Выбрать главу

Aunque Kane había sido el perfecto caballero durante la mayor parte de la noche, Caroline estaba todavía embrujada por ese momento en el comedor cuando su máscara de urbanidad había resbalado, revelando que podría ser aun más peligroso de lo que Portia sospechaba. Según el Alguacil Larkin, lo suficiente peligroso como para hacer que una joven que poseía un extraño parecido con su hermana desapareciera del mapa.

Trató de inspirar profundamente, pero la sofocante dulzura del perfume de lavanda de su tía parecía pegarse a cada esquina de la desordenada casa urbana.

¿Y si esa Eloisa Markham se pareciera realmente a Vivienne? ¿Era tan terrible imaginar que un hombre podría ser atraído a una mujer que le recordaba a su amor perdido? Sobre todo si la había perdido por otro hombre.

Caroline había pasado la tarde buscando cualquier signo de una gran pasión entre Vivienne y su vizconde… miradas largas, persistentes, un ligero roce discreto de manos cuando pensaban que nadie estaba mirando, escabullirse detrás de una maceta con palmera para compartir un beso apasionado. Pero fueron el mismo modelo de la decencia. Kane había reído las bromas de su hermana, le dio efusivas alabanzas cuando toco mediocremente el arpa, y frenó de estrujarse el pelo cuando ella dijo algo particularmente sagaz. Parecía que trataba a Vivienne con el mismo afecto cariñoso que podría mostrar a un amado primo o una apreciada mascota.

Caroline frotó su frente surcada de arrugas. ¿Y si los afectos de Vivienne estaban más profundamente comprometidos que los de Kane? A diferencia de Portia, Vivienne nunca había sido alguien que llevara el corazón en la mano. Caroline no podría soportar la idea de romper ese tierno corazón cuando sus únicas armas eran rumores y acusaciones no demostradas. Era también agudamente consciente que el corazón de Vivienne no era la única cosa en juego. No con el primo Cecil amenazando con lanzarlas a la calle si no se comprometía a «mirarle más bondadosamente» en el futuro.

Se estremeció ante ese pensamiento. No estaba aún lista para condenar a Kane. No cuando sabía seguro que el primo Cecil era un monstruo.

¿Pero aun así no podía evitar preguntarse que pecado podría ser tan oscuro como para convertir al mejor amigo de Kane en su enemigo jurado? ¿Y quién era el misterioso Victor Duvalier? El alguacil obviamente había usado el nombre del hombre como una burla. La reacción de la cara pedregosa de Kane sólo le había hecho parecer más culpable, no menos. Especialmente cuando su hermano se había vuelto tan pálido como un cadáver por la mera mención del nombre.

Caroline vagó hasta la ventana. En unos pocos días ella y Portia serían desterradas de regreso a su vieja casa de campo ventosa en Edgeleaf. ¿Pero cómo podía dejar Londres, sabiendo que podría abandonar su hermana a la merced de un villano?

Mientras contemplaba las sombras de la noche, preguntándose qué secretos oscuros soportaban, la advertencia del Alguacil Larkin resonó a través de su memoria: No sé exactamente lo que es. Sólo sé que la muerte le sigue dondequiera que va.

– La muerte no será lo único siguiéndole esta noche -murmuró ella. Si el Alguacil Larkin no le podía brindar la prueba que necesitaba para condenar o exonerar a Kane, simplemente tendría que hacer un poco de investigación propia.

– ¿Dijiste algo? -preguntó Portia, levantando la mirada de su libro.

– Con toda seguridad lo hice -contestó Caroline, volviendo enérgicamente la espalda a la ventana- Vístete y ve por tu capa. Salimos.

Sintiendo alguna excitación rara estaba en marcha, Portia cerró de golpe su libro y gateó fuera de la silla, sus ojos centelleando con ilusión.

– ¿Dónde vamos?

Cuando la mirada fija de Caroline cayó en un par de polvorientas medias máscaras de papel maché descansando en la repisa de la chimenea de su tía, recuerdos de alguna mascarada por mucho tiempo olvidada, una sonrisa sombría curvó sus labios.

– A cazar un vampiro.

Cuando ella y Portia se deslizaron del rocín alquilado, hasta Caroline tuvo que admitir que era una buena noche para que los vampiros y otras criaturas de la noche estuvieran en pie… ventosa e inoportunamente caliente, con una cantidad suficiente de amenaza de lluvia en el aire para agitar las ramas de los árboles y el juego de las florecientes hojas de mayo. Una media luna tímida se asomaba por el velo andrajoso de las nubes. Al menos ellas estaban a salvo de los hombres lobos, Caroline pensó sardónicamente.

Había gastado casi la última moneda de su magra asignación para contratar el transporte. Ahora tendría que regresar a Edgeleaf e implorar al primo Cecil una mísera renta para sacarlas del apuro hasta final de mes. Él juraría que habían malgastado su dinero en la vida lujosa de Londres. En lugar de eso, habían consumido una hora acuclillada en un jamelgo alquilado tan apestado de humo de puro y perfume rancio, a la espera de que Lord Trevelyan emergiera de su casa urbana.

Caroline había estado dispuesta a reconocer la derrota cuando el jactancioso carruaje del vizconde había emergido del callejón que corría por detrás de la hilera de casas. Había pinchado para despertar a una Portia que dormitaba y había hecho señales al conductor, el cuál, había recibido órdenes para seguir el carruaje a una distancia discreta. Una vez que el vizconde alcanzó su destino, ella y Portia habían hecho una pausa para abrochar sus capas y ajustar las máscaras de hojas de oro que cubrían sólo la mitad superior de sus caras antes de ansiosamente abandonar el interior mohoso del carruaje para la noche caliente, ventosa.

– ¡Oh, Dios Mío! -Portia respiró, mirando fijamente hacia arriba con temor.

Caroline estuvo tentada a hacer lo mismo. Había esperado que Kane las condujera a algún callejón húmedo, pero en cambio las había atraído a uno de los reinos de hadas imaginarios de Portia, traídos a la vibrante vida por una llovizna de polvo de duendecillo y el ligero golpe de una varita mágica.

Mientras contemplaba arriba a los farolillos oscilantes ensartados por entre las ramas de los olmos, y oía las variedades distantes de violín y mandolina, Caroline se percató que estaban de pie delante de las entradas de Vauxhall, los jardines de placer más celebrados -y notorios- en todo Londres.

Su corazón se saltó una pulsación cuando Adrian Kane emergió de la fila de vehículos estacionados delante de ellas. A diferencia de uno de los reinos fantásticos de Portia, este lugar sostenía tanto encantamiento como peligro.

El vizconde no llevaba sombrero y la miel caliente de su pelo brillaba bajo el beso de la luz del farolillo. La capa de longitud hasta la cintura de su abrigo hacía sus hombros verse aun más anchos e intimidantes. Él echó una mirada en su dirección, sus ojos penetrantes escudriñando al gentío. Caroline cogió el codo de Portia y se agachó rápidamente detrás de una matrona corpulenta, mientras pensaba que iba a ir directamente hacia atrás hasta ellas y la sacudiría con fuerza por la oreja.

Pero cuando se asomó por el hombro de la mujer, había dado media vuelta y echado a andar hacia la entrada, bastón en mano.

– ¡Rápido! Ahí va. -Cogiendo a Portia de la mano, Caroline se tambaleó en un trote torpe para igualar las largas zancadas de él.

A pesar de las insinuaciones del Alguacil Larkin, no había nada furtivo en torno a los movimientos de Kane. Caminaba en la noche como si la poseyera, los hombros y la cabeza elevados sobre la mayor parte de los clientes que se dirigían al jardín.