida la sorpresa de ella ante su interés.

– Es algo un poco absurdo, la verdad. Sólo hago un pequeño picnic privado en el jardín.

¿Absurdo? Más bien parecía… tranquilo.

– ¿Privado? ¿Lo celebra sola?

Ella negó con la cabeza, consiguiendo que se le soltara otro rizo oscuro que le rozó la mejilla.

– No, no estoy sola. Invito a algunos amigos. -Se le marcaron los hoyuelos y un brillo asomó a sus ojos detrás de las gafas-. Por supuesto, es una invitación muy codiciada y exclusiva. Muy solicitada, ya sabe. No todo el mundo consigue sentarse en una manta, reliquia de la familia Moorehouse, para compartir la fiesta que tengo preparada.

– ¿Qué es lo que prepara?

Ella ladeó la cabeza.

– La cocina es una de mis grandes pasiones.

– Creí entender que la jardinería era su gran pasión.

– Es posible tener más de una pasión, milord. Me encanta encontrar nuevos usos para todas las hierbas y verduras que cultivo.

Él trató de ocultar la sorpresa de que una joven aristocrática supiera incluso dónde estaba la cocina, luego se acordó de que ella no pertenecía a la nobleza. Su padre era… ¿comisario? ¿médico? Sí, por ahí iba la cosa. El título de su hermana le había sido otorgado en matrimonio.

– ¿Y es… buena cocinera?

– Nadie se ha chupado los dedos -esbozó una amplia sonrisa-… todavía.

Una risa ahogada retumbó en la garganta de Matthew, algo muy extraño, pensó asombrado. Y se dio cuenta de cuánto tiempo había pasado desde la última vez que había reído.

– Cuénteme cosas sobre esa fiesta exclusiva que prepara para celebrar el día de Flora.

– El menú cambia cada año, según quién asista. Este año preparé pasteles de carne y bollos de mermelada de arándanos, con tarta de fresa para el postre. Todo eso para mí.

– Suena delicioso. ¿Y para sus invitados?

– Para ellos hubo zanahorias crudas, pan duro, hueso de jamón, leche caliente y un cubo de gachas.

– Eso no suena… demasiado delicioso. No me extraña que afirme que nadie se haya chupado los dedos todavía.

Ella se rió.

– Es la comida perfecta cuando los invitados son conejos, gansos, mi perra Desdémona, una camada de gatos y un cerdo.

– Ya veo. ¿Puedo suponer que el cerdo es de verdad y no un humano con hábitos malsanos?

– Efectivamente. Aunque las gachas eran para él, logró engullirse un trozo de mi tarta de fresa.

– Lo comprendo, yo en su lugar hubiera hecho lo mismo. Tiene usted unos amigos muy interesantes.